lunes, 6 de octubre de 2008

“Ya nuestra vida es tiempo, ya nuestro tiempo es canto”: por qué la literatura de Avelino Hernández es vida, y su vida literatura

[Avelino Hernández, Cartas desde Selva, presentación de Ignacio Sanz, Segovia: Caja Segovia, 2007]

Como escritura del yo que es o parece ser, Cartas desde Selva aporta datos fundamentales de la vida, la obra y el contexto de Avelino Hernández. Datos sobre su relación con Mallorca, desprejuiciada y gozosa; sobre sus amigos; sobre su práctica epicúrea, que no es lo mismo que hedonista: un disfrutar de la vida complementado por el estoicismo que nos asegura, en conocidas palabras de san Agustín, que “no es rico el que más tiene sino el que menos necesita”; sobre su admirable manera de afrontar la enfermedad, que, conforme con esa filosofía epicúrea, lo impulsa a ordenar su vida para sacarle el mejor partido de acuerdo con las nuevas circunstancias, y a interpretar esta etapa como “una segunda vuelta de tuerca en la línea de tirar por la borda tantas inutilidades que ya iniciamos con nuestro abandono de Madrid y enraizamiento en Selva”.

También aporta datos sobre su manera de entender la literatura: en numerosas ocasiones afirmó que “cómo vivir ha sido siempre el único argumento de nuestra obra”. Y esto que solemos decir de que “en Avelino la vida es literatura y la literatura es vida” es muy cierto y queda muy bien, pero en el análisis compromete más bien poco. Decir esto y no decir nada es casi lo mismo: ¿qué literatura se puede decir que no sea vida e, incluso, qué vida se podría decir que no fuese literatura? En el terreno de los epistolarios parece más evidente aún este componente subjetivo que nos hace identificar el yo lírico o narrador con el yo referencial, con el Avelino de turno o el Flaubert de turno. A esta afirmación de que “en Avelino la vida es literatura y la literatura es vida” habría que aplicarle el método científico para ver si en su caso significa más que lo que significa en tantos otros.

Por suerte o por desgracia, uno es aprendiz de muchas cosas (y maestro de ninguna). Uno de los campos del saber que más me interesan es el de la cultura escrita, y en particular los estudios que atañen a las escrituras ordinarias, a la escritura de la gente común. Bajo este paraguas académico, que no pertenece al ámbito de la literatura, sino al de las ciencias sociales, se refugia un peculiar grupo de historiadores, sociólogos y antropólogos (y también, no obstante, filólogos) muy rigurosos pero muy poco académicos, en el mal sentido del término “académicos”, científicos que, antes que a los archivos institucionales y a sus montañas de documentos oficiales y, por tanto, orientados hacia la Historia con mayúsculas, y antes que a los archivos privados de escritores o de estadistas, prefieren acudir a la producción escrita de la gente común: aquella gente que no es profesional de la escritura y que, por tanto, en sus diarios, cartas, cuadernos de cuentas o memorias no pretenden cuajar un estilo propio, sino más bien contar algo o interactuar con sus congéneres. El diario de una jovencita (que hoy ya no sería un diario, sino un blog) no es un escrito literario: por su naturaleza, trasluce mucho más de su realidad inmediata que de ficción alguna. Las cartas de un soldado a su novia tampoco son cartas literarias, sino un vehículo práctico de comunicación que echa raíces firmes en la realidad, y no en la imaginación ni en una voluntad de estilo que ni interesa ni, a veces, podría emprenderse con garantías de éxito. Son escrituras modestas, tremendamente vivas, populares, que a veces nos dicen más de la realidad que lo que nos puedan contar los epistolarios de los grandes hombres.

Con Avelino estamos ante un dilema: si era un escritor, y lo era, y uno de los grandes, ¿cómo podemos aplicar a sus cartas este esquema de las escrituras ordinarias en la esperanza de que sus escritos se nos revelen más espontáneos que los de otros escritores, más escritura de la gente común, más escritura popular y, por tanto, mejor reflejo de la realidad y constatación de aquella afirmación de que “en Avelino la vida es literatura y la literatura es vida”? ¿Acaso no hay voluntad de estilo en estas cartas? Yo creo que la hay: siempre la hay en Avelino, que hasta donde yo conozco era alguien que veneraba la palabra y jamás se habría atrevido a usarla de manera inconsciente o despreocupada.

Y antes he mencionado a Flaubert porque quiero hacer una comparación muy fácil. Efectivamente, los escritores, cuando acuden a la escritura del yo, y en particular a las cartas, no son como los demás corresponsales. En ellos, aparte el factor estilístico que, como es natural, nunca abandona a los profesionales de la escritura, el yo es muy potente. Sea para satisfacer la vanidad, sea para descargar sus culpas o disimular sus complejos, para promocionar la propia producción literaria, para expresar el propio discurso existencial o para dar, en cualquier caso, rienda suelta a todo aquello que no se puede o no se quiere decir en un poema o en una novela, en un epistolario de escritor el yo es claramente predominante. Quien ha leído las magníficas cartas de Flaubert, las dirigidas a Louise Colet por ejemplo, ha comprobado que reflejan un yo desbordante, un yo que desprecia de manera insultante no ya los intereses, sino incluso los sentimientos de aquella mujer a la que llamaba su amante. (Hay que conceder que Louise Colet a veces se merecía que la despreciaran un poco.) En cualquier caso, la escritura del yo, en el caso de los escritores, es a menudo una escritura fuertemente subjetiva, enraizada en cierta ficción de sí mismos o en una realidad que gira en torno al propio autor; una escritura de la que no podríamos predicar que desvele la realidad común; una escritura de la que ni el historiador ni el antropólogo podrían servirse como fuente fiable.

¿Por qué creo yo, entonces, que podemos aplicar a las Cartas desde Selva este criterio analítico? Antes he dicho que se trata de una escritura del yo, pero hay que matizarlo. En este libro luminoso (cuya organización debemos a Teresa Ordinas, que siempre prefiere quedar en segundo plano, pero que sabe como nadie cómo ordenar un material tan sumamente disperso y abundante), leemos cartas a destinatarios diversísimos, y en cada misiva, sin abandonar nunca el estilo al mismo tiempo llano y cervantino que le era propio, Avelino atiende las necesidades de cada corresponsal empleando un registro u otro, un enfoque u otro. No escribe de la misma forma al joven que le remite un poemario que a su agente, no escribe igual a su amigo americano que al poeta de Zamora. Escribe en función de quien ha de leerle. El que no conozca los textos de Avelino podría interpretar este ejercicio como manifestación de un carácter acomodaticio, bailador del agua, tal vez hipócrita. ¿Acaso no tiene voz propia?, dirá el que no conozca. Pero sí: tiene una voz propia tan poderosa, tan múltiple y tan fértil de matices, que puede usarla en mil y un tonos sin perder un ápice de eficacia ni de sinceridad.

Es esta condición eminentemente generosa la que marca diferencias, y lo hace especialmente en los momentos difíciles en que la enfermedad ha hecho presa en el autor y lo somete al dolor y a desagradables certezas. Cualquier otro, escritor o no, hubiera sufrido cuando menos un cambio de humor. En cambio, el único argumento de la obra de Avelino sigue siendo vivir. Y sigue atendiendo con exquisito interés los libros que le mandan, que lee y comenta minuciosamente. Así lo hace con Alberto Manrique, con Jesús Espasandín, con Miquel Àngel Lladó o con Miquel Rayó. Y en cada carta adapta el tono a lo que su corresponsal, escritor, amigo o familiar, necesita.

Es ejemplar su carta de 17 de noviembre de 2002 a Ignacio Sanz y Claudia de Santos, a quienes llama “colegas en afanes y dolencias”. Esta carta me parece una obra maestra, y un nítido argumento a favor de la tesis que estoy defendiendo. Hay que aclarar que en ese momento Claudia combatía también un cáncer. Me vais a permitir que os recuerde las palabras que les dirige Avelino:

Ahora empezamos la carta. A lo mejor tenía que empezarla preguntando por cómo está la recién operada y enviándole ánimos. Pero voy a hacer lo contrario: como los males y las soluciones son similares, en lugar de interesarme por vosotros voy a liarme a hablar de nosotros [p. 211].
Pero es mentira. Después de describir su actitud ante la enfermedad, que califica de “gran oportunidad en la vida”, de contarles su actitud ante el reconocimiento literario, de hablarles de proyectos de presente y de futuro, termina la carta mintiendo de nuevo:

Inmisericorde y cruel es el trato que esta vez os doy en esta carta, que responde descaradamente a una necesidad interior mía para cuya satisfacción os empleo de pantalla. […]

Tenéis una forma de vengaros: haced lo mismo: coged el ordenador y liaros a contarnos qué hacéis, qué pensáis y qué planes vais empezando a hacer para el inmediato futuro. ¿Cómo va la casa? Mirad bien y estad atentos porque en esas obras siempre salen tesoros de judíos que escondieron al irse [pp. 214-215].
Avelino, con el pretexto de desahogarse, ha entregado a su amiga enferma unos ánimos llenos de fuerza positiva y de pistas para seguir en el camino. Ni hablando de su propia enfermedad es capaz de pensar en otra cosa que en sus amigos. Poniendo su literatura al servicio de la realidad, aproxima sus cartas a la condición de documento y teje con ellas un magnífico tapiz de la vida. Al simultanear en sus intereses a sí y a los otros, está imprimiendo en su escritura un valor de herramienta común que la acerca a lo popular u ordinario; lo cual no parece poca virtud en un escritor.

Por eso decía que hay que matizar el criterio empleado en el análisis. Cartas desde Selva no son estrictamente escritura del yo. Lo que hacía Avelino era escritura del nosotros: era incapaz de plantearse la literatura en términos menos generosos (como la vida). De ahí, de ese no concebir la literatura como tener, sino como ser y darse (como la vida), de atender a los que lo rodearon al mismo tiempo o antes que a sí mismo (como hacía en la vida), se deduce la no subjetividad, la no objetividad, sino la intersubjetividad de sus cartas y, por tanto, la incuestionable y especialísima verdad que encierra la identificación de literatura y vida que, a efectos de nuestro discurso, cuestionábamos al principio. Perfeccionando a Machado, Avelino escribe: “Ya nuestra vida es tiempo, ya nuestro tiempo es canto”. Y vida es, pese a todo, lo que nos queda; porque este hombre no sabía dar otra cosa. Paralelo Sur (texto de la presentación del libro en la Llibreria Àgora, Palma de Mallorca, 24 de mayo de 2007).

martes, 8 de abril de 2008

Memoria de la gente común

[Quim Aranda, El avión de madera que logró dar media vuelta al mundo, Canet de Mar (Barcelona), Candaya, 2007]

Fumar es en la primera novela de Quim Aranda (Barcelona, 1963) leitmotiv central del libro. El tabaco, que durante varias generaciones y de manera universal estuvo presente entre nosotros sin sus actuales connotaciones negativas, fue objeto de publicidad y símbolo polisémico, pero también silencioso protagonista de ritos cotidianos que, sin armar demasiado ruido, estaban presentes en cada momento de nuestras vidas. En esta novela sobre la memoria y la identidad, el cigarrillo se nos antoja un índice más que pertinente de aquello que se pretende narrar. El deseo de fumar desencadena ya en la primera línea el proceso de la memoria. Fumar sirve para caracterizar los personajes y como metáfora general de la existencia; es epítome de pulsiones y tranquilizante contra el miedo a volar. Fumar es, siempre, gesto repetido que afianza al hombre en la realidad, que nos retrotrae al mismo tiempo a costumbres y conciencias de otro tiempo. Pero fumar es así mismo práctica social, expediente para romper el hielo o marca de nivel económico. Es, finalmente, símbolo de libertad. Fumar ha estado tan inserto en lo cotidiano y es tan revelador de vida, y la novela de Aranda lo refleja tan eficazmente, que a los militantes de la prohibición del tabaco en los lugares públicos nos debería hacer reflexionar sobre la condición definitivamente humana del fumador. No es poco.

Pero El avión de madera que logró dar media vuelta al mundo, evidentemente, no se limita a reivindicar el hábito de fumar. En él encontramos, como ya se ha señalado, una lúcida y densa reflexión sobre la memoria, que en esta novela es contenido y estructura formal. El mecanismo de la memoria queda expreso en la página 25 y describe, al mismo tiempo, el procedimiento narrativo:

“Pero será mejor no adelantar tantos acontecimientos. Será mejor, en la medida de lo posible, ir poco a poco. Y ordenar los papeles y los recuerdos por años, asociarlos a personas, a ciudades. Para evitar que unos a otros se sobrepongan hasta confundirse.

“[…] Aunque, ¿y si fuera así como trabaja la memoria? ¿Y si la memoria fueran estímulos que se azuzan los unos a los otros, saltos hacia delante en el tiempo, vueltas atrás apresuradas y sin sentido aparente? Un caos de hechos e imágenes, una sucesión que no puedes controlar.”
El narrador conoce bien las trampas de la memoria: “¡Cómo puede llegar a ser tan fugaz y caprichosa la memoria!”, exclama en la página 165, y reconoce dónde la memoria se tiñe de subjetividad y dónde escapa a los requisitos de la fidelidad a los hechos: “Los encuentros con amigos de mis padres eran interminables y la mayor parte, aunque sea un juicio que emito a posteriori, aburridos” (187), asumiendo así la imperfección de la memoria como discurso veraz.

La memoria se sirve también de la escritura, y El avión de madera es un hermoso –por lo infrecuente– reconocimiento pleno de la escritura como manifestación cultural y vital de la gente común. Muy lejos de la producción de los profesionales de la escritura (escritores, historiadores, legisladores, juristas, notarios, periodistas), las escrituras cotidianas recogen la singladura vital de los protagonistas de la intrahistoria –muchas veces, permiten recuperar la memoria de los arrinconados por la historia. En esto, más que en otros componentes más explícitos en un sentido político o histórico, se revela la naturaleza radicalmente comprometida de este libro.

Así pues, las cartas son uno de los desencadenantes de la historia narrada, pero también elemento de la misma como factor de conservación de la memoria. La carta se nos presenta como una costumbre familiar que comienza con las enviadas al abuelo preso: “un hábito adquirido en la época en que enviaba una carta semanal al abuelo Justo” (61). La abuela, se nos relata, “nunca desfalleció en su costumbre, ya que tenía la certeza de que aquellas noticias suyas –exhaustivas hasta el límite del papel– ayudarían a su marido a sobrellevar los rigores de la cárcel y a darle un hilo de esperanza para superar la separación a que se veían sometidos sin saber con exactitud por qué” (62). La carta es relato de vida (“aquellas cartas […] eran, en el fondo, la misma: una novela, la historia de sus vidas –también de las nuestras […]”, 63), pero también crónica de lo público (“con aquella información periódica que nosotros saludábamos con alegría, como si hubiera decidido convertirse en la cronista que nunca tuvo Escua, la abuela dejó muchas huellas –¿imborrables?– de la vida del pueblo”, 67). Fenómenos que los historiadores y los antropólogos comúnmente estudian aparejados a la escritura cotidiana, como la escritura delegada por causa de ceguera (70) o la lectura en voz alta de cartas a la familia (75-76), son objetos de reflexión en esta novela, descritos casi etnográficamente como prácticas propias de los desarraigados.

Y, junto a las cartas, los diarios como fe de lo vivido: “ahí están las cartas de la abuela Teresa y los cuadernos de don Ricardo”, contra la evidencia de los muertos y del pueblo desaparecido bajo las aguas del pantano (227). Y, junto a las escrituras de la gente común, también los libros al alcance de la gente común. La destrucción de los libros de una biblioteca parece afectar, más que a nadie, a los desposeídos, incluso –vallejianamente– a los que por su género de vida y su formación podrían parecer más alejados de la lectura. Los volúmenes de la biblioteca de la anegada Escua aparecen en las pesadillas del protagonista: “buceo en un lago sin fondo y de aguas gélidas y debo recomponer, una a una, todas las palabras de una biblioteca infinita allí desaparecida; todas las palabras de los míos, voces que oigo en las profundidades de mí mismo, relatos que me llegan en medio de la noche, cartas […]” (229). En una carta leemos que “papá tal vez creía que perder aquellos libros era como perder una parte de sí mismo” (411). Así, la palabra escrita queda marcada como patrimonio de los desheredados, como instrumento de una memoria que no debe caer en el olvido.

En este sentido, El avión de madera incurre –sin abuso– en un asunto que está de actualidad sin que muchas veces sepamos exactamente en qué consiste, la muy manipulada y muy mal denominada memoria histórica. Hay un párrafo muy significativo en este sentido: “O, precisamente, por eso, porque son rojos, hay que enterrarlos rápidamente, en cualquier lugar, sin dejar rastro. Para que nadie los recuerde. Tenemos que echarles tierra encima rápidamente, sargento. Mucha tierra” (208). Aranda deja constancia de cómo, para los vencidos en la guerra, la memoria de aquella gran derrota vuelve una y otra vez con cada pequeña derrota cotidiana, con cada decepción. El autor toma partido sin vacilación y no elude la alusión a uno de los dramas irresueltos de nuestra historia; no por casualidad la familia protagonista se apellida Rojo. La España de posguerra aparece en las páginas de El avión de madera con tintes grises (“todos sin excepción se movían con lentitud. A ritmo de domingo y de país atrasado”, 97) y asociada con un concepto amplio de muerte: hambre, tuberculosis, frío, sabañones, tristeza, cárceles, ejecuciones… “Algunos”, insiste, “sospechaban que también se moría en vida de una muerte lenta: la miseria moral. Pero tenían que callar. La muerte era silencio. […] No más horizontes que el autorizado, no más futuro que el impuesto” (147).

La emigración aparece como solución a la precariedad económica y, sin embargo, se nos presenta como paradoja: “aquella decisión contribuyó más de lo previsible a encadenarla de por vida al pasado del que pretendía huir, del que huyó toda su vida para, al final, tratar de regresar a él” (42). En la novela hay todo un símbolo del pasado que desaparece como fruto del progreso y de la victoria de unos sobre los otros: Escua, el pueblo desaparecido bajo las aguas del pantano. El recuerdo idealizado de lo que ya no existe sirve de palanca para mantener la tensión –que no oposición– entre memoria y progreso. Y la paradoja no cesa nunca para el personaje central. El viaje es aquí omnipresente metáfora del desarraigo: en la emigración, pero también en la profesión de Marcelo Rojo, mensajero aéreo que, no obstante, nunca superará su muy simbólico miedo a volar. De nuevo encontramos un reiterado leitmotiv en el sintagma “la alegría del superviviente” tras cada viaje. La vida es, así, presentada como un viaje al que sobrevivir cada día.

Aviones, por tanto. Aviones, lenguaje aeronáutico y conocimientos técnicos sobre vientos, pistas de aeródromo, maniobras, modelos de avión y sus partes o características, accidentes aéreos... Los frecuentes indicios de la voz narrativa (“casi al tiempo que avanzo en la escritura de estas páginas”, 164) nos permiten suponer en Quim Aranda una formación y unas aficiones que prestan al narrador un factor importante de verosimilitud: estudios de historia, periodismo, aviones... Los indicios no se limitan al elemento autobiográfico, sino también al propio relato; Aranda maneja esos indicios con notable destreza, por ejemplo cuando utiliza la lluvia como contexto de momentos escogidos del recuerdo, cuando avanza información que administra cuidadosamente o cuando emplea repeticiones como la mencionada “alegría del superviviente” o el “¿Qué pasará ahora, Justo?” que la abuela pronuncia habitualmente como pie para una enumeración de tristezas derivadas de la guerra, episodios de opresión de la posguerra, el anunciado anegamiento del pueblo, la emigración y otros puntos claros de inflexión de las vidas de los protagonistas.

En el debe del autor debemos anotar un par de rasgos de inexperiencia que es muy importante que supere en ulteriores entregas. El primero es la extensión: el ritmo muy lento de la novela empece su rigor y llega a perjudicar el interés del lector. Nos consta que el manuscrito llegó a constar de más de novecientas páginas, pero las más de seiscientas de que finalmente consta la novela editada nos parecen aún demasiadas. La innegable facilidad de Aranda para anudar episodios, el elemento dramático y una proustiana eficacia evocadora no justifican a nuestro entender semejante extensión. Un segundo defecto, tal vez menos importante pero llamativo, es la presencia de errores comúnmente evitados o evitables, que sugieren un dominio imperfecto del idioma y deslucen el relato. En el empleo de palabras extranjeras que es natural en un relato en que el viaje es central detectamos demasiadas incorrecciones o tal vez erratas: “scrable” por scrabble, “wan” por van, “Luttwaffe” por Luftwaffe, “Spit Fire” por Spitfire, “Boby Charlton” por Bobby Charlton... También encontramos catalanismos bastante comunes: la locución conjuntiva causal “como que” (107); “reprendiera” por retomara (142); o “mal fiando” por desconfiando (163). Desafortunada parece la expresión “henchido de dolor”; un desliz semántico perdonable “carlinga” por fuselaje; y muy reprobables las expresiones “punto y final” (56), “detrás suyo” (95) o “delante mío” (193), así como la acumulación de complementos directos en subordinadas de relativo, como en “una imagen que, en ocasiones, me ha parecido revivirla” (95).

En definitiva, El avión de madera que logró dar media vuelta al mundo es un magnífico retablo de la identidad de los desheredados del siglo XX español, escrito con un regular desempeño de la escritura y cierta desmesura en cuanto a la extensión, pero con un buen dominio de los recursos narrativos y, sobre todo, un ejemplar conocimiento de los resortes del recuerdo aplicados a la narración y una medida y muy necesaria reivindicación de la memoria mal llamada histórica: la memoria de la gente común. Aranda, así, toma partido eludiendo con inteligencia el tono panfletario. Turia.

lunes, 14 de enero de 2008

Los diarios de un exiliado en París (1940-1944)

[Nicolau M. Rubió i Tudurí, Llatins en servitud. París 1940-1944, prólogo, traducción y notas de Josep Maria Quintana, Palma de Mallorca: Lleonard Muntaner Editor, 2006]

Nicolau Maria Rubió i Tudurí (Mahón, 1891-Barcelona, 1981), perteneciente a una familia de técnicos e intelectuales catalanes, fue arquitecto, paisajista (responsable, por ejemplo, de los jardines de Montjuïc o del Palacio de Pedralbes) y escritor. Hoy, su figura y su obra están siendo reivindicadas gracias al trabajo de algunos estudiosos y de instituciones como la Fundación Nicolau Maria i Montserrat Rubió (NMART, Barcelona) o el Instituto Menorquín de Estudios (IME, Mahón), dependiente del Consejo Insular de Menorca. Rubió i Tudurí, un “burgués liberal, culto y civilizado”, huyó del fascismo y de la revolución catalana en 1937 para refugiarse en su admirada París. Depurado en su ejercicio profesional por la dictadura franquista en 1940, vivió en la capital francesa la ocupación alemana de 1940-1944. En 1945 decidió volver a Barcelona, adonde viajó en compañía de Josep Maria Sert (quien moriría el mismo año).

Aparte su abundante producción técnica, su obra literaria y su pensamiento ha sido objeto de una tesis doctoral y de una monografía de Josep Maria Quintana. De sus escritos personales, Quintana edita ahora una selección compuesta por cuatro textos mecanografiados, tres de ellos originalmente escritos en francés y uno en catalán: a) las notas en forma de diario tituladas Latins en servitude. Paris 1940-1944; b) la breve memoria Exode. De Paris à Soings-en-Sologne et retour, du 11 Juin au 3 juillet 1940, fechada en julio de 1940; c) el diario Campanya de França, 1944, treinta folios en catalán sin corregir; y d) Dernier voyage de Josep Maria Sert de Paris à Barcelone, unas notas del viaje en automóvil de vuelta a España que Sert y Rubió compartieron en 1945, que se conservan junto con su traducción al catalán, posiblemente del mismo Rubió y Tudurí. Se trata de un interesante conjunto de testimonios sobre la vida de los españoles exiliados en el París ocupado por Hitler, sobre la misma ocupación, sobre las relaciones entre franceses y ocupantes, sobre las violencias y las estrecheces de la guerra, sobre la vida de artistas como Picasso o Sert y sobre la propia actividad literaria de Rubió y la existencia cotidiana de su familia en aquellos años tristes. Estas páginas alumbran también el pensamiento más mediterraneísta que catalanista –humanista en todo caso y también eurocéntrico– del arquitecto menorquín, quien lo desarrollará por extenso en un ensayo escrito precisamente en esos años, La Patrie Latine.

De todos estos textos, el primero, que da título al libro, y el último son los que menos nos interesan desde el punto de vista de la escritura autobiográfica, dado su carácter más netamente literario. Latins en servitude, redactado o decantado a posteriori en forma de notas diarias, añade voluntad de estilo y un poderoso elemento reflexivo a algunas impresiones que aparecen en Campanya de França con mayor urgencia y frescura. Su interés no estriba, pues, tanto en su carácter de escritura del yo como en sus contenidos testimoniales y filosóficos. Las notas del viaje a Barcelona con Sert forman también un relato de evidente intención literaria, que no exhala el perfume de la inmediatez y la sinceridad que aquí nos interesa. Exode, por su lado, es un texto fresco y vibrante, redactado a modo de memoria también con posterioridad a los hechos descritos: la huida de París al campo en la primavera de 1940 ante la llegada de los ejércitos alemanes y el regreso a la capital tras el armisticio. La presencia en el discurso de detalles muy pormenorizados acerca de lugares, nombres, climatología, etc., así como de una gran exactitud cronológica, afinada hasta la hora en que suceden buena parte de los hechos, apunta hacia la existencia de unas notas diarias previas que desconocemos. Pese a la elaboración del texto, éste conserva la viveza de lo vivido muy recientemente. Por último, el texto titulado Campanya de França, 1944 sí reúne las condiciones de un diario sin ulterior elaboración, por tratarse “d’un text no preparat definitivamente per a donar a la imprenta”, en palabras del editor, Josep Maria Quintana, que afirma haber corregido su gramática y su ortografía. El trabajo de edición de Quintana, cuyas numerosas y notables imprecisiones en la traducción, en las referencias y en la organización de los materiales no es el momento de enjuiciar, excluye la posibilidad de analizar de forma absolutamente fidedigna las características lingüísticas y estilísticas de los textos recogidos en el volumen.

Excusado lo antedicho, Campanya de França, 1944 constituye un texto ejemplar e interesantísimo en lo que se refiere a su tipología. Las notas vienen encabezadas por fechas que van del 6 de junio al 26 de agosto de 1944. Escritas originalmente en catalán, conforme a la edición de Quintana incorporan numerosas palabras y expresiones francesas que justifican la honda integración de Rubió i Tudurí en la cultura y la sociedad del país vecino. Cada nota suele incluir información bastante exhaustiva y más o menos objetiva sobre los diversos asuntos que a Rubió le parecieron dignos de reseña en aquellos momentos históricos: las alertas de bombardeo y los ataques y sobrevuelos de aviones aliados; noticias radiofónicas acerca de los avances aliados en suelo francés (desembarco, establecimiento de cabezas de puente, combates, liberación de diversas localidades, combates en los suburbios de París) o en los frentes internacionales; la presencia de militares alemanes en las calles, que disminuye progresivamente, y la de los combatientes de la Resistencia, que crece en inversa proporción, solapándose ambas en algunos momentos de confusión en las postrimerías de la ocupación germana; los rumores que cunden entre la población; incidentes nocturnos; suministros (“he portat cebes, cols, cireres i ravanets”, por ejemplo, o la reiterada alusión a la cola del pan, una de las actividades que Rubió reseña casi cotidianamente); precauciones necesarias y celebraciones inevitables. Pero también apunta Rubió pequeños hitos personales: las relaciones con otros españoles y, en particular, con otros artistas e intelectuales catalanes en el exilio; la documentación en bibliotecas y los avances de sus escritos, ya sean dramáticos, historiográficos o ensayísticos; otras actividades cotidianas como pasear, ir al cine o al teatro, asistir a conciertos, visitar exposiciones, etc.; y el tiempo que ha hecho ese día.

Da la sensación de que Rubió i Tudurí, llegado el momento decisivo de la victoria aliada, no quiere dejar de hacer constar ninguna de las vicisitudes privadas o públicas que vaya a vivir en los meses que separen Normandía de la evacuación nazi de París. Las notas de este texto están prácticamente exentas de reflexión; parece que Rubió pretende dejar que los hechos hablen por sí solos y, así, es elocuentemente aséptico cuando atestigua que “la fruitera de baix ens diu que la seva petite nièce li telefona de Clamart que ja ha embrassé un soldat de la divisió Leclerc”; o cuando concluye su diario con una entrada correspondiente al 26 de agosto de 1944 enormemente sucinta y, al mismo tiempo, significativa: “Obro el balcó, fa sol, i ja som a l’altra banda”. Lo subjetivo vendrá luego, cuando Rubió utilice estas notas, que han descrito con sobria exhaustividad su vida durante más de dos meses, en la elaboración de Latins en servitude, ampliando por medio del recuerdo lo que aquí sólo quedó apuntado, o eliminando lo que, teniendo un interés cotidiano, carece de él a la hora de las grandes reflexiones.

Tenemos, por tanto, unas notas redactadas con cierto prurito notarial, pero también pensadas para ser empleadas en un proceso posterior de recuperación de la memoria. Se trata de un uso consciente de la escritura autobiográfica como documento, que no impide que esta actividad tenga, por otro lado, un segundo sentido: la escritura se constituye en el ámbito de la resistencia frente al status quo repudiado por el autor. De alguna manera semejante a como funcionan este tipo de escritos en contextos de confinamiento, el arquitecto liberal –que no es un hombre de acción y a quien la violencia repugna profundamente– proclama en el ámbito privado de la escritura la esperanza que no le está permitido publicar. Cultura Escrita & Sociedad.

Referencias bibliográficas

CASTILLO GÓMEZ, Antonio, y SIERRA BLAS, Verónica (editores): Letras bajo sospecha. Escritura y lectura en centros de internamiento, Gijón: Trea, 2005.
QUINTANA, Josep Maria: Nicolau Maria Rubió i Tudurí (1891-1981). Literatura i pensament, Barcelona: Abadia de Montserrat, 2002.
RUBIO, Nicolas M. [sic]: La Patrie Latine. De la Méditerranée à l’Amérique, Paris: La Nouvelle Édition, 1945.
RUBIÓ I TUDURÍ, Nicolau M.: La Patria llatina. De la Mediterrània a Amèrica, traducción, introducción y notas de Josep Maria Quintana, Barcelona: Institut Menorquí d’Estudis / Abadia de Montserrat, 2006 a.
-------- Llatins en servitud. París 1940-1944, prólogo y traducción de Josep Maria Quintana, Palma de Mallorca: Lleonard Muntaner Editor, 2006 b.