tag:blogger.com,1999:blog-71017756571315361972024-02-22T07:29:52.874-08:00Libros que me gustaron (o no)Blog de crítica literaria de Juan Luis CalbarroUnknownnoreply@blogger.comBlogger63125tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-16080275674306678782020-03-31T12:16:00.002-07:002020-08-26T12:18:06.610-07:00'Silentium amoris'<p>No
es necesario presentar la figura pública de Santiago Alfonso López Navia
(Madrid, 1961). Doctor en filología y en ciencias de la educación, cervantista
ilustre, participante en numerosos proyectos sobre el Siglo de Oro y, en
particular, autor de una decena de libros sobre la materia, maestro de
retórica, catedrático y gestor universitario, editor en La Discreta, animador
cultural, poeta, narrador… Pocos campos hay, de los relacionados con la palabra
escrita (y cantada), que el autor no haya tocado y en el que no haya dejado
testimonio de rigor y bonhomía. De él dijo alguien que “su vida pública es
recta y consistente”, y no es la única alusión que he encontrado a ese rasgo suyo
de la <i>rectitud</i> pública. En tanto que poeta tampoco hacía falta mi presentación,
así que me limitaré a dejar constancia de tres o cuatro reflexiones que me
suscitó la lectura de <i>Tregua</i>, este libro que tienes entre las manos,
afortunado lector, y que me honra prologar.</p>
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj7A-3JjW-2wkBADsvDbF7zinvhVMyfEIsIT4L5Y34NCnjIdXQe8cbv0kvDEB5_14AjGcQ_4kjW43tX3sjw2eUHPARqkXdhl2GZnvSCff1x5pt49C3AHNIfFlQVhyphenhyphendhjr6zmBFxn4tfweYP/s1080/SLN+1.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1080" data-original-width="736" height="328" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj7A-3JjW-2wkBADsvDbF7zinvhVMyfEIsIT4L5Y34NCnjIdXQe8cbv0kvDEB5_14AjGcQ_4kjW43tX3sjw2eUHPARqkXdhl2GZnvSCff1x5pt49C3AHNIfFlQVhyphenhyphendhjr6zmBFxn4tfweYP/w223-h328/SLN+1.jpg" width="223" /></a></div><p></p>
<p style="text-align: center;"><span style="font-size: x-small;">El poeta Santiago A. López Navia (Madrid, 1961).</span></p><p style="text-align: center;"><span style="font-size: x-small;"> </span></p>
<p><span style="color: #990000;"><b><span><span style="font-size: medium;">1. Este poeta y este libro</span></span></b></span></p>
<p>Conociendo
algunos de los golpes que, vallejianamente, la vida le va dando últimamente al poeta
y de los que le deseamos pronta liberación, el contenido de <i>Tregua</i> se
podría antojar circunstancial si no hubiéramos leído su producción anterior.
Impresiona, en ese sentido, la maciza consistencia del discurso lopeznaviano. Este
poemario del dolor y el poema homónimo con el que el autor lo abre a modo de
breve guía de lectura tienen antecedentes directos a lo largo de su obra, ya desde
su primer libro. Si hoy la voz lírica suplica “tan solo […] una tregua”, una
pausa en el sufrimiento, un “alivio” en el desierto, un descanso aun fugaz para
tornar al camino, en el “Soneto duodécimo” de <i>Tremendo arcángel</i> reclamaba
en tono casi idéntico “una paz que venga desatando/ promesas de reposo sin
medida”. Al final del mismo poemario, rematado por dos sonetos insertos gozosamente
en la tradición galaicoportuguesa de la poesía castellana, se queja también de “a
manca/ de paz que hoxe me creba o pensamento”. El ruego, por tanto, no es nuevo,
pero es que estamos ante un poeta constante en sus preocupaciones y coherente
en su discurso.
</p><p>Es, sí, un poeta de una pieza
aunque se presente bajo distintos disfraces. El juego de heterónimos, tan
fructífero en el pasado en la pluma de monstruos de fecundidad y de profundidad
como Pessoa o Machado, adopta a lo largo de la obra de López Navia los avatares
de Jacobo Sadness, amigo de juventud del autor; del mismísimo Cide Hamete
Benengeli, historiador eximio; de Antero Freire, ermitaño y maestro de Sadness;
de un trovador anónimo… Jacobo Sadness, de antroponimia transparente, se declara
poeta existencial desde el mismo comienzo de <i>Tremendo arcángel</i> y, aparte
el venero de los clásicos, bebe del estoicismo y del desamparo de Dámaso Alonso
y de algunos de los poetas desarraigados españoles de la segunda mitad del
siglo XX. Su discurso, caracterizado como “lamento existencial”, encuentra, pese
a todo, consuelo en la fe que tiene en Dios y permanece siempre fiel a su
camino. Este <i>homo viator</i> será uno de los tópicos más presentes en la
poesía de López Navia.</p>
<p>El ermitaño Antero Freire, por su
parte, representa una posición más madura, como si el poeta considerase el
existencialismo una lacra de juventud que es obligatorio superar y Freire fuera
la voz que reivindica esa superación. Un buen crítico lo ha visto perfectamente
cuando afirma, a propósito de otro poemario, que Freire “se dirige a Dios
pidiendo perdón por la tristeza que vierte en sus poemas, por sus dudas y su
vacío interior”. Freire nos es presentado como maestro de Sadness, a quien
dedica todo un manualito de retórica y un compendio de recomendaciones éticas.
Tanto Sadness como Freire reaparecen en <i>Tregua</i> para, como veremos,
matizar sus roles.</p>
<p>En <i>Tregua</i> encontramos de
nuevo los temas habitualmente tratados por el madrileño: uno principal es la
nostalgia y, en particular, el recuerdo de la infancia. A propósito de otro poemario
suyo se ha dicho que “todos los libros poéticos del autor […] rezuman un
inefable perfume de infancia derramado en endecasílabos blancos”, y es bien
cierto: la infancia como mundo de felicidad perdida y añorada, a veces
dramáticamente, pero también como conciencia de la fugacidad de la vida. </p>
<p>En <i>Tregua</i> es el ermitaño
Antero Freire, en su “Nostalgia y soledades”, quien se encarga de transmitir
esta idea a través del recurso clásico a la sucesión de las estaciones:
asociada la primavera a la infancia y la adolescencia al verano, todo lo que
nos queda es el otoño, con sus matices de añoranza y madurez, y el invierno,
que cierra el ciclo con el reconocimiento de la memoria en la ruina, la ceniza,
la sed y la melancolía. “Los nombres eran otros, pero todo era lo mismo”, dice
Freire: todo se repite, todo es cíclico y, por tanto, perecedero, y el paso del
tiempo va arrastrando generación tras generación como se suceden los años y las
estaciones. “Y todo es viejo,/ enero,/ y todo es nuevo”. Así mismo son poemas
de nostalgia de la casa familiar “Medellín, 5” y las dos entregas de “Casa
vacía”. </p>
<p>En ese poema retoma López Navia
la imagen de la vida como camino espiritual (la dedicatoria general de <i>Tregua</i>
es, en ese sentido, muy significativa); su heterónimo se ve “recorriendo/ cada
trecho/ de la vida en un sendero/ incierto”. José Antonio Arcediano, hablando
de <i>Sombras de la huella</i>, había asociado ese viaje con</p>
<p style="margin-left: 40px; text-align: left;"><span style="font-size: x-small;">[…] un “yo”
poético inmerso de pleno en ese devenir, en ese discurrir a través del tiempo,
en el cambio, en el movimiento, y lo está de tal manera que es y existe siempre
en referencia al antes y al después. Esa inmersión en el devenir hace que el “yo”
poético se aleje paulatinamente del antes, del pasado, un pasado remoto que
contiene los momentos de belleza y felicidad perdidos en algún punto del camino
y se halle situado en el ahora (un ahora dinámico y extenso, un ahora en
movimiento) caracterizado por la pérdida y la nostalgia de lo perdido, por el
dolor, la tristeza, la melancolía, así como por la ansiedad de lo no alcanzado,
aunque conservando un atisbo de esperanza, una esperanza puesta en el después,
en el futuro, que atesora la consecución de los deseos, sueños y anhelos del
“yo”, sostenidos en la intuición de la trascendencia, en la creencia en un Dios
que es causa y motor de su existencia.</span></p>
<p>El <i>homo viator</i> ‒el
caminante alegórico, el peregrino, el caballero andante‒, un tópico clásico bien estudiado, es consustancial a la voz poética
de López Navia, que ha construido libros enteros en torno a la idea del viaje. Se
detecta el sobrevuelo permanente de Don Quijote y Sancho, pero también están la
poesía trovadoresca, la novela bizantina, los poemas de Machado... Así nació en
su momento su <i>Canción de ausencia rota de mi señor Silente</i>, un poema
largo estructurado en torno al viaje de un caballero que huye de manifestar su
amor en pos de la desaparición. En <i>Tregua</i>, la idea de camino aparece
aquí y allá, siendo significativo el poema “<i>Intermezzo</i>”, en el que la
voz poética retoma la idea de viaje y hace un alto a un lado del camino y, tras
una reflexión, encuentra motivos para el optimismo y para la salud, con versos
finales de carácter estoico: “Para que no haya dudas, lo repito:/ acabo de cumplir
cincuenta años./ Lo que he dejado atrás, atrás se quede./ Pesa más el amor que
las heridas./ No necesito más. Nada me falta./ Hoy solo tengo todo por hacer/ y
en el punto final empieza todo.”</p>
<p>Entre tanta tribulación y tanta
dolorosa fe, López Navia suele encontrar la forma de preservar la preocupación
por lo social y por la ética inspirada en las enseñanzas del ermitaño Antero
Freire al joven Jacobo Sadness en materia de ética y retórica. Así sucede en
poemas solidarios como “Plegaria de tierra por Haití”. También reúne el volumen
en una sección elementos del mundo del poeta que anclan su voz poética a la
realidad hostil y le dan algún tipo de soporte: el hermano, la naturaleza
(asociada por un lado al tópico del <i>beatus ille</i> y, por otro, a la
nostalgia de la infancia), la casa familiar, la memoria… pero con suma
facilidad derivan de nuevo en ausencia y desarraigo. Y así mismo podemos
disfrutar en <i>Tregua</i> una serie de homenajes y epitafios a personajes
desaparecidos y de <i>estelas</i> a poetas admirados. Cierra el libro una colección
de delicados haikus de diversos temas.</p>
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiom5RyLWbQ7Rge-n8zzqxo-omfrRCyRgYx7ABRNkrkQgvLrOHS6u0Zdm1F6uF3XQCe_Q1bvkMHijuHHymOSML3GcheeQB0JoYNBkq0R5bAOJgzgLSjU4OQseuiHMZkhwDLNM91JAdIi4ta/s599/CUB2.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="599" data-original-width="381" height="383" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiom5RyLWbQ7Rge-n8zzqxo-omfrRCyRgYx7ABRNkrkQgvLrOHS6u0Zdm1F6uF3XQCe_Q1bvkMHijuHHymOSML3GcheeQB0JoYNBkq0R5bAOJgzgLSjU4OQseuiHMZkhwDLNM91JAdIi4ta/w244-h383/CUB2.jpg" width="244" /></a></div><p></p>
<p style="text-align: center;"><span style="font-size: x-small;">Portada de <i>Tregua</i>. </span></p><p style="text-align: center;"><span style="font-size: x-small;"><br /></span></p>
<p><span style="color: #990000;"><span><b><span style="font-size: medium;">2.<i>
Silentium amoris</i></span></b></span></span></p>
<p></p>
<p>El
tópico literario clásico del <i>silentium amoris</i> reaparece en <i>Tregua</i>
con fuerza. Su primera irrupción explícita en la obra de López Navia había
ocurrido en <i>Ética y retórica para Jacobo Sadness</i>, en un “Apéndice” que sirve
de puente entre la “Retórica a Jacobo Sadness” del ermitaño Freire, ya
subtitulada “<i>Ad silentium servandum ars rethorica</i>”, y la “Ética para
Jacobo Sadness” del mismo heterónimo. Este llamado apéndice, desarrollado en
dos partes y cinco poemas, se titula “<i>Silentium amoris</i>” y lo firma el joven
Sadness. En este conjunto, el poeta establecía a través de sus diversas voces
uno de los principios de su poética y de su temática: el silencio como
manifestación necesaria del amor.</p>
<p>El tópico venía de lejos; su significado
es múltiple y varía entre los poetas. En la poesía grecolatina está suficientemente
estudiado desde Asclepiades al bizantino Pablo Silenciario, pasando por
Calímaco, Catulo y otros muchos. En los poemas 6 y 55 de Catulo, por ejemplo,
el amor se calla porque avergüenza, pero ese silencio perjudica al amor, ya que
“<i>uerbosa gaudet Venus loquella</i>”. En ciertos epigramas de Silenciario, en
cambio, el silencio conviene al amor porque el misterio lo hace más excitante. </p>
<p>En la literatura trovadoresca, en
las cantigas de amigo, en los cancioneros castellanos y, en general, en el
código del amor cortés, el <i>silentium amoris</i> se identifica con el <i>secretum
amoris</i>: la discreción, la voluntad de mantener oculta la relación amorosa,
por ser ilícita o bien como “ejercicio de perfección para el amante, que nunca
ha de descubrir la causa de su sufrimiento, ni desvelar el nombre de su dama”. Así,
el sujeto lírico de cierta cantiga de Men Rodríguez Tenorio ruega a su amado
“que nunca vós, amig’, ajades/ amig’ a que o digades,/ nen eu non quer’ aver
amiga,/ meu amig’, a que o diga”; y en otra de Johan Baveca la mujer reprocha
así las consecuencias de la indiscreción: “Amigo, mal soubestes encoprir/ meu
feit”, si bien en otras ocasiones la dama del poema se vanagloria del amor público
de su amigo. </p>
<p>El tópico del silencio tomará
carta de naturaleza en obras de raíz petrarquista a partir del Renacimiento,
como estudió Aurora Egido. Ejemplos son el soneto XXXVIII de Garcilaso (“Estoy
contino en lágrimas bañado”), en el que la voz poética lamenta el mandato
cortés del “no osar deciros”; o el soneto XXXII de Cetina (“Aires süaves, que
mirando atentos”), en el que el amante llega a arrepentirse de esa obligación:
“Yo deseo callar, mas ¿qué aprovecha?” Pero hay más en Boscán, en Acuña, en san
Juan, en Argensola, en Herrera… El silencio, no obstante, en ocasiones pierde
su carácter de obligación más o menos tolerada y se convierte en reconocimiento
de la inefabilidad de la experiencia amorosa. </p>
<p>A lo largo de los siglos XVI y
XVII, la retórica del silencio se hace multiforme y asume todo tipo de matices (desde
el comedimiento que había recomendado Vives a la reticencia del capitán Aldana,
pasando por la franca defensa de la ruptura del <i>secretum amoris</i> por
Quevedo, los juegos dramáticos de Lope y Calderón, el silencio eremítico de
Bocángel, el misterio de Villamediana o la elipsis gongorina). En el contexto
de la parodia cervantina del libro de caballerías, don Quijote ama en secreto a
Dulcinea del Toboso, a quien solo ha visto cuatro veces en doce años sin
comunicarle jamás su amor. El secreto de amor alcanza hasta el pasaje en que el
Caballero de la Triste Figura lo rompe con el fin de enviar a su dama una
misiva a través de Sancho (I, XXV). Esa ruptura “le traerá de cabeza en la
primera y la segunda parte”.</p>
<p>Es en los sonetos amorosos del
conde de Villamediana, no obstante, donde quiero encontrar, más que un
antecedente, un aire de familia con el Jacobo Sadness de los <i>silentia amoris</i>.
Para Juan de Tassis, el silencio es en su soneto XI un “callado llorar por
ejercicio” cuyo mérito dignifica al amante, e insiste en “que el que acierta a
decirse no es cuidado”. En el número I pide: “Nadie escuche mi voz y triste
acento”, y en el LXIII asegura: “Sufrir quiero y callar; mas si algún día/ los
ojos descubrieran lo que siento,/ no castiguéis en mí su atrevimiento,/ que lo
que mueve Amor no es culpa mía”, lo que nos remite a una obra del siglo XIX que
no tardaremos en comentar. El soneto XV concluye: “ni el mérito me vale del
silencio,/ ni a descubrir me atrevo mi cuidado”; y en el LXVI retorna Juan de
Tassis a la inefabilidad del amor: “que no sé estilo o medio con que acierte/ a
declarar el bien y el mal que siento”. Villamediana es posiblemente el poeta
barroco que con mayor asiduidad y densidad reflexiona sobre el silencio del
amor y sobre su difícil y paradójico equilibrio contra la duda y el deseo de
manifestar la lágrima o la palabra, con una insistencia y una discreción tan
rematada que algunos de sus biógrafos han atribuido esa voluntad de silencio a
motivos biográficos: un amor prohibido por alguna de las amantes del Rey Felipe
IV o, incluso, por la reina Isabel de Borbón, sin que falten interpretaciones
que apuntan a otros amores en la época considerados ilícitos por naturaleza y
que habrían causado la muerte violenta del poeta en 1622.</p>
<p>Sorprende, y no poco, que sea la
figura del irlandés Oscar Wilde la que tienda puentes entre nuestro
Villamediana y nuestro López Navia. Uno de los poemas que publicó en 1881 por
partida doble en Londres y Boston se titula, precisamente, “<i>Silentium amoris</i>”.
Se trata de un poema de hermosísima cadencia y un enorme despliegue de
arcaísmos, juegos de paralelismo, paradojas, simbolismos y, en definitiva, una
atmósfera gótica deliciosa. En este texto Wilde viene a reincidir en el tópico
clásico que le da título y lo impregna de esa corriente interpretativa que nos
llega desde Cicerón y, pasando por Castiglione y Villamediana, desemboca en el
genio de Dublín, según la cual los ojos dicen lo que las palabras no pueden o
no deben decir. Wilde incurre en el silencio por pura inefabilidad del amor que
siente, sin que podamos distinguir a ciencia cierta lo inefable de lo
imposible, y termina optando por la separación en silencio: “Else it were better
we should part, and go,/ Thou to some lips of sweeter melody,/ And I to nurse
the barren memory/ Of unkissed kisses, and songs never sung”.</p>
<p>No podemos dejar de recordar, ya
en el siglo XX, los sonetos de Lorca conocidos como “del Amor Oscuro”, en los
que resulta difícil separar el elemento autobiográfico del creativo. En uno de
ellos el granadino toca el tópico en cuestión en términos de “secreto” y de “herida”:
“¡Ay voz secreta del amor oscuro!/ ¡ay balido sin lanas! ¡ay herida!/ ¡ay aguja
de hiel, camelia hundida!/ ¡ay corriente sin mar, ciudad sin muro!”. Llega a
aplicar al silencio una cualidad superlativa: “¡silencio sin confín!”, e insta
a la paradójica voz a alejarse: “Huye de mí, caliente voz de hielo”.</p>
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjhOyyW0IeYANXWXhwAooKenTFo0ngQtXyYpRX0qkkbXRbDKQg2He164EX7HEuTXgA187Jm-ftc1wV4sMoXAkgFA6LcvGG9m9d-rOdZDX6ZbyNyqerfezNEz7bCZSgll1Y5saTcJn6Sn7pw/s2048/RAFAEL_-_Sue%25C3%25B1o_del_Caballero_%2528National_Gallery_de_Londres%252C_1504._%25C3%2593leo_sobre_tabla%252C_17_x_17_cm%2529.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="2048" data-original-width="2005" height="328" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjhOyyW0IeYANXWXhwAooKenTFo0ngQtXyYpRX0qkkbXRbDKQg2He164EX7HEuTXgA187Jm-ftc1wV4sMoXAkgFA6LcvGG9m9d-rOdZDX6ZbyNyqerfezNEz7bCZSgll1Y5saTcJn6Sn7pw/w322-h328/RAFAEL_-_Sue%25C3%25B1o_del_Caballero_%2528National_Gallery_de_Londres%252C_1504._%25C3%2593leo_sobre_tabla%252C_17_x_17_cm%2529.jpg" width="322" /></a></div><div style="text-align: center;"><span style="font-size: x-small;"> </span></div><div style="text-align: center;"><span style="font-size: x-small;">Rafael Sanzio, <i>Sueño del caballero</i>, óleo sobre tabla, hacia 1504-1505 (Londres, Galería Nacional).</span></div><div style="text-align: center;"><span style="font-size: x-small;"> </span></div><div style="text-align: center;"><span style="font-size: x-small;"> </span></div>
<p></p>
<p><span style="color: #990000;"><b><span><span style="font-size: medium;">3. ¿Por qué calla Jacobo Sadness?</span></span></b></span></p>
<p></p>
<p>La
precedente revisión del recorrido del tópico que conocemos como <i>silentium
amoris</i> por la literatura de los últimos dos mil años nos permite comprender
mejor la obra de Santiago A. López Navia. Conocedor como es de la tradición
clásica, cabe suponer que la elección de un tópico tan definido para alumbrar
algunos de los mejores versos de su heterónimo Jacobo Sadness no es casual. Volvemos
a encontrar en el joven y supuestamente ficticio poeta desarraigado los
mecanismos utilizados por Garcilaso, Villamediana y Wilde, y nos asombran.
Sadness había hecho su presentación con sus sonetos de corte existencial en <i>Tremendo
arcángel</i> y con sus versos airados en <i>Sombras de la huella</i>, pero es
en <i>Ética y retórica para Jacobo Sadness</i> donde desarrollaba por primera
vez nuestro tópico. </p>
<p>En ese “<i>Silentium amoris</i>”,
el heterónimo de López Navia se somete al silencio como forma de protección.
“En el silencio forjo la alambrada/ que estrecha los dominios de mi herida”,
dice; y “En mi silencio duerme mi secreto./ A mi silencio debo cuanto ignoras./
Con mi silencio aliento la distancia”. Se trata de un silencio entendido como distancia
frente al dolor, pero aún no se ha explicitado cuál es el aspecto doloroso del
amor que sugiere el título. Continúa su “Declaración” en tres sonetos con un
lamento: la voz poética sufre la confusión entre voz y silencio y se queja de
la carga a la que este lo somete. “Mi voz y mi silencio se confunden/ en esta
tempestad de lluvia amarga/ que un día hirió mi alma con tu rayo.// Y sobre
estos cimientos que se hunden/ ya no soporto el lastre de mi carga/ de tanto
como pesa lo que callo”. Siguen los ecos del barroco en el hermoso tercer
soneto, en el que el silencio, que era “alambrada”, es percibido ahora como
“condena”. Dirigiéndose a un “tú” indefinido, la voz lírica afirma lo que será
el contenido principal del <i>Silente</i> que comentaremos a continuación con
un “tú nunca oirás la voz de enamorado”, y asegura su voluntad de jamás romper
ese silencio. La sucesión de paradojas enriquece el tópico y se revela como una
de sus manifestaciones más completas y densas de la historia de la literatura. En
el epílogo, Sadness afirma haberse quedado “a vivir, callado y solo,/ en un
mundo sin ti y sin tu saberlo”, negando al ser amado el conocimiento siquiera de
ese amor. Finalmente, repite “la palabra que expresa su única certeza”, es
decir, “nunca”, en un emocionante e inconfundible eco wildeano: si el dublinés
se proponía alimentar “la estéril memoria/ de los besos no dados, de las canciones
nunca cantadas”, López Navia a través de su heterónimo habla de las “palabras
nunca dichas” y concluye: “Y ya nunca será lo que no ha sido,/ y todas las
palabras serán nunca”. </p>
<p>López Navia había publicado muy
poco antes su <i>Canción de ausencia rota de mi señor Silente</i>, un poema que
ha sido calificado de <i>neorromántico</i> o <i>neotrovadoresco</i>. El nombre
del protagonista, un caballero que lo abandona todo y sale a viajar en pos del
olvido, es Silente, lo cual supone una nueva declaración de intenciones. Por su
parte, el nombre de la dama ideal amada por el caballero, Oniria (“Tan solo yo
conozco el secreto de las letras/ que encierran el misterio de la palabra
Oniria”), remite por etimología al sueño inalcanzable y por paronomasia a la
Oriana del <i>Amadís</i>, pero también, por anagrama, a la Ironía en un sentido
que quiero interpretar paciano: si la analogía es, para el poeta y pensador
mexicano, “reino de la palabra”, “ciencia de las correspondencias” e “hija del
tiempo lineal”, la ironía es “reverso de la palabra, la no-comunicación”, “manifestación
del tiempo cíclico”, “ruptura de la unidad”, “negación” y “manifestación de la
nada”. “Ironía y analogía son irreconciliables”, dice Paz; “la ironía es la
herida por la que se desangra la analogía”. “La analogía”, concluye, “termina en
silencio”. Y así termina el Caballero Silente, y así termina Jacobo Sadness. </p>
<p>En el <i>Silente</i> se ofrecen
algunas claves de la imposibilidad de este amor pero, sobre todo, se teje un
mundo de carencias, paradojas y negaciones en el que la voz lírica renuncia
activamente a la palabra de amor y se establece con firme decisión en el
silencio. En su versión del <i>silentium amoris</i>, López Navia niega la
comunicación del amor incluso a la persona amada. Sin embargo y como tantos
poetas que lo precedieron, lamenta la inutilidad de su “caminar discreto”: “De
nada me ha servido batirme en retirada/ guardando mi secreto de espías y
rumores”. El recuerdo del nombre de Oniria queda allá por donde pasa el
caballero, que solo puede errar sin esperanza. Y, como el protagonista del poema
de Wilde, Silente acepta el destino de ser separados: “a ti a no saber nada, a
mí a callarlo todo”. Finalizando el libro, afirma: “Nadie podrá saber lo que
nunca te dije/ y lo que tú no sabes a nadie ha de importarle”. Los motivos de
la literatura de caballerías, y los conceptos del amor cortés imponen al lector
del <i>Silente</i> una atmósfera de ensoñación medieval y de referencias
culturales que entroncan con la tradición anteriormente descrita, y que probablemente
hacen de este poema, de esta voz <i>rota</i> por la emoción, el más largo e
intenso desarrollo del tópico del silencio de amor en toda la historia de la
literatura. </p>
<p>Pero en 2020 llegamos a <i>Tregua</i>
y he aquí que Jacobo Sadness sigue aferrado a un tema que López Navia ha
remozado y devuelto a la circulación con extremada eficacia. El presente libro
incluye un “Segundo”, un “Tercer” y un “Cuarto <i>silentium amoris</i> de
Jacobo Sadness”, que insisten en la idea de soledad en términos de silencio. El
segundo de estos textos, subtitulado como homenaje a Bécquer, nos sorprende
porque Sadness habla en él por primera vez de la persona amada como alguien que
en realidad sí sospechaba o “sabía” del sentimiento de amor que le profesa la
voz lírica. Como si el <i>nunca</i> se estuviese diluyendo, en el último de
esos tres poemas vuelve la sorpresa cuando Sadness admite la posibilidad, aun
“en la esquina remota de algún sueño”, de “que el mapa de su nombre me lleve
hasta su puerto”, lo que también por primera vez supone una tímida fisura en la
condición silente de Jacobo Sadness, ese viejo conocido de Santiago López Navia.
Quizá un día nos explique con detalle por qué calla.</p>
<p> </p><p style="text-align: right;"><span style="font-size: x-small;">La versión anotada de este texto fue publicada como prólogo: “<i>Silentium
amoris</i>: repaso de algunos aspectos de la poética de <a name="_Hlk34687080">Santiago
A. López Navia </a>con la excusa de la publicación de <i>Tregua</i>”, prólogo a
Santiago A. López Navia, <i>Tregua</i>, Madrid: Los Papeles de Brighton, 2020, pp.
7-20.</span></p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-88020050400328176992019-11-17T13:36:00.000-08:002019-11-29T14:36:23.709-08:00Todo lo que nos queda por delante<span style="font-size: x-small;">[Néstor Villazón, <i>La culpa colectiva</i>. Sevilla: La Isla de Siltolá, 2019, 68 pp.].</span><br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg1LC3dd8ajAYFL1Q2X8uCEp70YK4WQ2VjWqZl10GPu_tNfEO40iMiQ5xwOwPe9mbgzpiVli3rpgTRcy8F9tnUJd8TAZRdptVM7-PNCX_8vbogmShs1-Th31GZ8CW2YntPxROSqTkmgS6g/s1600/La+culpa+colectiva+%2528cubierta%2529.jpg" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="900" data-original-width="643" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg1LC3dd8ajAYFL1Q2X8uCEp70YK4WQ2VjWqZl10GPu_tNfEO40iMiQ5xwOwPe9mbgzpiVli3rpgTRcy8F9tnUJd8TAZRdptVM7-PNCX_8vbogmShs1-Th31GZ8CW2YntPxROSqTkmgS6g/s320/La+culpa+colectiva+%2528cubierta%2529.jpg" width="228" /></a></div>
Desde el primer vistazo al índice se revela <i>La culpa colectiva</i> como un libro que indaga en torno al equilibrio vital y que, por más que la voz lírica acuda a procedimientos razonables, no acaba de encontrarlo y naufraga, a lo sumo, en el estoicismo y en el mal menor. Medir la realidad nunca deja de ser un proceso que queda en tentativa, y la estructura del poemario es significativa a ese respecto: cinco partes muy equilibradas pero no perfectamente iguales en número de poemas denotan afán por el orden pero también la resignación de quien se conforma con mantener a raya el caos.<br />
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<a href="https://nestorvillazon.wixsite.com/nestorvillazon" target="_blank">Néstor Villazón</a> (Gijón, 1982) es poeta y dramaturgo, y eso se hace ver en su ficción lírica, que, si no dialogada, siempre es dialógica: nunca falta un <i>tú</i> o un <i>vosotros</i> al que la voz poética pueda dirigirse en su exploración de la realidad y de sus sentimientos, requiriendo a veces de forma explícita al lector (“Imaginad a la mujer de vuestra vida […].// Ahora preguntadle qué quiere ella”, p. 39). Es así también cuando se autointerpela (“Ahora sabes del sentido del amor”, p. 19), disociándose de la misma voz poética para dirigirse a sí mismo en segunda persona.<br />
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Poema y vida son la misma carne. Así queda de manifiesto en el arranque del libro (“Nota de autor”) donde la frontera entre la voz poética y la voz del hombre queda difuminada ya desde la partida. Y la materia de la que están hechos tanto el poema como la vida es el amor, un amor indescifrable (“Amigos, el amor os sobrepasa.// Quien hable algún día de amor/ está mintiendo”, p. 15) que viene y va, sumiendo a la voz lírica en el ahora más acuciante hasta el final del libro (“Piensa que jamás hubo tiempo/ en el amor, sino el momento exacto”, p. 60). Un amor y un desamor que, de forma cotidianamente dramática, se superponen en los gestos y en el devenir, sembrando de apariencia y de fugacidad la vida y resolviéndola en abismo (“Los actos verdaderos”, p. 17) y en decepción (“El fin de la enseñanza”, p. 19), con la vida entendida como “una deuda que nadie entiende”. <br />
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El sujeto se revuelve contra todos, acusándolos de compartir un concepto engañoso del amor. Es la “culpa colectiva” (p. 23) de quienes se aferran a la quimera del amor y su recuerdo. Toda la segunda parte del libro, inspirada en un verso de Juan Luis Panero (“<i>Fueron antes los nombres y las fechas</i>”), desarrolla un ejercicio de confesión y de desmitificación de la memoria sentimental a través de la anécdota y de la reflexión. En la tercera parte del libro, Villazón despliega enumeraciones y anáforas que insisten machaconamente en el sentimiento de inanidad de la vida, como queriendo convencernos de que lo es todo menos solemne o heroica. Su “Resumen de una vida” (pp. 37-38) enlaza con el Ángel González más desengañado y cotidiano, y su “Contrato social” (p. 39) vuelve a insistir en el amor como intercambio de servicios, como hechura social vestida de idealismo; en definitiva, como <i>culpa colectiva</i>.<br />
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La despedida y el cierre del luto por un amor para dar paso al siguiente, con la lección aprendida (“El fin de la enseñanza”, p. 19) y una actitud mucho más desengañada o resignada (“<i>Acta est fabula</i>”, p. 56, “El final del cuento”, p. 58) centran la última parte del libro, que en “Despedida” define aparentemente lo que antes había dado por indefinible: “sabrás de amor/ cuando escribas el poema/ que huye de él” (p. 60), con un remate pleno de certezas inasibles.<br />
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El marco psicológico es mucho más importante que el imaginario en la poesía de Villazón, cuyo estilo, muy arraigado en el realismo (con referentes como el mencionado González, José María Fonollosa o Felipe Benítez Reyes), se sirve de un lenguaje llano y abunda en el uso de la antítesis y de figuras de pensamiento relacionadas, como la ironía o la paradoja, que maneja sin aspavientos. Dice en la p. 17: “mientras tú vuelves con la luz/ que solo da la noche”. Dice también, en la p. 49: “es cierto, ha sido un mal día,/ pero piensa en todo lo que nos queda por delante”, en una estupenda anfibología cuyo verdadera intención es imposible descifrar: ¿lo que nos queda por delante nos consuela o nos hace considerar la desdicha pasada como tan solo una minucia…? Se trata de una poesía muy rítmica, apoyada sin encorsetamiento en la métrica pero, sobre todo, en el juego de repeticiones, paralelismos, polisíndeton, anáforas: todo aquello que otorga a un poema una eficaz legibilidad y que está muy presente en la obra de este hombre del teatro. <b>El coloquio de los perros</b>.<br />
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Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-75737138906857556942017-08-20T07:47:00.000-07:002017-08-20T07:47:03.096-07:00Y con la justa pena[Ignacio González del Rey Rodríguez, <i>Pequeñas muertes</i>, León: Eolas Ediciones, 2017, 108 pp.]
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Ignacio González del Rey (Gijón, 1966) sigue la máxima de Gracián y, si lo que tenía que decir es bueno, la quirúrgica concisión con que lo hace en los densísimos poemas de <i>Pequeñas muertes</i> lo hacen acreedor a algo más que esta modesta reseña. El asturiano, autor anteriormente de <i>Vocación del día que comienza</i> (Madrid: Reus, 2009), practica una poesía breve y depurada, desnuda de todo lo que estorbe la percepción de sus preñadas paradojas. Ha conseguido llevar a puerto seguro el esfuerzo de evitar toda alharaca, todo patetismo en la expresión del desamparo. El resultado son versos cristalinos, purísimos, en los que el sinsentido de vivir se asume con cruda naturalidad. Cercanos a veces al haiku o al aforismo, nos empujan siempre a reflexionar sobre esas pequeñas muertes que esconde cada paso relevante o irrelevante de nuestras vidas, con su carga de tiempo y de desmemoria.
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Esa antítesis inspira explícitamente, a modo de manifiesto, el primer poema de la colección. En él se verbalizan los dos aspectos de la paradoja de nuestra existencia: la “muerte pequeña” que se relaciona con cada olvido es “[i]nmensa y diminuta”, “[t]errible/ y leve” (p. 9). El autor trae y lleva la memoria y el tiempo como si en ellos residiera la clave de todo: están en el mar (p. 13), en la madera y en la roca (p. 14), lo que parece reducir la memoria de lo humano a muy poca cosa. El paso del tiempo como pérdida aparece en numerosas ocasiones, a veces en imágenes prodigiosas (“el tiempo se nos duerme a los costados”, p. 20).
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Frente a esa intensa conciencia de la caducidad, la voz poética no busca consuelo en la palabra. He sentido que podría haber sido yo quien lo hubiera escrito (o, mejor dicho, me habría gustado poder hacerlo con tanta lucidez) cuando González del Rey desconfía del verbo como portador de certeza o identidad en un bellísimo, descorazonador, revelador poema en el que la palabra, “[e]n su certeza imprecisa”, “habla de sí,/ no puede/ contener en su signo o su sonido/ la exactitud de ningún significado” (p. 16). La vejez y la pérdida de la memoria aparecen también como espacios de despojamiento y soledad (pp. 24 y 49). El poeta solo parece atisbarle algún sentido a la existencia en la misteriosa belleza y la verdad callada de las cosas (<i>vg</i>. pp. 19, 44, 45, 76), pese a que la nostalgia aparece como una especie de intersección entre esa búsqueda de la belleza y la conciencia de la nada (<i>vg</i>. pp. 61, 78 y 89). No excluye la epifanía como método metafórico: aprovecha la observación de un motivo aparentemente modesto, como es la incidencia de la luz sobre el poso del vino, a la hora de elaborar un magistral, discretísimo, brillante resumen de la existencia (p. 23). En definitiva, no son las palabras las que crean el mundo, sino que requieren ‒como sugirió el emperador Marco Aurelio‒ “de la contemplación atenta de las cosas/ que, al ser observadas,/ nos digan su verdad” (p. 76).
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La ajenidad y la fugacidad del presente atraviesan el poemario (<i>vg</i>. pp. 31 y 37) y desembocan en una nueva, magnífica reedición del <i>carpe diem</i> horaciano, aunque su formulación sea, como el resto del libro, contenida, cuando González del Rey afirma: “Es ella la que empuja/ a vivir este instante,/ a inventar el deseo/ que nos colme mañana.// Es la muerte sabida,/ la certeza de paso,/ por quien vale la pena/ arañar cada hora” (p. 98). Reconocemos las aporías eleatas de Zenón y la geometría euclídea cuando habla de “[l]a equivocidad de la distancia” en aras de una interpretación existencial (pp. 55 ó 57); y su afirmación de que “[l]os límites/ afirman y niegan/ lo que alcanzan” tiene igualmente resonancias matemáticas y metafísicas (p. 67).
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El manejo de los recursos retóricos es tan diestro como natural. La ruptura de sistema como la definió Bousoño desencadena una nueva revelación en el cuasiaforismo “El fin/ justifica los miedos” (p. 30). Es deliciosa la dilogía presente en “El tiempo vuela/ y la muerte/ nada” (p. 80). La elipsis contribuye a la deseada concisión en fragmentos como “[m]añana y ayer/ tienen en común/ que nunca” (p. 31), o “[a]sí el olvido borra/ aquello que vivimos/ como si todo y tanto/ nada y nunca” (p. 79). La antítesis y la paradoja permean todo el libro e iluminan la realidad, como cuando expresan la radical desorientación existencial en términos de luces y sombras: “La luz total/ ciega.// ¿Oscuridad,/ acaso?” (p. 40); o cuando continúa en parecidos términos: “La noche/ saca a la luz/ todas las sombras” (p. 54); o “La sombra es el peso de la luz/ caída sobre un cuerpo/ desde otro cuerpo/ cansado” (p. 58). Es significativo el uso también paradójico del tiempo verbal: “mañana/ nunca fuimos” (p. 20). La personificación de las estaciones insiste en una conciencia cíclica del tiempo y en la caducidad del hombre (pp. 47 y 48).
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González del Rey es un poeta moderno, a la manera en que lo entendía el Octavio Paz de <i>Los hijos del limo</i>: la analogía y la ironía están siempre presentes en sus versos. <i>Pequeñas muertes</i> es, para seguir empleando términos paradójicos, un soberbio ejercicio de modestia. No podemos hablar de grito existencial porque un grito es precisamente lo único imposible de encontrar en un libro tan rico, sin embargo, en honduras. Su tono contenido y la humildad de su aproximación a la conciencia del desamparo se alinean con el mejor estoicismo clásico. Así, en algún momento el poeta pide: “Cuando el porvenir deje de ser,/ haya sido,/ y la ceniza cubra el nácar y la rosa,/ no os preocupéis de mí,/ no es nada” (p. 90). A punto de cerrarse el poemario, reconoce su deseo de acabar “[s]in dolor y sin miedo/ y con la justa pena” (p. 104): mesura hasta el final. Cuánto me habría gustado firmar este libro. <b>Luke</b>.<br />
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Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-22223260973346825692017-01-02T06:37:00.004-08:002017-02-11T10:18:28.146-08:00Desesperada belleza<span style="font-size: x-small;">[Diego González, <i>Planes para no estar muerto</i>, Mérida: Editora Regional de Extremadura, 2016]</span>
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<i>Planes para no estar muerto</i> es el cuarto título de Diego González (Villanueva de la Serena, 1970), que ya había publicado una novela ganadora del Premio Felipe Trigo en 2006 y dos poemarios. Se trata de una novela breve de tema y tono orientales que difícilmente escapa al calificativo de poética. La anécdota en que se basa se puede contar en escasas líneas y el número de sus personajes cabe en los dedos de una mano; pero a lo largo de su cuidada estructura espiral se encuentra el desarrollo de todo un espacio psicológico y simbólico que atrae al lector, sin remedio, hasta su vórtice final.
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Mediante el empleo de un lenguaje conciso y contenido, a ratos sentencioso y casi siempre lírico, de un ritmo moroso pero constante, González consigue hacer avanzar la acción hacia un desenlace de decepción existencial; pero el mérito de esta novela no estriba en la anécdota, sino en ir apuntalando, a través de símbolos y fraseos de raíz oriental, una lúcida visión universal de la realidad. <i>Planes</i> es un planto moderno; un hermosísimo canto al desarraigo que hace residir la identidad en la memoria de las cosas; mejor, en el <i>no olvido</i> de las cosas. La alienación radical que acarrea la conciencia de la muerte no supone en este texto duda, incertidumbre ni ignorancia; bien al contrario, no hay mayor certeza en él que el hecho de que la muerte llegará, y la única escapatoria que se concede al protagonista –a la voz poética que narra esta novela– es la de procurar que la identidad de su <i>partenaire</i> no desaparezca: que la muerte de su cuerpo no se produzca antes que la muerte de su memoria.
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La desmemoria aparece, así, como muerte en vida o como primera muerte; y la salvación es una salvación en la alteridad, que en nada afecta, sin embargo, a la identidad propia: “¿Quién cuidará de mí –se pregunta, en fin, la primera persona– cuando pierda la cara?”, siendo la cara en el contexto simbólico utilizado trasunto de esa identidad individual. En efecto, el procedimiento que los personajes y su tradición urden para eludir la mortalidad –cierto ejercicio de escritura– no tiene por objeto convocar la propia memoria, sino conjurar el olvido ajeno y, como todo lo demás, tiene también su plazo: la caducidad del signo es la caducidad de la memoria, o sea, la caducidad del hombre.
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La novela es suma de dieciséis fragmentos que podrían funcionar por sí solos, desde el punto de vista narrativo (como microrrelatos) pero, sobre todo, desde el estético. <i>Planes</i> es, pese a desarrollarse básicamente en un espacio psicológico, o tal vez precisamente por ello, un libro muy visual: una serie de secuencias –frecuentemente en primer plano– de enorme potencia sugestiva. La disposición narrativa en círculos casi concéntricos en los que los motivos van y vienen, se repiten, se sugieren, se omiten o se amplían demoradamente, permite que, antes de aproximarse al desenlace, el lector se encuentre sumergido de lleno en ese contexto simbólico e ideológico. Como sucede con la poesía, hablamos de un libro que no puede leerse una sola vez: tras la primera aproximación, el lector vuelve atrás para disfrutar de ángulos reveladores, de pasajes cuya importancia se le ocultó pero que, en segunda lectura, adquieren tintes visionarios. La eficaz combinación de recursos narrativos y líricos redunda en el efecto persuasivo y no deja al que lee otra salida que dejarse arrastrar irremisiblemente, como los personajes de esta joya que es <i>Planes para no estar muerto</i>, al fondo de un pozo de desesperada belleza. <b>Luke</b>.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-14048077551675901582017-01-01T08:45:00.000-08:002017-04-11T09:50:44.724-07:00Parecidos razonables<span style="font-size: x-small;">[Jorge Rodríguez Padrón, <i>Katherine Mansfield y Alonso Quesada. Ser una de esas islas</i>, Rivas-Vaciamadrid: Mercurio Editorial, 2016]
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Un viejo y querido profesor de mis años de facultad, experto en hacer pensar a sus alumnos, propuso en cierta ocasión, con un guiño travieso: “¿No va siendo hora de estudiar la influencia de César Vallejo en la obra de Quevedo?”. La idea, tan aparentemente peregrina, ofrecía todo un programa desestabilizador que a algunos nos resultaba sumamente atractivo. Lo más parecido a esa sensación que he experimentado en los últimos años procede de mi reciente lectura del ensayo <i>Katherine Mansfield y Alonso Quesada. Ser una de esas islas</i>, de Jorge Rodríguez Padrón, en el que el canario coteja las obras de dos autores perfectamente desconocidos entre sí. La neozelandesa Mansfield (1888-1923) y el español Quesada (1886-1925) nunca se conocieron y es imposible que jamás se leyeran. Las coincidencias entre ambos son, no obstante, muy notorias; y el hecho de que Rodríguez Padrón recurra a la literatura comparada, tremendamente infrecuente en la crítica española, tan asida a lo castizo. Pero lo había dejado escrito Claudio Guillén: “Si la poesía es la tentativa por reunir lo que fue escindido, el estudio de las literaturas es un intento segundo, una metatentativa, por congregar, descubrir o confrontar las creaciones producidas en los más dispares y dispersos lugares y momentos: lo uno y lo diverso”. Ese es, aquí, el trabajo de Rodríguez Padrón, tan interesado siempre por lo que ha llamado “memoria literaria europea” del siglo XX.
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Efectivamente, desde el punto de vista biográfico, tanto Mansfield como Quesada son isleños; ambos, coetáneos casi perfectos, efectúan incursiones frustradas en el exterior y son descritos por Rodríguez Padrón como “rebeldes e intransigentes” a la par que “frágiles y solitarios”; de una u otra manera –vital, literariamente– ambos maduran de vuelta en la insularidad; y los dos se ven determinados de forma implacable por la enfermedad –la tisis en ambos casos. Los dos separan su yo vital de su yo literario y lo marcan mediante el correspondiente pseudónimo. Las coincidencias son a veces asombrosas; pero si el ensayo se limitase a una enumeración de paralelismos vitales, por muchos y sutiles que estos sean, su cotejo no sería más que un divertimento biográfico. Rodríguez Padrón se acerca a sus obras, que conoce bien, y extrae conclusiones nada caprichosas en el territorio de lo supranacional literario.
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Excluida la idea de intertextualidad en sentido estricto, la relación que pueda existir entre las obras de Alonso Quesada y Katherine Mansfield solo puede atribuirse a una intertextualidad en un sentido muy lato, derivada de compartir circunstancias similares en una Europa literaria común. No hablo de la vieja idea romántica de la unidad de la literatura europea, basada en un concepto casi genealógico del caudal ideológico común o de la historia compartida, una idea que impregnó el origen del comparatismo pero nunca pudo oscurecer el hecho de que, frente a lo uno y compartido, existe lo diverso, lo individual e intransferible, lo que precisamente hace de cada creación una obra única e inimitable y un objeto de interés crítico. No: hablo –habla, más bien, Rodríguez Padrón– de una actitud especial ante la literatura y de unas consecuencias textuales concretas que comparten, particularmente, Quesada y Mansfield frente a la gran masa de sus autores coetáneos. En ambos escritores existe una conciencia <i>moderna</i> de la identidad rota, eso que –decíamos– la poesía aspira infructuosamente a recomponer. Y, por tanto, su escritura es, independientemente del género al que se adscriba (los relatos de la de Wellington, los poemas y novelas del canario) de carácter eminentemente poético.
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La perspectiva literaria de Quesada y Mansfield, nos dice el ensayista grancanario, se basa en el “debate con las formas consagradas por el siglo XIX que sobre ellos gravitan”, a saber, respectivamente, el costumbrismo español y la novela victoriana. Su “voluntad de diferencia”, sin embargo, no los conduce a incurrir en los <i>ismos</i> tan en boga en su época. No son, ni Quesada ni Mansfield, escritores de vanguardia, militantes que asuman postulados colectivos; su ironía, su desdén hacia las convenciones sociales y literarias no les permite, tampoco, caer en nuevas convenciones. Intentarán “poner en cuestión la escritura literaria convencional de su tiempo” y, en ese camino, sacudir “los órdenes de la lengua en que esa última escritura se encierra”; pero recurre el autor del ensayo a Joseph Brodsky cuando rechaza el discurso de la ruptura de las vanguardias por suponer una nueva atadura: “porque en ellas no es el escritor el que elige la manera, es la propia cultura la que acaba por imponérsela: una mera alternativa estética”. La clave de la subversión de Quesada y de Mansfield no sería, por tanto, meramente estética, sino moral y existencial.
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Rodríguez Padrón desvela algunas características compartidas de la escritura de sus dos objetos de estudio: la forma eminentemente dramática, el uso de la personificación, los signos de la narración reducidos al mínimo (son sus propios personajes los que transmiten el pensamiento de los autores); el aislamiento y la extrañeza de esos personajes y su capacidad de representar la “conciencia escindida, fronteriza” tan siglo XX de sus autores; la sintaxis narrativa sincopada y fragmentaria –su querencia cinematográfica, casi fotográfica–, que implica también una noción contemporánea del tiempo… Si Mansfield califica lo que hace de “prosa especial”, Quesada hará de su narrativa otra forma de poesía. Ambos terminarán ciñéndose a la infancia allá en el Pacífico (ella) y al contexto insular (él), pero no para refugiarse en el pasado, sino para adquirir debida distancia de la realidad que críticamente retratan. Y el resultado es una siempre fértil manifestación de la incertidumbre, un hondo elemento existencial: la ironía, la conciencia de la mortalidad sobre la que tanto y tan bien escribió Octavio Paz. De ambos escritores afirma Rodríguez Padrón que no son ya, por tanto, siglo XIX. A esa <i>moderna</i> incertidumbre se añaden la crítica social y moral; la deshumanización; el sobresalto vital que se refleja en “la respiración de la prosa”… Como ejemplo de soluciones similares aporta, entre otros pasajes, sendos fragmentos del relato “En la bahía” de Mansfield y de la novela <i>Las inquietudes del Hall</i> de Quesada. Los dos son de 1922.
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Y todo nos lo cuenta Jorge Rodríguez Padrón con su estilo habitual: una prosa barroca, fluida y caracoleante, pero humilde y muy explícita, que no renuncia a ninguno de los índices de la reflexión, como si se estuviera dirigiendo oralmente a un público o, aún mejor, comunicando sus meditaciones, en un ambiente tal vez discreto y acogedor, a una compañía de amigos por los que sintiese el mejor de los afectos. Con ese respeto suyo a la inteligencia que un buen lector tanto aprecia. <b>Agitadoras. Luke</b>.
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-61099075897192580512016-03-15T11:46:00.000-07:002016-03-15T11:51:45.826-07:00El profeta de la libertad<span style="font-size: x-small;">[Walt Whitman, <i>Hojas de hierba</i>, edición bilingüe de Eduardo Moga, Galaxia Gutenberg, 2014]
</span><br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjiu9pBx8u2eE1GuZuNJyw1ZsC3TAit_oOydnC0EC8Nr9ryVcXrDRjBqFqbu3WLnIvkP1Ishr5wE4Jff1qHrN-JA3fedExH89HdcbWVb2j79cXhFD_mY3yKiIgRjPUEVW8FSKhpoYTaWSE/s1600/ww.jpg" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjiu9pBx8u2eE1GuZuNJyw1ZsC3TAit_oOydnC0EC8Nr9ryVcXrDRjBqFqbu3WLnIvkP1Ishr5wE4Jff1qHrN-JA3fedExH89HdcbWVb2j79cXhFD_mY3yKiIgRjPUEVW8FSKhpoYTaWSE/s320/ww.jpg" width="193" /></a></div>
Walt Whitman (Nueva York, 1819-Camden, 1892) ha pasado a la historia de la literatura como el poeta de América y como el gran renovador de la lírica anglosajona. Imbuido –por influencia de Ralph Waldo Emerson– de una noción trascendentalista de su tarea como poeta, su voz es la del profeta y visionario. En su deseo de cantar al héroe colectivo de la democracia que nace, frente a la vieja épica aristocrática del héroe individual, <i>Hojas de hierba</i> se constituye de hecho en un vasto caleidoscopio de la Norteamérica del siglo XIX. La nueva épica requiere un nuevo lenguaje y sus versos abandonan el tradicional ritmo yámbico para abandonarse al ritmo del pensamiento (con cierto aliento oratorio que le era querido), a una respiración prolongada y a una sintaxis intuitiva. Adopta todos los registros léxicos, sin despreciar las palabras soeces que nunca habían tenido cabida en la poesía, ya que en sus poemas cabe todo; también lo sucio, lo feo o lo que es tabú. La creación poética lo conduce a la comunión con una realidad poliédrica que construye desde su percepción visionaria y que a su vez lo va construyendo a él conforme el libro sufre ampliaciones a lo largo de las décadas. Todo se relaciona en el mundo whitmaniano, sin que ningún hecho ni persona destaque sobre los demás: el estadista a la misma, democrática altura que el carpintero o el indígena; los grandes accidentes geográficos junto a la locomotora y el barco de vela. El afán totalizador a menudo no puede expresarse sino con enumeraciones y catálogos exhaustivos, ya que nombrar equivale a descubrir y, por tanto, a revelar, como es misión de todo profeta.
<br />
<br />
Y, sin embargo, ese universo circular y comprensivo se articula sobre un eje: el yo del poeta. De hecho, el poemario es un permanente diálogo en busca del equilibrio entre el yo y los otros. Cesare Pavese advirtió la paradoja: “No canta jamás a Norteamérica: canta de sí mismo absorto en el descubrimiento de Norteamérica como entidad política […], pero canta también de sí mismo absorto en el descubrimiento de la vida en la cual Norteamérica no es más que un átomo o […] un símbolo.” La búsqueda de Whitman es religiosa, pero de una religión alejada de la tradición y de la mediación ritual: la religión de la libertad. Pavese (de nuevo) identifica los poemas del neoyorquino como “un himno al perfecto individuo whitmaniano que experimenta la alegría, la salud, la libertad de sus contactos con las cosas del universo”. También José Martí se detiene en ello: “Creíais la religión perdida, porque estaba mudando de forma sobre vuestras cabezas. Levantaos, porque vosotros sois los sacerdotes. La libertad es la religión definitiva. Y la poesía de la libertad el culto nuevo”. Es la libertad de un alma que quiere comulgar con el alma de la realidad mediante su observación y libre goce, donde nada es sucio porque todo es sagrado; un alma que tiende al panteísmo y que, sin embargo, nunca deja de tener plena conciencia de su individualidad. Los versículos de “Ahora, cantos precedentes, adiós”, escrito en 1888 bajo el peso de la enfermedad y el temor de la muerte, describe sus poemas como “nacidos de las fibras de mi corazón, de mi garganta y mi lengua (la sangre caliente, palpitante, de mi vida,/ el impulso y la forma personales para mí, no meramente papel, o tinta y tipos automáticos),/ y cada uno, cada expresión del pasado, con su propia y larga historia/ de vida o de muerte, o de soldados heridos, o del país en peligro o a salvo”, y con ellos el poeta contrapone ese universo poético proliferante y tendente a abarcarlo todo y a constituirse en materia viva del yo (“¡Oh, cielos, qué destello y qué inacabable tren de todo, puesto en marcha!”) con la presente experiencia del final de su ciclo vital: “¡qué migaja despreciable, en el mejor de los casos!” La misión profética da sentido, pues, a la voz poética, quizá porque la propia vida del humanísimo individuo Whitman, en el fondo, también importa.
<br />
<br />
El poeta Eduardo Moga incorpora una detallada introducción que repasa razonadamente la vida del poeta, el significado de <i>Hojas de hierba</i> en la literatura anglosajona, su recepción crítica del momento y la importante influencia que ejerció en las literaturas hispánicas, de Martí a Ernesto Cardenal pasando por Rubén, Borges, Huidobro, Lorca o Neruda entre otros. También se demora en explicar el lugar de su traducción con respecto a la serie de las que hasta el momento existían, desde la primera de Armando Vasseur (1912), influyente durante décadas pero bastante deficiente, hasta la de Borges (1969), laboriosísima y de gran calidad profesional y literaria, pero quizá excesivamente lacónica, pasando entre otras por la muy polémica de León Felipe (1941). El barcelonés, que ya había traducido a otros autores norteamericanos (Frank O’Hara, Carl Sandburg, Charles Bukowski, Tess Gallagher, Billy Collins, William Faulkner), sortea con éxito las dificultades propias de la versión al español de un universo total expresado en un inglés a veces local y a veces técnico, otras arcaico y muchas neológico, con un ritmo oratorio pero enumerativo o repetitivo que no siempre se aviene bien con la prosodia del español y sus implicaciones semánticas, y con una puntuación a veces enloquecida... De entre todas las ediciones que se publicaron en vida del autor, Moga opta por la de 1892, la llamada <i>edición del lecho de muerte</i> por tratarse de la autorizada por el propio Whitman muy poco antes de morir, un deseo que era razonable respetar. No creo que me equivoque si afirmo –y que Borges nos perdone– que estamos ante la nueva traducción de referencia de <i>Hojas de hierba</i>. <b>Estación Poesía</b>. <b>Caravansari</b>.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-20405647433586697422016-02-15T09:05:00.000-08:002016-02-18T09:06:09.082-08:00Los aforismos de Fernando Megías<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgAbBcBbpOzh5a8uA_5UNLcM7ADm3q1L0FdAIJ-zaRdN_jPZltu68Arcf0N2CMOKxq1vjQsFcvjIwVZwURg-ZZN8aBC0ZFgaJ3nEiesNTBqqhG0884evSRE6Xg3fO5A7TGRqNDY0HNrGi4/s1600/Fernando+Meg%25C3%25ADas+-+Ocurren+cosas+%25282009%2529.jpg" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="183" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgAbBcBbpOzh5a8uA_5UNLcM7ADm3q1L0FdAIJ-zaRdN_jPZltu68Arcf0N2CMOKxq1vjQsFcvjIwVZwURg-ZZN8aBC0ZFgaJ3nEiesNTBqqhG0884evSRE6Xg3fO5A7TGRqNDY0HNrGi4/s200/Fernando+Meg%25C3%25ADas+-+Ocurren+cosas+%25282009%2529.jpg" width="200" /></a></div>
Fernando Megías autoedita su producción artística. “Renuncié
a pintar; hace años que publico mis ideas en formato libro o vídeo. De esta
forma puedo sortear la industria del arte”, asegura. Sus ediciones, cuyo
exquisito diseño cuida Josep Feliu al detalle, incluyen fotografía, textos,
poesía visual y vídeo en acumulación interactiva y enriquecedora. La faceta que
más me gusta de Megías sigue siendo la de creador de aforismos o pensamientos para
los que la fotografía suele ser, más que un apoyo gráfico, un contrapunto
absurdo o humorístico. Los aforismos de Megías, que desbordan lucidez,
constituyen una potentísima arma de destrucción masiva contra el lugar común y
la ramplonería. La comodidad es sacrificada sin piedad en aras de la
desautomatización del pensamiento, a través de la sorpresa, el humor, la ruptura
de la concatenación habitual del discurso y una pura y lapidaria concisión.
“Sólo algunas víctimas tienen éxito”, afirma; “la mayoría de ellas pasan
desapercibidas”. O describe: “La vida, ese instante en la flecha del tiempo
donde las injusticias se acumulan”. O: “La identidad no es más que una idea
fija”. Leyendo a Megías es difícil eludir la certeza de que nada de lo humano
es otra cosa que percepción. Destacan en su producción el magnífico <i style="mso-bidi-font-style: normal;">Modos de ver</i> (2006), <i style="mso-bidi-font-style: normal;">Ocurren cosas</i> (2009) y <i style="mso-bidi-font-style: normal;">Entre ortos y ocasos</i> (2014). <b>El Mundo-El Día de Baleares</b>.<br />
<br />
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-61694641346307626622013-05-01T14:57:00.000-07:002013-07-05T13:24:50.307-07:00Lenguaje, libertad y pucheros<span style="font-size: x-small;">[Javier
Guzmán, <i>El cocinero del Papa</i>, Alpedrete (Madrid): La Discreta, 2012]</span><br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh97pLxg2rUSTaR_UGNwxHszt5hl5uWj4UhPzmQ97wHWgdJOS-9oDWlvSl1tWdSalN0Ly1kmEKOuuChFI6_BKz15vBizbd4C1ok7ueHz0cMLoEdnj0rOheHTXFqMXt3jU5A3syx7vD4sOo/s1600/cocinero_del_papa_1.jpg" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh97pLxg2rUSTaR_UGNwxHszt5hl5uWj4UhPzmQ97wHWgdJOS-9oDWlvSl1tWdSalN0Ly1kmEKOuuChFI6_BKz15vBizbd4C1ok7ueHz0cMLoEdnj0rOheHTXFqMXt3jU5A3syx7vD4sOo/s320/cocinero_del_papa_1.jpg" width="208" /></a></div>
Nadie diría
de tan experto manipulador del lenguaje que <a href="http://www.ladiscreta.com/javier_guzman.htm" target="_blank"><i style="mso-bidi-font-style: normal;">El cocinero del Papa</i></a> fuese solamente su segunda novela. Sin embargo, así es: en
la bibliografía del autor solo la precede <i style="mso-bidi-font-style: normal;">Brigada
Lincoln</i> (2000, X Premio de Narrativa Gonzalo Torrente Ballester). Javier
Guzmán fabrica un mundo, el de Almedina (Teruel), que se caracteriza por dos
rasgos sin cuya concurrencia, pese a lo perogrullesco de su enunciado, un texto
escrito no puede convertirse en novela: lo habitan personas de carne y hueso; y
estas personas se comunican a través de un lenguaje denso, vivo e igualmente
carnoso.<br />
<br />
El argumento
de la novela se sostiene a través de episodios tiernos o descacharrantes,
pasajes reflexivos y magníficas descripciones culinarias. Sus protagonistas están
tan dotados de tal personalidad que pertenecen, sin miedo a exagerar, a ese
puñado de personajes memorables que todos, sin querer, escogemos. Y la lengua
en que hablan es de una densidad –que no rebuscamiento- muy loable. Guzmán
demuestra su pasión por la lengua española desde el momento en que con la
máxima naturalidad es capaz de atribuir a cada hablante el dialecto que le toca
por su origen: vasco, venezolano, aragonés… El discurso metalingüístico forma a
menudo parte del propio escenario y señala la intensidad de la reflexión de
Guzmán sobre su herramienta.<br />
<br />
Pero, además,
esa reflexión se revela como una reflexión ética y política. <i>El cocinero del Papa</i>, que
refleja el triste contexto político de la España de principios del siglo XXI -la
trama gira en torno a los antecedentes terroristas de un cocinero vasco-, transmite
la opinión políticamente poco correcta de que el lenguaje es una parte fundamental
de la identidad, sí, pero una parte que no viene determinada por la historia,
la geografía o la sangre, sino por la elección libérrima del individuo. Toda
identidad es individual o es imposición, y el lenguaje con el que nos
identificamos también es una elección individual.<br />
<br />
Guzmán da en
el clavo del debate identitario que empobrece el discurso público desde que los
nacionalismos consiguieron hacerse pasar por opción de progreso cultural y político: el lenguaje no es tan sagrado, viene a decir el autor, como la propia voluntad de
escogerlo y usarlo con honestidad. Y lo que sucede con el lenguaje
sucede con todos los demás elementos que afectan a los personajes de esta novela,
que resulta ser, tras no poca diversión, un guiso de mucha sustancia. <b>Agitadoras. Omnia.</b><br />
<div class="MsoNormal" style="margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm;">
<br /></div>
Unknownnoreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-60696883866058089832012-10-20T10:17:00.000-07:002013-01-02T07:00:22.102-08:00Una novela sobre el conocimiento y la libertad del hombre<span style="font-size: x-small;">[Carlos Gámez, <i>Artefactos</i>, IX Premio Cafè Món, Palma de Mallorca: Sloper, 2012.]</span><br />
<br />
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjYVEZMpst8OirKOSl5VVLISSLTnrEe2FN8V14v-NnbAhjFfXUGRj63-b64ac7LZYxBelFFTQrVLUscXo_edRHZ7ovS-DhUaH8KsgjRzdcFiF2I7g48rlcEuNbNApllNTeEYbnPTuDOikY/s1600/CGA.jpeg" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjYVEZMpst8OirKOSl5VVLISSLTnrEe2FN8V14v-NnbAhjFfXUGRj63-b64ac7LZYxBelFFTQrVLUscXo_edRHZ7ovS-DhUaH8KsgjRzdcFiF2I7g48rlcEuNbNApllNTeEYbnPTuDOikY/s320/CGA.jpeg" width="197" /></a>Me interesa toda obra de arte que encierre un discurso, una propuesta: no necesariamente un posicionamiento moral, y menos alguno en concreto, pero sí un planteamiento de cuestiones que tengan que ver con el hombre. La literatura como mero juego, como diversión asociada a una realidad que se sobrevuela sin juzgar, la literatura en la que todo aparece como válido, no me interesa. Por eso me interesa tanto <i>Artefactos</i>, un libro que, pese a beber de los libros de su tiempo y reproducir algunos de sus rasgos, supera el pensamiento débil que caracteriza la literatura posmoderna.<br />
<br />
Presentada como novela de ciencia-ficción, la <i>opera prima</i> de Carlos Gámez (físico, diplomado superior en Historia de las Ciencias y estudioso de la relación entre ciencias y literatura) utiliza el ámbito del conocimiento científico para explorar la realidad: la ciencia como recurso, no como tema. No estamos hablando de un subgénero, sino de un nuevo realismo puesto al día a través de la ciencia. Entre los elementos que configuran la trama hallamos las conexiones entre la lingüística y las neurociencias, la física cuántica y en particular la computación cuántica (que explica percepciones paranormales), el tráfico de neurocircuitos integrados...<br />
<br />
Uno de los personajes de <i>Artefactos</i> asegura que “no hay flujo de conciencia” (p. 14), una idea posmoderna que sugiere la incapacidad de aprehender la realidad más allá de la mera percepción, aunque veremos que la novela cuestiona esa idea. Otros rasgos posmodernos claros son las alusiones alternas a la cultura pop y a la cultura canónica; la presencia de las marcas comerciales; el cosmopolitismo dominante y la globalización que se resuelve en escenarios múltiples (vía inmigración, turismo, viajes, becas de estudios, comunicación digital); y, sobre todo, la omnipresencia de la tecnología, especialmente en materia de comunicación.<br />
<br />
Hay siempre uno o varios <i>artefactos</i> que determinan explícitamente cada relato, frecuentemente en relación absorbente con los personajes: la televisión, las videoconsolas, el ADSL, el control de rayos X del aeropuerto, el neurochip, el ingenioso casco <i>iTraveler</i>... En determinado momento se nos dice lo siguiente:<br />
<br />
<blockquote>
La imagen de la máquina en toda su amplitud me sobrepasa. Entiendo las relaciones invisibles que nos gobiernan. Asumo que volvemos a estar en manos de la Providencia, que es cuántica. Descubro la verdad, si eso es posible (p. 78).</blockquote>
<br />
El hecho tecnológico se refleja en la escritura y en la estructura del texto, al que a veces accedemos en formato blog, como correo electrónico, simulando el hipertexto, mediante enlaces externos o, incluso, a través de la reproducción de determinadas interfaces.<br />
<br />
Sin embargo, asoma en este libro la superación de la mencionada aproximación posmoderna al mundo. En él se habla de pensiones, de racismo contra los europeos de tercera generación, de la industria farmacéutica, del rencor de clase y del rencor de raza, de la explotación laboral, del consumismo. Todo eso es el futuro en <i>Artefactos</i>, y late en el discurso de Gámez una conciencia crítica y preocupada por ese futuro desolado. En particular, hay una preocupación geopolítica en la previsión de una Unión Europea refundada, seguramente no en un sentido más democrático ni más justo.<br />
<br />
El multiculturalismo que se respira y las menciones a la cultura pop no implican aquí pensamiento débil; encuentro en este libro preocupaciones existenciales y metafísicas, y las explicaciones sugeridas ponen en valor la ciencia y el mundo académico como acceso privilegiado a la solución de los problemas. En resumidas cuentas, <i>Artefactos</i> es una novela sobre la relación entre la percepción, el conocimiento y el uso de mecanismos de evasión como las drogas y las nuevas tecnologías, con pasajes reveladores a este respecto. Y, por consiguiente, una novela que juega con pericia con la epistemología.<br />
<br />
El autoanálisis está presente en todo el libro, pero sobre todo en el magnífico “Cuento cuántico”, en el que el componente psicológico es muy potente; llevado a veces a extremos cómicos, como en la escena del burdel, o grotescos, como cuando convierte la mera cumplimentación de un formulario <i>online</i> en todo un análisis de personalidad, el relato se centra explícitamente en el problema de la percepción, aclarando a cada momento que todo lo que el sujeto opina de la realidad se basa en “impresiones” (pp. 47 y ss.).<br />
<br />
El paso del tiempo es en sí mismo un elemento existencial: el vértigo se manifiesta en unos topónimos que -de manera inverosímil- cambian a más velocidad incluso que las generaciones que se suceden (“la ciudad que en el futuro no será conocida/ pronto no será conocida/ ya no es conocida/ anteriormente conocida como Barcelona/ Berlín/ Manchester, etc.”) y sugiere en el lector que los personajes son muñecos en manos de las circunstancias, sin anclaje existencial. <i>Artefactos</i> sugiere y en ocasiones declara el desarraigo. Mientras otros topónimos evolucionan, Suiza sigue siendo Suiza: como si el poder del dinero no sufriese los efectos del tiempo.<br />
<br />
Gámez identifica las drogas y la tecnología como mecanismos de evasión fuertemente determinantes de la percepción de la realidad, pero va más allá del hedonismo posmoderno. No se limita a describir el consumismo, sino que acecha su componente de sufrimiento, su aspecto de búsqueda de sustitutos para la imaginación. Hay una crítica a la deshumanización en todo ese proceso de sustitución artificial; el autor se abstiene de moralizar, pero tampoco permanece al margen: abre cuestiones existenciales, lo que en sí mismo ya constituye una justificación plausible para cualquier obra. Incluye <i>Artefactos</i> una referencia de pasada al <i>Mefisto</i> de Klaus Mann (pp. 79 y ss.), con lo que ello supone de valoración de la voluntad humana por encima del determinismo de los pactos con el diablo (con la tecnología, en este caso).<br />
<br />
La narración es solo aparentemente fragmentaria. Los relatos que la componen se interrelacionan, pertenecen a ámbitos diversos que, no obstante, representan un mismo mundo global con problemas y soluciones semejantes. De una enorme eficacia en el empleo de un lenguaje exento de adornos, Gámez recurre también con inteligencia a la metanarración. En determinado momento y sirviéndose de la ficción tecnológica, el narrador se autoexpone, pero no solo para cuestionar con Pirandello o Unamuno el estatus del hombre (bien de demiurgo, bien de pelele en manos de quién sabe qué), sino de manera perfectamente integrada con la interpretación que hace de una realidad altamente tecnologizada y del problema de la mediatización de la percepción por esa tecnología. Es revelador el siguiente párrafo, en boca de uno de los personajes:<br />
<br />
<blockquote>
Soy el narrador. No hay nadie más poderoso que un narrador. Puede simular no saber nada aunque lo conoce todo de la historia que está armando. Tiene la capacidad de hacerse invisible mientras maneja los hilos de la trama. Resulta más propio de la ciencia ficción que del realismo, el narrador (p. 90).</blockquote>
<br />
Para corroborar el posicionamiento no posmoderno del autor en clave metanarrativa, la narradora del último relato confiesa la limitación de su control cibernético de la situación, en abierta contradicción con el párrafo anterior, toda vez que <br />
<br />
<blockquote>
Manel ha irrumpido en el relato de forma vital y expansiva, lo que me obliga a enfrentarme a lo contradictorio, incongruente y voluble que pervive en los seres humanos. Algo que cuesta mucho expresar pese a la tecnología que nos envuelve (p. 123).</blockquote>
<br />
El narrador-dios que todo lo puede a través de la tecnología conoce aquí dónde están los límites de su poder: en la libertad imprevisible del ser humano. <b>Agitadoras. Omnia.</b><br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh9F3P5Vecq7Jf0Zd0QH_hyg4_jMwrl0-UPmk65NBTK0wBVtXQ8Jpuitw_Qtq-oyF20_QRPtEmvxtZgJJASi7WIt7Bp5ofGgRwJkS3Jz8kQzLCr5HvJwmD1hSRF8aiEBQkS5oGDDTE5OJo/s1600/CG.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh9F3P5Vecq7Jf0Zd0QH_hyg4_jMwrl0-UPmk65NBTK0wBVtXQ8Jpuitw_Qtq-oyF20_QRPtEmvxtZgJJASi7WIt7Bp5ofGgRwJkS3Jz8kQzLCr5HvJwmD1hSRF8aiEBQkS5oGDDTE5OJo/s1600/CG.jpg" /></a></div>
Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-16664306201801665952012-10-04T09:10:00.004-07:002012-10-04T09:10:57.999-07:00Rehabilitar fantasmas<span style="font-size: x-small;">[Sinesio Domínguez Suria, <i>Elena vuelve a estar de luto</i>, El Sauzal (Tenerife) y Madrid: La Página Ediciones, 2012.]</span><br />
<br />
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjbD9TKgjzeAFwT24yUMsGHv1GLV9hvYQXaasCiLXwr7YSl9VQDEb2M-mkbMqj9He-oR5C7d5NG-Vw4LR3kP_91xMTuNh7j-OezJhxTDosm4Uu2SGQm4zV9uqN0vjUZjvsYlRaRfU_5fNk/s1600/sinesio2.jpg" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjbD9TKgjzeAFwT24yUMsGHv1GLV9hvYQXaasCiLXwr7YSl9VQDEb2M-mkbMqj9He-oR5C7d5NG-Vw4LR3kP_91xMTuNh7j-OezJhxTDosm4Uu2SGQm4zV9uqN0vjUZjvsYlRaRfU_5fNk/s320/sinesio2.jpg" width="196" /></a>Resultaría imposible escribir una historia de la literatura canaria de los siglos XX y XXI sin atender la figura de Sinesio Domínguez Suria (Santa Cruz de Tenerife, 1944), escritor, editor y destacado animador de la vida cultural grancanaria y tinerfeña desde 1966 hasta la fecha. Su papel como colaborador y editor en revistas tan importantes como <i>La Página</i> o <i>Fetasa</i> y su trayectoria como autor de al menos siete volúmenes de narrativa, reconocida con varios premios, le hacen acreedor a ese lugar de honor.<br />
<br />
Tras cinco novelas (<i>La tregua</i>, 1966; <i>Crónica de una angustia</i>, 1981; <i>Los juegos del tiempo</i>, 1992; <i>Los sueños imposibles</i>, 1999; y <i>Los caminos de Creta</i>, 2006), Domínguez Suria parece discurrir con especial gusto por el camino que otros narradores suelen recorrer en sentido inverso, el que lleva de la novela a la narrativa breve. A <i>La arboleda de adelfas</i> (2007), que recogía los frutos de una tarea cuentística desarrollada ya desde hacía años, sigue hoy <i>Elena vuelve a estar de luto</i> (2012), una colección de textos que van desde el relato de pocas páginas a la novela breve. <br />
<br />
Domínguez Suria, narrador de estirpe psicologista, recoge en este volumen relatos de diversa extensión e intención, mediante un lenguaje depurado y libre de descuidos como los que antaño <a href="http://librosquemegustaronono.blogspot.com.es/1999/08/los-suenos-imposibles-de-sinesio.html" target="_blank">señalamos</a> en su prosa. En “Brújula de buganvillas” somete al lector a la tensión de una amenaza desconocida en un ambiente que solo los protagonistas dominan. En “Piedramadera” acude al tono fabulesco y en “El desagravio” a la ironía sobre la realidad más cotidiana, sobre la burocracia y la mezquindad de nuestros políticos de medio pelo y de quienes juegan su juego. “Mano de santo” es un juego humorístico en el que el misterio juega a favor de conclusiones vagamente freudianas. “Hambre” es, de nuevo, un juego en el que a Domínguez Suria se le ven el oficio, la necesidad y el gozo de narrar. La miseria y el drama asoman en “A modo de una pérdida bucólica”, de título francamente sarcástico, y en “Una flor de azahar” el autor se recrea, como es frecuente en sus relatos, en el recuerdo infantil. <br />
<br />
“Los ojos verdes”, subtitulado “Relato con sabor a viejo”, recrea un mundo romántico y aristocrático que es pero no es la España del siglo XIX, ya que Domínguez Suria suele huir de los contextos definidos y prefiere sugerir ambientes para sus argumentos. En este relato se dan el amor no correspondido, el despecho, el arrojo del soldado, las estrictas normas de la alta sociedad... Y la sugerencia crítica asoma en el hecho de que el cuento presenta dos posibles finales; <i>grosso modo</i>, uno romántico y otro realista. El lector puede elegir el que más le cuadre de ambos y ambos se ajustan al relato, pero su cotejo pone en evidencia con suave ironía lo forzado de los finales románticos -también en la vida.<br />
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Domínguez Suria es un experto recreador (o tal vez inventor) de la memoria y, así, en “Eulalia y María” el relato parece mero pretexto o vehículo para retrotraerse a anécdotas significativas, muy humanas, en las que detenerse un rato a sonreír. “Esdrújulos” es una ensoñación histórico-literaria muy del gusto del autor, que de alguna forma recuerda a <i>Los caminos de Creta</i>. La novela corta que da título al volumen, estructurada en cuatro capítulos, pone en juego con gran acierto las voces de diversos personajes (un mayordomo, un marido muerto a través de una carta, una empleada y el propio narrador) para completar el cuadro de una saga familiar y del enigma que oculta su última representante y que varios índices venían anunciando eficazmente a lo largo del relato. Por último, “El retorno” es -una vez más- un ejercicio de nostalgia y una reflexión sobre la misma que concluye con una frase con la que el autor parece querer explicar el libro entero y que, tal vez, es un acto de confesión o reconocimiento: “Tus viejos fantasmas siguen tan desgastados como lo estaba la casa. Alguna vez tendrás que rehabilitarlos o, por el contrario, tirarlos a la basura.” Sin duda, la mejor manera de rehabilitarlos es un libro como <i>Elena vuelve a estar de luto</i>.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhs2IBwOh0cw9aogBkkOiNvXNCsHBLLstgeNEw3dVA9Ye8F8AD5kWxyLAIlLjYP5hpiby6w5Bu36dUfJoi3GzV3caY7A-c97Aesa0ros5UHUmxsPBQXDBbYHV0xU47ZUKUdV27r0Yd8nBQ/s1600/sinesio-dominguez.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="212" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhs2IBwOh0cw9aogBkkOiNvXNCsHBLLstgeNEw3dVA9Ye8F8AD5kWxyLAIlLjYP5hpiby6w5Bu36dUfJoi3GzV3caY7A-c97Aesa0ros5UHUmxsPBQXDBbYHV0xU47ZUKUdV27r0Yd8nBQ/s320/sinesio-dominguez.jpg" width="320" /></a></div>
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-8242565088454319662012-09-18T16:03:00.000-07:002012-10-20T10:53:40.322-07:00Placeres del lenguaje<span style="font-size: x-small;">[Eduardo Mendoza, <i>El enredo de la bolsa y la vida</i>, Barcelona: Seix Barral, 2012.]</span><br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiyXWExS6nsLKk20kJwel9p0Bqpg-ZecifiUPnXDoKLOyrDNZy6UpNy5kCihAQfnp0uO67vpWNtaSkXRGV7ttOPnIudjVCL8FzxnYp66GDK0Mfk6NQd3F8PAaC39ZalnCkvfTcpuP2_TEg/s1600/mendoza.png" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiyXWExS6nsLKk20kJwel9p0Bqpg-ZecifiUPnXDoKLOyrDNZy6UpNy5kCihAQfnp0uO67vpWNtaSkXRGV7ttOPnIudjVCL8FzxnYp66GDK0Mfk6NQd3F8PAaC39ZalnCkvfTcpuP2_TEg/s320/mendoza.png" width="185" /></a>Dedicarle elogios a Eduardo Mendoza a estas alturas no parece muy arriesgado. Tampoco me lo parece, ciertamente, afirmar que <i>El enredo de la bolsa y la vida</i>, en comparación con las otras novelas protagonizadas por su ya consagrado detective sin nombre, deja un tanto que desear: su argumento, que en autor que reclamase menos exigencia resultaría suficientemente cautivador e hilarante, en Mendoza decepciona un poco. Es lo que tiene haber escrito tan grandes novelas. El mismo Mendoza revela sus limitaciones a modo de exorcismo en <a href="http://cultura.elpais.com/cultura/2012/04/13/actualidad/1334339131_439877.html" target="_blank">una entrevista reciente</a> en <i>El País</i>, en la que afirma: "Pasé verdadero terror con <i>El enredo de la bolsa y la vida</i>. Tenía miedo de que saliera mal, de que le vieran las costuras y si esto sucedía con esta lo mismo les pasaría a las otras."<br />
<br />
Y, efectivamente, costuras se ven. Sin embargo, en esta nota -que no quiere ser reseña integral- quiero dejar constancia de por qué esta novela, como cualquier libro de Mendoza, resulta una lectura extremadamente placentera. Al menos, para mí lo es, sin excepción y con independencia de la eficacia de su argumento, y creo que así sucederá con todas aquellas personas que esperan encontrar en la lectura, además de un argumento mejor o peor trabado, un estilo que transmita compromiso con el lenguaje y amor por la palabra. Es el caso de Mendoza incluso cuando se pone gamberro, o sobre todo cuando lo hace.<br />
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El Mendoza más comercial se yergue como un gigante frente a las prosas sin personalidad, cursis, chabacanas, planas, ñoñas, <i>muy amenas</i>, irrespetuosas, mecanizadas, radicalmente desprovistas de inteligencia o indiferentes en su actitud hacia el lenguaje que dominan la escena literaria. En esto quizá solo sea un reflejo romántico acudir al “cualquier tiempo pasado fue mejor” manriqueño; me temo que siempre sucedió eso de que unos pocos colosos del lenguaje descollaran en un océano de mediocridad. Y entre nuestros colosos está el novelista catalán.<br />
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Por señalar algo negativo en el plano del lenguaje, he encontrado un error de concordancia en la novela: el sujeto compuesto por “El entusiasmo [...], la abnegada decisión [...], la aparición [...] y el anuncio [...]” se hace concordar con “se trocó” (p. 169). También abusa Mendoza de esas comas espúreas que a veces nos sugiere una pausa prosódica entre un sujeto largo o complejo y su verbo (como en ese mismo ejemplo, entre varios otros).<br />
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Dicho esto, paso a lo importante: adoro la sátira. No es fácil encontrar escritores de pluma lo suficientemente afilada como para despellejar a cualquiera y que, sin embargo, se limiten a ironizar en voz baja, para que solo los más atentos comulguen. El autor hace víctima de su fina sátira a todos sus personajes y con frecuencia a los sectores sociales que representan, empezando por el mismo protagonista y hasta por el mismo autor.<br />
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En el terreno de lo absurdo y lo grotesco, en una tradición que parece beber del surrealismo y de Jardiel Poncela pero también en línea con la picaresca, el propio narrador (un pícaro que se desenvuelve entre el sablazo, el hampa y la economía sumergida) se expone a la burla del lector en numerosas ocasiones, como cuando tras escuchar un latinajo (“<i>Homo homini lupus</i>”) confiesa sin ambages: “Pensé que me estaba dando la absolución” (p. 10).<br />
<br />
En determinado punto, un personaje desgrana los éxitos del protagonista/narrador, mencionando los casos que dieron cuerpo a las anteriores novelas de la serie: “algunos casos extraordinarios, como el de la cripta embrujada o el laberinto de las aceitunas”, para rematar con una confusión en que el autor se mofa de su propia fama: “Y me emocioné al oír cómo había resuelto el asesinato en el comité central”, en alusión a una novela negra de otro célebre barcelonés, Manuel Vázquez Montalbán, a lo que el protagonista contesta sin mayor aprecio, como si de una broma privada se tratara: “Sí, ahí me lucí” (p. 27).<br />
<br />
Mendoza se ríe del actual auge de las filosofías orientales, o al menos de cómo a menudo charlatanes sin escrúpulos viven de engañar al prójimo invocando esas filosofías; así, el personaje conocido como Swami. No deja títere con cabeza el autor ni se para frente a los más sagrados iconos culturales: en determinado momento, enumera los disfraces de “Batman, Ferran Adrià, Magneto y otros ídolos” (p. 213)<br />
<br />
Si todos los personajes son risibles, destacan entre ellos los Siau, una familia china de comerciantes que Mendoza cincela a través de los tópicos corrientes sobre los chinos y de un lenguaje característico y caricaturizado, que prescinde de artículos, abusa del adjetivo “honorable” y confunde los términos desde su misma presentación en el rótulo de su bazar: “Objetos prensiles (para llevar)” (p. 34). <br />
<br />
El abuelo Siau canta “¡Baixant de font de Gat! -sin artículos- y lo explica: “Esta semana he de practicar canciones populares para inmersión lingüística” (p. 145), en alusión a un fenómeno político que nada tiene que ver con la realidad retratada en <i>El enredo</i> (ni con ninguna realidad razonable). La Barcelona de Mendoza, hampona y cosmopolita, en efecto, permanece ajena a la ramplonería de la cultura oficial que excluye del reconocimiento público a sus mejores escritores por el delito de escribir, como Mendoza, en una lengua tan barcelonesa como es el español. La sandez de la corrección política, puesta en boca de un abuelo chino, brilla en toda su procacidad.<br />
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En el mismo terreno, la adolescente Quesito cita un suicidio para que Mendoza nos deleite con una de esas paradojas conceptistas que salpican su prosa: “Una vez, en el colegio, un profe se inmoló a lo bonzo para protestar por el modelo educativo. El director aprovechó para explicarnos la guerra de Vietnam contra Cataluña” (p. 178), en satírica denuncia de una enseñanza que propaga la sistemática tergiversación de la historia por el <i>establishment</i> nacionalista y el empobrecimiento general del espíritu crítico. Mendoza, que conoció los tiempos gloriosos de la cultura barcelonesa, se duele y satiriza su adocenamiento actual. No es extraño que el narrador ponga en boca del mismísimo alcalde de la Ciudad Condal el siguiente circunstancial: “cuando Barcelona era una ciudad de verdad, y no la ridiculez que es ahora...” (p. 224).<br />
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Pero, sobre todo, admiro la naturalidad de quien domina los registros del lenguaje con veteranía y, una página sí y otra también, homenajea a los clásicos a la chita callando. Mendoza es el Siglo de Oro puesto al día. Es el conceptismo y es la picaresca, y quiere que se note. Por eso utiliza en el arranque de su novela tiempos verbales arcaizantes (“Llamaron. Abrí. Nunca lo hiciera”) o reflexivos enclíticos que propulsan la lectura a un ritmo ya acelerado desde el inicio (“fuese el cartero”, “pasmome hallar en su interior...”), aun reconociendo en las mismas acotaciones del narrador lo forzado del estilo (“abriose el sobre (con mi ayuda)”; p. 7). Mendoza utiliza con frecuencia esa confusión de registros a efectos satíticos: también cuando escribe, por ejemplo: “Y así, sumido en esta intricada disyuntiva existencial, me quedé roque” (p. 206).<br />
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El catalán confiesa su minuciosa conciencia del lenguaje a través de sus personajes, que a menudo llaman la atención sobre su discurso. El narrador sin nombre afirma, por ejemplo, que sus compañeros “tardaron un rato en comprender el significado, el alcance y quizá también la sintaxis de [su] anuncio” (p. 162), y Rómulo el Guapo se excusa por no emplear un lenguaje claro y ordenado: “Perdonad si a veces peco de imprecisión o cometo anfibologías: soy un hombre de acción, no de oratoria” (p. 253). Queda así indirectamente confeso el prurito de precisión lingüística que arrebata a Mendoza y que a nosotros nos procura tanto disfrute.<br />
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Utiliza con rigor conceptista recursos como la dilogía: un personaje que ha bebido mucho, dice el inspirado narrador, “no paraba de hacer lo que modestamente calificó de menores” (p. 208). A veces lanza máximas perfectamente cervantinas: “que no suele guardar miramientos quien consigo mismo vive” (p. 206). Emplea con profusión la hipérbole (en el caluroso verano, “el que podía despegar los zapatos del asfalto se había largado a otros parajes”, p. 25) y es un maestro de la paradoja, con hallazgos ejemplares como el siguiente: “el deterioro del edificio daba testimonio de su reciente construcción” (p. 240). Recursos, en fin, que consiguen que el lector amante de las palabras y su infinita virtualidad lamente que la novela acabe, porque el estilo mendociano mantiene elevado su entusiasmo hasta la última página y lo reconcilia con la novela contemporánea. <b>Agitadoras</b>.<br />
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<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjNG_K3Hm8kfvxjcGemmEKQ9i3r5jtSx5oWbdzGTMs7F24MAUve9zvUjbYWGd9Nnb5XmGcczVfwMjSbtgqhw7ArdKVj-Ogg0dNFaWs0sF6KyhNrox0plm8xqZMunMQWZENedKehquBXrpM/s1600/EM.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjNG_K3Hm8kfvxjcGemmEKQ9i3r5jtSx5oWbdzGTMs7F24MAUve9zvUjbYWGd9Nnb5XmGcczVfwMjSbtgqhw7ArdKVj-Ogg0dNFaWs0sF6KyhNrox0plm8xqZMunMQWZENedKehquBXrpM/s1600/EM.jpg" /></a></div>
<br />Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-68092231047663551522012-08-15T09:18:00.000-07:002013-01-02T06:42:02.706-08:00Qué no entiendo yo por “manual”<span style="font-size: x-small;">[José Ángel Mañas, <i>La literatura explicada a los asnos. Manual urgente para jóvenes y no tan jóvenes</i>, Barcelona: Ariel, 2012.]</span><br />
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<a alt="La literatura explicada a los asnos" href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjJWe8ZB8kFrhsZoC8nvONrB9hEaGzma0MlL-8IVqjqIR5Cla1wP8XqD-a5dE0Hzs5YNBu-L5sN-iqbHRuTPDgTxo74mX6xPxVXuA169M1jQAGz-qu-gFsJH-R7EzHzQMF1MbjDRd6Q35U/s1600/Captura+de+pantalla+2012-08-15+a+las+18.19.22.png" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;" title="La literatura explicada a los asnos"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjJWe8ZB8kFrhsZoC8nvONrB9hEaGzma0MlL-8IVqjqIR5Cla1wP8XqD-a5dE0Hzs5YNBu-L5sN-iqbHRuTPDgTxo74mX6xPxVXuA169M1jQAGz-qu-gFsJH-R7EzHzQMF1MbjDRd6Q35U/s320/Captura+de+pantalla+2012-08-15+a+las+18.19.22.png" width="199" /></a></div>
En 1994 leí <i>Historias del Kronen</i>, una novela que genera poderosos anticuerpos en sus víctimas. Esto hizo que no volviera a tener curiosidad por ninguna de las sucesivas novelas que de entonces acá ha publicado José Ángel Mañas (Madrid, 1971). El paso del tiempo, que casi todo lo ablanda, sumado a cierto síndrome aeroportuario que me induce a comprar lecturas ligeras cuando viajo, consiguió que cuando topé en un anaquel con el último libro de Mañas, <i>La literatura explicada a los asnos. Manual urgente para jóvenes y no tan jóvenes</i>, me parase a hojearlo. Su título me pedía que no lo comprara: no porque yo me considere mejor que un asno -nadie debería menospreciar este paciente animal-, sino por el enfoque desfachatadamente comercial que me auguraba pocas aventuras. Acabé comprando el libro, creo, empujado por una genuina esperanza de comprobar que en aquel maltratador del idioma hubiesen madurado mejores frutos con el paso de los años.<br />
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Dejo claro desde el primer momento que estoy de acuerdo con ciertas afirmaciones que el autor dedica a la crítica literaria en las páginas que titula “Sobre el reseñismo”. Efectivamente, no hay crítica más provechosa que la que se hace de un libro que ha gustado y del que se pueden cantar elogios. Es mucho más útil recomendar un libro bueno que denostar uno malo. La mala baba de algunos críticos puede ser fruto de la frustración del que no es capaz de crear nada propio y se encona contra los que, con mayor o menor fortuna, sí lo son... Aunque, por otro lado, esta figura del crítico viperino siempre me ha parecido un tanto folletinesca, una especie de recurso fácil para receptores de malas críticas, un pataleo. Porque un crítico, al fin y al cabo, no tiene que demostrar que sabe escribir novelas: ha de saber criticarlas con imparcialidad. <br />
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En cualquier caso, junto con la juventud había yo dejado atrás las reseñas negativas y en los últimos años me había dedicaco a la tarea mucho más gratificante de intentar escribir con originalidad y rigor de los libros, de las obras de arte y hasta de la música que sí me gustan. Y, no obstante, hoy siento un impulso irrefrenable y aquí estoy, a punto de hacer una crítica negativa del último libro de Mañas. Que Dios me perdone, ya que solo él sabe por qué salí de aquel quiosco con el libro bajo el brazo.<br />
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El autor comienza confesando que se trata de un libro de encargo, lo cual explica muchas cosas. No quiero dejar de reconocer antes que nada que el libro posee algunas virtudes: tiene un orden razonable, intenta poner al alcance de cierto público un esquema cronológico y estilístico de la literatura española y algunos (pocos) conceptos, retoma a veces reflexiones acertadas, sobre todo por lo que se refiere a finales del siglo XX y siglo XXI, es decir, a la época vivida por el propio autor. Mañas demuestra ser -una de dos- o un lector atento y reflexivo o un asistente a tertulias asiduo y con gran aprovechamiento. Utiliza un lenguaje nada complejo, apto para lectores no habituados al discurso académico sobre la literatura, como parece sugerir el título del libro y el mismo enfoque del proyecto. Algunos pasajes son especialmente atinados, como los “apuntes personales” que dedica a Miguel Delibes o algunas de sus reflexiones sobre la relación entre literatura y cine. Y, por mor de esas virtudes señaladas, no podemos decir que la lectura del libro sea una absoluta pérdida de tiempo. Suele decir el poeta zamorano Julio Marinas que no hay un libro de poemas tan malo que no contenga siquiera un solo verso bueno, y tiene razón.<br />
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No obstante, durante la lectura siempre me ha acompañado una pregunta: ¿por qué este libro? Está claro el propósito editorial, que en muchos casos se perfeccionará en la mera adquisición del manualito, ya que el acceso a Jorge Manrique y Gracián, pese al buen esfuerzo divulgador de Mañas, no parece para todos los públicos. <br />
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Un manual, con el enfoque que sea, se justifica si cubre una necesidad previa. Sin embargo, a los que estudiamos el bachillerato en los manuales de literatura de don Fernando Lázaro Carreter este libro no nos aporta un solo concepto nuevo; y para los desafortunados que han sufrido los estupefacientes efectos de la LOGSE, Mañas es con seguridad portador de novedades conceptuales y anecdóticas pero, pese a que logra hacer amena la lectura, no llega a vulgarizar la materia de la que trata como para que el producto sea un libro apto para todos los públicos. Esto hay que apuntarlo en su haber aunque, sinceramente, creo que hay un sector del público al que este libro no llega y otro sector al que poco puede aportar. En la difusa intersección de esos dos sectores puede encontrar sus destinatarios.<br />
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En otro sentido, tampoco puede ser un manual un libro que hace de la autocita y de las peripecias y circunstancias de su propio autor el centro de capítulos enteros. Mañas ajusta cuentas con Montxo Armendáriz por su adaptación al cine de <i>Historias del Kronen</i> (pp. 153 y ss.), rememora sus contactos con Carmen Balcells (pp. 134 y ss.) y con otros personajes, vuelve aquí sobre su <i>opera prima</i> para autocitarse en un párrafo sencillamente execrable (“El mundo audiovisual según un joven de 1992”, p. 162), cita allá su <i>Ciudad rayada</i> como introducción al capítulo sobre la literatura posmoderna (p. 249) y se extiende generosamente sobre el papel de -¡una vez más!- <i>Historias del Kronen</i> en la novela posmoderna española (pp. 262 y ss.). El capítulo (agárrense los machos) empieza así:<br />
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<blockquote>
Aunque no es fácil hablar de la obra de uno mismo, creo que puede decirse que <i>Historias del Kronen</i>, mi primer libro, editada en 1994, ha sido una de las ficciones más representativas de la época, uno de los buques insignia de la misma y una novela que abrió las puertas editoriales a toda una generación. (p. 262)</blockquote>
<br />
La falta de objetividad así demostrada (cuando no la inmodestia) arruina cualquier crédito que pudiéramos conceder a los criterios vertidos en las páginas de este manual urgente.<br />
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Si como manual no es efectivo y consideramos que -independientemente del volumen de ventas que alcance y que deseo muy abultado- será un libro de lectura minoritaria, su interés debería ser consecuencia de la aportación de elementos nuevos a la materia tratada: reflexiones que iluminen ángulos inexplorados de ciertas obras, una interpretación distinta de la cuestión de los géneros, el cuestionamiento de los períodos literarios, la definición de categorías originales... Nada de esto sucede en <i>La literatura explicada a los asnos</i>, cuya única lectura posible (y tal vez aquí se halla la respuesta a la pregunta ¿por qué este libro?) es próxima a la que haríamos de un libro autobiográfico o de memorias: en este caso las de un lector, con su sistematización, sus preferencias explícitas y sus reflexiones al respecto; un canon, por tanto, cuyo interés dependerá del crédito que concedamos al lector como tal, que en esta oportunidad -veremos por qué- no resulta ser mucho.<br />
<br />
Otra justificación para una obra que apenas aporta ideas originales podría ser la excelencia en la escritura, el estilo, la voluntad literaria y todas esas zarandajas que a veces consiguen que un libro sin sustancia nos haga pasar un buen rato. Tampoco es el caso. Mañas demuestra un dominio tan somero del lenguaje y, en ocasiones, de la materia que trata que la lectura de su libro, lapicero en mano, se convierte en una yincana correctora tanto más ingrata por cuanto no es retribuida. Y aquí -me doy cuenta según escribo- debe estar el <i>quid</i> de mi empeño en reseñar un libro que no me había gustado. Sospecho que se trata de pura indignación.<br />
<br />
Me molesta, por ejemplo, la imprecisión y la corrección política que le permiten a Mañas interpretar anacrónicamente la figura de Alfonso X el Sabio como pedagogo de una “joven nación”, porque “era perfectamente consciente de que no puede haber unidad nacional sin unidad lingüística”. Vamos, todo un nacionalista <i>avant la lettre</i>, este don Alfonso. Pero que el medievo no es el fuerte del autor lo demuestra cuando afirma que el Rey Sabio, “como autor de las <i>Cántigas</i> es, junto con López de Ayala, Jorge Manrique y el infante Juan Manuel, uno de las padres fundadores de la lengua castellana” (p. 55). Mañas olvida que las <i>Cantigas</i> fueron compuestas en el gallegoportugués literario de la época, y no en español.<br />
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Me molesta también que se quede tan ancho tras afirmar que “resulta curioso, en el caso español, comprobar que, teniendo la conquista de América que relatar, lo que se escribiera sobre ella fuera tan escaso”, y cita las cartas de Colón y Cortés como excepciones, dado que, al parecer, “los españoles eran poco dados a escribir sobre sus gestas” (p. 170). Entiéndaseme: no me molesta la ignorancia en general, pero sí la de alguien que firma algo que se llama “manual”, por muy <i>urgente</i> que se lo adjetive. Mañas decide que los límites del mundo son sus propios límites y se cepilla de un plumazo al padre Las Casas, a Díaz del Castillo, al Inca Garcilaso, a Fernández de Oviedo, a López de Gómara y todo el corpus ingente y variadísimo de las crónicas de Indias.<br />
<br />
Un manual de divulgación no consiste, por cierto, en un alarde de exactitud académica, pero sí debería evitar generalidades u obviedades tan prescindibles como que los cuentos de <i>El Conde Lucanor</i> “son preciosos y admirados aún por su calidad formal” (p. 57); o que “resulta bonito ver” ciertas cualidades del teatro de Jardiel (p. 101); o, ya de lleno en la tarea crítica, que ciertas opiniones “tampoco son como para caerse de culo” (p. 187) El máximo nivel conceptual lo marcan párrafos como el siguiente, referido a la novela de Martín-Santos, <i>Tiempo de silencio</i>:<br />
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<blockquote>
Hay una sensibilidad naturalista, tanto en la miserabilidad del ambiente como en la influencia determinante del mismo sobre los personajes, y un cierto aire existencial que la convierte en la prolongación de cierta novelística europea de los cuarenta y los cincuenta: los Camus, Simenon, y en España, el <i>Pascual Duarte</i> de Cela. (p. 138)</blockquote>
<br />
Es decir, nada que no diga cualquier manual escolar. Pero tampoco parece adecuada la humildad impostada -o tal vez manifestación de inseguridad- que supone rematar una reflexión sobre Bergamín con la siguiente concesión, inverosímil en un objeto llamado “manual”: “Esto, en fin, es una opinión personal mía, en la que puedo estar equivocado” (p. 193).<br />
<br />
El pobre dominio de la lengua es sorprendente en alguien que imparte habitualmente conferencias y que ya ha firmado (y a quien le han publicado), entre otros artefactos, una decena de novelas. Que no haga gala de un vocabulario extenso, ni tampoco intenso, podría ser fruto de la intención divulgadora, pero esta no validaría algunos errores de gran calibre impropios de un libro supuestamente revisado en las oficinas de un sello editorial que publica a Savater, a Arteta, a Ayala... <br />
<br />
Por ejemplo, en determinado momento el autor quiere cuestionar una idea “que tiene mucha <i>predicación</i> hoy en día”, en lugar de “predicamento”, un error que parece sistemático (p. 110, p. 246). <br />
<br />
Introduce en algún lugar Mañas el neologismo “ecologizante” (p. 230), inteligible pero impreciso, pues en todo caso cabría adjetivar a una persona de tendencias ecologistas como “ecologistizante”; pero tal vez esto es hilar demasiado fino.<br />
<br />
En el terreno de la morfología, el autor demuestra no advertir el mecanismo que por motivos eufónicos exceptúa el uso de artículos femeninos ante los sustantivos femeninos que comienzan por el fonema /a/ acentuado; Mañas traslada al sustantivo y al resto de sus adyacentes el género masculino del artículo empleado por excepción, y así escribe sobre “un aura <i>único</i>. <i>El</i> de los clásicos inmortales...” (p. 189).<br />
<br />
También desconoce Mañas la conjugación de esos traviesos verbos irregulares que se diptongan allá donde el acento se rebela contra las tiranías del infinitivo. ¡Maldita lingüística románica...! Así, escribe que Andrés Trapiello “descolla” (por “descuella”, p. 172) entre sus coetáneos; y que el humorismo “emparenta” (por “emparienta”, p. 259) a Eduardo Mendoza con Cervantes y Galdós.<br />
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Recojo a vuela pluma algunos de los casos en que Mañas incurre en pleonasmo reprobable. Por ejemplo, pudiendo haber escrito del <i>Quijote</i>, aun constituyendo simplificación, que en su mayor parte consiste en un diálogo entre los protagonistas, no se conforma y afirma que se trata de “un <i>dueto</i> <i>dialogado</i> de la <i>pareja</i> de protagonistas” (p. 72): en una frase que consta de cuatro palabras con contenido léxico, tres dicen lo mismo... Más adelante, Mañas se permite desvalorar los aforismos de Quevedo porque, asegura, hay “repetición y paja entre un trigo que habría <i>exigido</i> mayor <i>exigencia</i> selectiva” (p. 188). Poco después, ya hemos citado su manifestación de “una opinión <i>personal mía</i>” (p. 193; pues claro, ¿de quién si no?).<br />
<br />
Intenta enumerar Mañas los recursos retóricos habituales en los artículos de opinión de Juan José Millás, ese buen columnista y novelista muy flojo a quien al parecer admira mucho (todo va cuadrando) y, en un párrafo sin desperdicio, pone en evidencia un desconocimiento sideral de la retórica, del léxico y del estilo:<br />
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<blockquote>
También podríamos tildar de ramoniana la riqueza intelectual de sus operaciones imaginativas: la personificación de seres inanimados, la prosopopeya, el tomar las expresiones figuradas literalmente, etcétera. (p. 217)</blockquote>
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Para empezar, se concede rebajar a Gómez de la Serna: “tildar” no es sinónimo de “calificar”, porque significa “señalar a alguien con una nota denigrativa”. Luego, yo tenía entendido que las “operaciones imaginativas” eran cosas del doctor House, mientras que los escritores empleaban figuras y tropos o, en todo caso, recursos. Después enumera como figuras distintas la personificación y la prosopopeya, que son dos nombres de lo mismo, e incurre en nefasto circunloquio por ignorar aparentemente que “el tomar las expresiones figuradas literalmente” se llama “dilogía”. ¿Pero esto no era un manual de literatura?<br />
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Un solecismo que no cabe atribuir en exclusiva a este autor, pues está arraigando muy hondo ya en el idioma y lo escuchamos y leemos todos los días, es la expresión “como no podía ser de otra manera” (p. 227), un equivalente bárbaro de “como solamente podía ser” con el que se corrobora lo dicho inmediatamente antes o después atribuyéndole la condición de única solución o efecto posible. La expresión ya viene introducida por una partícula que expresa modo, por mucho que ese contenido se esté perdiendo en la percepción de hablantes que muchas veces nos enojan con expresiones similares: “como <i>así</i> se lo dije”, “como no podía ser <i>de otra manera</i>”, “como <i>así</i> queda demostrado”... La expresión correcta en nuestro caso habría sido, entre guiones, “no podía ser de otra manera”; o, conservando la estructura subordinada entre comas, “como solamente podía ser” o “como tenía que ser”; o, sustituyendo la circunstancia de modo por un valor causal que permitiese el atributo “de otra manera”, “pues/porque/ya que no podía ser de otra manera”.<br />
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Mañas no terminará su libro sin darnos algún disgusto más. En su muy superficial discurso sobre la cultura pop de los 80 y 90 (¿se puede hablar de manera no superficial sobre el pop?), y en medio de afirmaciones inanes sobre esa banda de rock insulsa y sobrevalorada que fue Nirvana, utiliza dos veces y en líneas muy próximas el barbarismo “a nivel nacional” (por “en el ámbito nacional”, p. 260).<br />
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En fin: llegados a este punto, el sufrido lector ya habrá averiguado por qué terminé <i>La literatura explicada a los asnos</i> y por qué he dedicado unas horas a la redacción de esta reseña que, aunque juro ha querido ser piadosa y para nada exhaustiva, estoy seguro de que acabará trayéndome más disgustos que alegrías. Pero hay ocasiones en que el estómago no pide alegrías, sino justicia; y, en justicia, nadie que cometa los fallos elementales reseñados tiene derecho a titular un libro suyo <i>manual de literatura</i>. Aunque lo destine a los asnos. <b>Cuadernos del Matemático</b>.<br />
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<a alt="José Ángel Mañas" href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgUwEAJrmQNWWdOs4aKOmF_f_G4mitztuRGcwgS3Tmt1QEDLXVSmPfW9MLux-tqzU_A0esodFBSbsv2Hd3k5RKkbQBX7qSefe1zuH3cvBzf9Ijnix7OseFJ3yy3H08AydO3ClFr4v6DJ_M/s1600/Man%CC%83as.png" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;" title="José Ángel Mañas"><img border="0" height="200" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgUwEAJrmQNWWdOs4aKOmF_f_G4mitztuRGcwgS3Tmt1QEDLXVSmPfW9MLux-tqzU_A0esodFBSbsv2Hd3k5RKkbQBX7qSefe1zuH3cvBzf9Ijnix7OseFJ3yy3H08AydO3ClFr4v6DJ_M/s200/Man%CC%83as.png" width="184" /></a></div>
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-5547287487178897692012-07-26T07:22:00.001-07:002013-01-02T06:42:23.638-08:00La mujer se pinta signos de humanidad<span style="font-size: x-small;">[M" Ángeles Pérez López, <i>Atavío y Puñal</i>, Tarazona: Olifante, 2012] </span><br />
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<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a alt="Atavío y puñal" href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh2uXMXVs_gQBfwgtwnPq4U4iyX-Z2rlWt0MzSxXlJSFOAA2EJk4qDIl6C1AGfUeFBPMecAbyX_Fnt5vlpjJtOyKwG-iqMB25A-xDvx974V6Fhstuv1z83KlFassSnWFcaBLoy9i2diZcA/s1600/Atavi%CC%81o+y+pun%CC%83al.png" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;" title="Atavío y puñal"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh2uXMXVs_gQBfwgtwnPq4U4iyX-Z2rlWt0MzSxXlJSFOAA2EJk4qDIl6C1AGfUeFBPMecAbyX_Fnt5vlpjJtOyKwG-iqMB25A-xDvx974V6Fhstuv1z83KlFassSnWFcaBLoy9i2diZcA/s320/Atavi%CC%81o+y+pun%CC%83al.png" width="220" /></a></div>
Desde la publicación de su cuarto libro, <i>La ausente</i> (2004), y a excepción de dos antologías y su poesía completa, los lectores de Mª Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967) andábamos huérfanos de nuevos versos.[1] Hoy recibimos su reciente, esperada entrega como, ante todo, una obra de su tiempo. Lo que no quiere decir un libro moderno ni un libro pasajero sino, muy al contrario, un libro esencial para entender mejor la época triste que vivimos y para conocerla desde el punto de vista de una voz poética íntegra e integral, con vocación de testimonio pero también de lucha.[2]<br />
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A lo largo de veintidós poemas, algunos de los cuales ya habían visto la luz en avance,[3] <i>Atavío y puñal</i> versa sobre mujeres que sufren y se pintan. Pérez López ha escogido el dolor como hilo conductor y razón de ser de su discurso. La compasión de la voz poética mueve el poemario por derroteros fundamentalmente solidarios, aunque también existenciales, lo cual solo en apariencia es contradictorio.<br />
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Así, en sus páginas <i>compadecemos</i> con la voz poética la destrucción de la Naturaleza, la ausencia del ser querido, la enfermedad, la violencia, la opresión, la memoria, la mutilación... La voluntad de superar el sufrimiento y la injusticia se manifiesta siempre por medio de un color, y la acción de pintar, identificada en ocasiones con la huella o la escritura, es el vehículo de esa voluntad. El color es a veces bálsamo y a veces arma defensiva. Ha señalado Eduardo Moga el fuerte anclaje del lenguaje poético de Pérez López y de su mundo interior en la necesaria materialidad y también su “ardua conciencia del dolor”.[4]<br />
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Más allá de la anécdota, que apenas sirve de esqueleto a la reflexión densa, el color verde es apero contra la destrucción natural (1); el tinte del pelo quiere ahuyentar la pena (2); el yodo alivia la lucha contra la enfermedad (4); el “río de odio” de la injusticia y la violencia universales se enjuga en un “unte oscurecido” de luto, tristeza y lágrimas (6);[5] el color del marfil es el de la perseverante memoria de los muertos (7);[6] la pintura, en fin, es la necesidad de superar la mutilación (8) o las dentelladas de la muerte (9).<br />
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Hacia la mitad del poemario, la balanza empieza a inclinarse gradualmente hacia esa superación del sufrimiento: la mujer y sus colores brillantes inventan “el júbilo y el sol” (11); el esmalte de uñas mantiene la insolencia del amor (12); el blanco de la nieve y la sal asocia el dolor y el esfuerzo con la felicidad, el amor materno y la propagación de la especie (13); la obsesión por la ausencia del amado se reconoce como una forma de amor (14); la soledad de la mujer deriva en hopperiana creación (15); el color deviene arma defensiva (16); y el verde vuelve a ser conciencia ecológica (17).<br />
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Llegando al final del poemario, incluso la tragedia teñida de “noche oscura” y “negro sobre negro” narra el suicidio como acto de la voluntad (en brillante, polisémico resumen: “sus trece”), donde el color no es consuelo pero sí designa la libertad del ser humano hasta sus últimas consecuencias (20). <br />
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Los dos últimos poemas del libro hacen culminar en la percepción del lector la celebración franca de una humanidad esperanzada, dueña de sí misma en su condición colectiva y solidaria, que se quiere abanderar en la mujer. El signo, que hasta ahora era mero color, pintura, tinte, yodo o hasta tatuaje y grafiti, alcanza la redondez en la palabra: pasamos del símbolo al concepto, de la intuición al lenguaje, en un proceso claro de racionalización del mundo. La mujer-poeta “masca” las palabras, que son como un “tsunami” imparable pero lleno de impurezas, una fuerza de su misma naturaleza que ha de someter a cauces. Cuando lo hace, de la palabra depurada “brota entera y desnuda la mujer/ como Venus ajada y resurgida” (21). Somos verbo, al fin y al cabo, y en ese verbo que forjamos y que nos forja encontramos la madurez plena, el bálsamo y la alegría para vivir y luchar. Somos discurso poético y discurso ético, de forma inseparable.<br />
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La poeta, la mujer, el ser humano que protagoniza <i>Atavío y puñal</i> entiende que la única trascendencia posible estriba en la pertenencia a una comunidad de humanos dotada de leyes inteligibles y justas a las que asirse. El acto de pintarse remite a lo convencionalmente femenino, sí, pero también significa una intervención directa sobre la realidad: la transformación del mundo simbolizada en la acción de la mujer sobre su propio cuerpo, en la construcción de esas leyes a través de un discurso revolucionario hecho a la propia medida del ser humano.<br />
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Es la mujer compendio de sufrimientos y, en esa medida, epítome de la humanidad. Que la autora de <i>Atavío y puñal</i> sea una mujer no es irrelevante, pero las protagonistas de este catálogo dramático y a la vez esperanzado no son mujeres solo por eso, sino porque en su sexo podemos reconocer el ser humano más integral: el que reúne todas las condiciones en una y las sobrelleva de forma natural, porque así está preestablecido en una época en que se le pide que salga a cazar pero aún se le reclama que mantenga vivo el fuego material y espiritual del hogar. La mujer, en su fragilidad de pájaro doméstico, “pinta en su cuerpo la memoria” y es un “atlante que sujeta/ las horas y los días”; “mueve el mundo y lo trastorna” (18). Una mujer saharaui, arquetipo por razones históricas y políticas, se presenta en 19 como quintaesencia de esa mujer que sostiene la sociedad con su labor callada y en su papel de transmisora de los valores y del valor: “La mujer inventa el mundo y es azul./ Parece cotidiano en su simpleza,/ su límpida canción de los objetos/ en la materia sola y reservada”. De esta forma están presentes en el libro imágenes de lo doméstico en referencia a obras anteriores de la autora.[7]<br />
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Es, por muchos conceptos, un poemario reivindicativo, más explícitamente cargado de ideología que otros libros suyos:[8] de ecologismo, de un humanismo de acento social, sobre todo del feminismo que a todos nos atañe, el que afirma sin negar, el que no aspira a igualar con etiquetas, sino a superar con los hechos. La condición integralmente humana de la mujer no se plantea como conflicto entre sexos, sino como propuesta vital. No lucha esta mujer contra el hombre, sino que se afirma como defensora de la especie, como transmisora de valores como la justicia o la solidaridad, como modelo de superación de todos los dolores de los hombres y de transformación de la sociedad a fuerza de la pura voluntad, manifestada en el acto de pintar.<br />
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Y de pintar a escribir hay un solo paso, que la voz poética emprende en esos dos últimos poemas del libro. En ellos, la mujer es poeta, el dolor deja de dominar la escena y el libro se remata en celebración del lenguaje, de la poesía, del “festejo” de las palabras invencibles y, en definitiva, con esperanza. <br />
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En <i>Atavío y puñal</i>, por tanto, asistimos a la negación de la mujer como apéndice del hombre (el carácter oferente del maquillaje, la pintura al servicio del otro sexo) y su superación en el ámbito de la afirmación personal y la implicación social: los signos como acción, como voluntad de cambio, como revolución pacífica pero imparable; la mujer como motor de lo privado y de lo público; la escritura como atavío, claro, pero también como puñal. En ese sentido (aunque solo sea en ese), estamos ante un libro próximo al Celaya que hablaba de “poesía-herramienta” y de “arma cargada de futuro”, que afirmaba que “nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno”, que “son gritos en el cielo, y en la tierra son actos”.[9] En efecto, la autora hablaba en 1998 de su creencia en “un compromiso ético” del poeta, “un compromiso radical, de resistencia a entrar en el juego de la pérdida de valores humanos”.[10]<br />
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En el carnoso terreno de las palabras, la poesía de Pérez López se caracteriza por la profusión de tropos y violentas sinestesias. Luis Enrique Belmonte ha señalado también con acierto, en el contexto de esa corporalidad tan característica de su poesía, “la utilización de términos que aluden a la anatomía o a las funciones fisiológicas del cuerpo”.[11] <br />
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A propósito de la perfección arquitectónica de sus poemas, más recia hoy incluso que en sus primeros títulos, Charo Alonso habló -en relación con su segundo libro, pero sus palabras siguen vigentes- de “la cercana cadencia de la conversación, la falsa facilidad de la conversación, la trabajadísima melodía de la prosodia”;[12] y Eduardo Moga, de una “solidez formal que se apoya en un raro dominio de los metros y de la mecánica de la imagen, crujiente, libérrima, exacta, a veces taraceada por un sutil irracionalismo o una levísima dislocación”.[13]<br />
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Es normal que, en medio de todo este festejo de la palabra que transforma el mundo, nazcan -ya plenos de entidad como tales- vocablos nuevos en manos de la poeta, que a lo largo del poemario inventa neologismos brillantes y oportunos, un poco a la manera de Gelman pero con procedimientos menos radicales,[14] generalmente en pos de una intensificación muy precisa del lexema de partida mediante una sufijación gramaticalmente natural: como cuando la mujer es “animala” (2) en su vocación salvajemente amorosa; como cuando la empeñada voluntad de olvidar no es olvido, sino “olvidación” (14); como cuando las convicciones son “migazón” –un enorme hallazgo: no solo sustancia o corazón, sino también estructura y sostén (19). <br />
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Solo la voluntad puesta en marcha tiene el poder de transformar las cosas, viene a decirnos la autora. Maquillar, tiznar, pintar, untar y, finalmente, escribir son formas de cambiar el mundo que nada tienen que ver con el adorno pasivo, sino con la libertad irrefrenable de los seres conscientes, que independientemente de su sexo actúan dueños de sí, libres para entregarse a los demás. La mujer -que es madre y trabaja, que mantiene vivo el hogar, que tiene ideología y adquiere compromisos, que sufre y se conduele- es protagonista de la evolución de toda una especie hacia la racionalidad, de la misma manera en que lo podría ser un hombre <i>pero no lo es</i>; mujer por pura justicia contingente, mujer a fuerza de realismo. <i>Atavío y puñal</i> es, en este sentido, un poemario atemporal, universal, de intenciones revolucionarias, llamado a ser signo y bandera en un tiempo triste. Y Pérez López, una poeta en plenitud. <b>Agitadoras. Cuadernos del Matemático.</b><br />
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<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a alt="María Ángeles Pérez López" href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhjfFkgBZJ0RQ3a7NUi1e3lRqkgrYcOMDYCpgCjXCmPsYDo7lj1dPVlUDCv5FtyKtW5rWesEMrHuXlzZGc9XG1XEDF2mP218YPcT2vu0GtjpqRyFLXBwUAwFC3Hr1h1NX0dzqTQgh5kUtg/s1600/Captura+de+pantalla+2012-07-26+a+las+16.23.13.png" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;" title="María Ángeles Pérez López"><img border="0" height="199" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhjfFkgBZJ0RQ3a7NUi1e3lRqkgrYcOMDYCpgCjXCmPsYDo7lj1dPVlUDCv5FtyKtW5rWesEMrHuXlzZGc9XG1XEDF2mP218YPcT2vu0GtjpqRyFLXBwUAwFC3Hr1h1NX0dzqTQgh5kUtg/s320/Captura+de+pantalla+2012-07-26+a+las+16.23.13.png" width="320" /></a></div>
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<span style="font-size: x-small;">NOTAS</span><br />
<span style="font-size: x-small;"><br /></span>
<span style="font-size: x-small;">[1] Mª Ángeles Pérez López es autora de los siguientes libros: <i>Tratado sobre la geografía del desastre</i>, México: UAM, 1997; <i>La sola materia</i>, Alicante: Aguaclara, 1998; <i>Carnalidad del frío</i>, Sevilla: Algaida, 2000; y <i>La ausente</i>, Cáceres: Diputación Provincial/El Brocense, 2004. Además ha publicado, entre otras, las plaquettes <i>El ángel de la ira</i>, Zamora: Lucerna, 1999; y <i>Pasión vertical</i>, Barcelona: Cafè Central, 2007; y las antologías <i>Libro del arrebato</i>, Plasencia: Alcancía, 2005; y <i>Materia reservada</i>, selección de Luis Enrique Belmonte, Caracas: Fundación Editorial El Perro y la Rana/Ministerio de la Cultura de Venezuela, 2007. Se ha recogido su obra hasta la fecha en <i>Catorce vidas. Poesía 1995-2009</i>, prólogo de Eduardo Moga, Salamanca: Diputación Provincial, 2010. </span><br />
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<span style="font-size: x-small;">[2] Pérez López, <i>Atavío y puñal</i>, Tarazona: Olifante, 2012, 56 pp. </span><br />
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<span style="font-size: x-small;">[3] Ya en 2005, en unas palabras publicadas en una de sus antologías, en la que se incluían dos inéditos pertenecientes hoy a <i>Atavío y puñal</i>, Pérez López mencionaba este libro en proyecto, que aún no se titulaba así: “Las arrebatadas mujeres de este libro, por su parte, en el furor y el éxtasis como condiciones violentísimas de quien pelea por la alegría y se rompe en ese esfuerzo, podrían proponer otros posibles títulos, uno de los cuales sería precisamente <i>Contra la ceniza</i>”, en “Algunas notas arrebatadas”, epílogo a <i>Libro del arrebato</i>, cit. El borrador tuvo al menos otro título provisional: <i>Cuerpos de cobalto</i>. Tres poemas del mismo aparecieron también en 2007 en la plaquette <i>Pasión vertical</i>, cit. </span><br />
<br />
<span style="font-size: x-small;">[4] Eduardo Moga comenta con gran acierto las claves de la poesía de Pérez López en “Esplendorosa minucia”, prólogo a <i>Catorce vidas</i>, cit. </span><br />
<br />
<span style="font-size: x-small;">[5] El eco del “río de odio” veleciano en <i>Atavío y puñal</i> supone un feliz homenaje al poeta de Morón justo cuando se cumplen veinte años de su prematura desaparición. Cf. Julio Vélez, <i>Escrito en la estela de El último ángel caído</i>, Madrid: Libertarias-Prodhufi, 1993, pp. 43 y ss. </span><br />
<br />
<span style="font-size: x-small;">[6] Cf. Esteban Peicovich, “El otro amor”, en <i>Poemas plagiados</i>, Buenos Aires: Bajo la Luna, 2008. </span><br />
<br />
<span style="font-size: x-small;">[7] Principalmente <i>La sola materia</i>, cit. </span><br />
<br />
<span style="font-size: x-small;">[8] A excepción, tal vez, de la plaquette <i>El ángel de la ira</i>, cit.</span><br />
<br />
<span style="font-size: x-small;">[9] Cf. Gabriel Celaya, “La poesía es un arma cargada de futuro”, en <i>Cantos íberos</i>, Alicante: Verbo, 1955.</span><br />
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<span style="font-size: x-small;">[10] Antonio Marcos, “La literatura tiene que ser arriesgada y comprometida”, entrevista a Mª Ángeles Pérez López, <i>Batuecas</i>, suplemento cultural de <i>Tribuna de Salamanca</i>, núm. 82, 14 de febrero de 1998, p. VII. </span><br />
<br />
<span style="font-size: x-small;">[11] Luis Enrique Belmonte, “Mostrar el mundo en su sola materia”, prólogo a <i>Materia reservada</i>, cit.</span><br />
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<span style="font-size: x-small;">[12] Charo Alonso, “Mª Ángeles Pérez López: La sola materia”, <i>Batuecas</i>, núm. 82, cit., pp. VI-VII. </span><br />
<br />
<span style="font-size: x-small;">[13] Moga, art. cit. </span><br />
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<span style="font-size: x-small;">[14] Juan Gelman, según sus propias palabras, se sentía “enchalecado” en algún momento por el lenguaje; <i>vid</i>. Pablo Montanaro y Rubén Salvador Ture, <i>Palabra de Gelman</i>, Buenos Aires: Corregidor, 1998, p. 144.</span>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-56173088711562534852009-07-01T13:28:00.000-07:002017-08-20T10:24:51.260-07:00Diagnosticar por los síntomas<span style="font-size: 85%;">[Inés Matute, <i>Focus, once paisajes para Eros</i>, Tegueste (Tenerife): Baile del Sol, 2009.]</span><br />
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<a href="https://images-eu.ssl-images-amazon.com/images/I/51eCRwme6DL.jpg" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img alt="" border="0" height="320" src="https://images-eu.ssl-images-amazon.com/images/I/51eCRwme6DL.jpg" width="228" /></a>Conocí a Inés Matute hace algunos años. Ella, bilbaína que vive ya hace mucho en Palma, dirigía y dirige una estupenda revista de literatura y arte en línea, y yo había aterrizado en Mallorca hacía algún tiempo con mis escritos debajo del brazo. Nuestra amistad, que empezó con mi colaboración en <i>Luke</i>, se ha ido extendiendo progresivamente a sus libros, a los míos, a los <i>últimos jueves</i> de Toni Rigo en Literanta, al tapeo, a salir juntos en una antología de Román Piña y, con permiso de Malene y Joaquín, a la confidencia. Hace tiempo ya que me he resignado a dejarme arrollar por la vitalidad de Inés, que parece inagotable y es un excelente estímulo. Ahora me dejo arrollar una vez más y con gran placer por el tren narrativo de su <i>Focus, once paisajes para Eros</i>.<br />
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Queda muy claro desde el título de este volumen: mucho más importante que el amor y el sexo en sus diversas facetas es su <i>paisaje</i>, o sea, todo eso que los rodea e impide que constituyan una experiencia pura y unívoca, al estilo romántico. Inés Matute ya había demostrado en <i>Autorretrato con isla</i> (Tegueste: Baile del Sol, 2007) ser conocedora del carácter esencialmente relacional y, por tanto, conflictivo de la naturaleza humana. El amor no puede escapar a ese esquema problemático y delimitado por infinitas aristas, algunas de ellas ocultas a nuestro entender y la mayor parte de las veces dolorosas y perfectamente ajenas a la concepción edulcorada que tanto han cultivado la literatura y el cine. Del padre Fulgencio, uno de los personajes que habitan el libro, es la sabia afirmación que sigue: “Los tipos puros no existen. No hay hombres fuertes y hombres débiles: hay diferentes maneras de combinar la fuerza con la propia debilidad”.<br />
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Que Matute es una escritora de raza lo demuestran el humor que destilan sus relatos y que suele cuajar en inteligente ironía e incluso en sarcasmo, de acuerdo con una visión de la vida alejada de la ingenuidad o el idealismo; su cosmopolitismo, que permite que ningún contexto geográfico, cultural, sexual o profesional sea ajeno a su interés narrador; y la apertura tanto a los cuentos que respetan los límites de la realidad posible como a aquéllos que, por su contenido fantástico u onírico, exigen un saludable reacomodo de la imaginación lectora. El relato parece ser siempre un reto para Matute, y en esto se nota la calidad de los narradores orgullosos.<br />
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Así, encontraremos en el libro relatos de intriga; y, tratándose de Matute, esa intriga será de carácter eminentemente psicológico. En “Trabajo de abejas” comprobamos la confusa condición de un amor rechazado; una imagen como “siento que el corazón se me abre y de su interior sale un sapo colorado” expresa el doloroso atolladero personal que supone un amor culpable pero imposible de contener. En “Rojo y picante” se explora, con total desenvoltura y desde una voz políticamente incorrecta, el papel que los recuerdos desempeñan en la identidad de las personas, y hasta qué punto la desmemoria es un estado temido y deseado al mismo tiempo. “Floraciones” indaga de nuevo en las posibilidades del juego de los indicios y de los desenlaces inesperados; las menciones recurrentes a Agatha Christie no son casuales en esta historia de celos, dudas y amor propio por encima de las convenciones éticas.<br />
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“Torres gemelas” aprovecha el impacto de un acontecimiento que ha marcado a las generaciones presentes –y que conforma ya una de las metáforas de nuestro tiempo– para glosar cierta modalidad del amor que sólo en apariencia se aparta de la convención romántica, pero que abunda en este caso en la abnegación, en la dignidad y en la persistencia más allá de la enfermedad y la muerte. “Un lindo capullo”, por su lado, desmitifica el contemporáneo mundo del sexo por Internet. La complejidad de las relaciones convencionales (el engaño, los complejos, los miedos, la correción social) se traslada al mundo virtual, y los detalles cómicos no impiden que la reflexión sobre la incomunicación y el aislamiento nos deje un regusto amargo.<br />
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“Impar en Lannemezan” es la sorprendente historia de una mujer solitaria que busca el deseo perdido en un rincón de los Altos Pirineos, y para ello no dudará en seducir a todo aquel que se cruce en su camino; “Boda con panteras” es una melancólica ventana sobre la ambigüedad, los celos y los amores descompensados; “¡Peliculera!” deja constancia de que el amor y el odio están más cerca el uno del otro de lo que a veces suponemos. En el terreno fantástico, “Firmado en las nubes” presenta a la muerte como una hembra engañosamente deseable. “Efecto dominó” constituye una narración espléndida, de una precisión y una ternura incalculables, expresión de una femineidad sorprendente y muy reveladora. “Asaltacamas”, por último, es una divertida fábula en que dos amantes en busca de una cama que se les niega reiteradamente se dan paradójicas y sucesivas citas con una serie de personajes de la literatura y el arte universales. El nexo de unión entre ellos es su encadenamiento a una cama (voluntario o determinado por la enfermedad física o mental), que desliza así la materia erótica en el ámbito del desencanto vital.<br />
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Son múltiples aspectos del amor, todos ellos instalados en la dificultad de proporcionar al mismo un cauce estable, sereno, reconocible, inequívoco, fluido o equilibrado. Este libro de Inés Matute deviene, así, diagnóstico acertadísimo de una dolencia que en el fondo conocíamos pero que, anclados aún en convenciones amorosas del siglo XIX, no nos atrevíamos a declarar en voz alta. Dada la intrínseca imposibilidad de un discurso coherente sobre el amor o desde el amor, parecen proponer estos cuentos, abordemos sus circunstancias. Lo cual es, creo yo, un magnífico punto de vista narrativo y, narraciones aparte, prueba de considerable inteligencia.<br />
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<div style="text-align: right;">
<span style="font-size: x-small;">(Prólogo del libro). </span></div>
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-41642035442827500502008-10-06T01:25:00.000-07:002012-07-26T06:46:41.483-07:00“Ya nuestra vida es tiempo, ya nuestro tiempo es canto”: por qué la literatura de Avelino Hernández es vida, y su vida literatura<span style="font-size:85%;">[Avelino Hernández, <em>Cartas desde Selva</em>, presentación de Ignacio Sanz, Segovia: Caja Segovia, 2007]</span><br /><br /><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhqTDHawrevhs8Gdp84F2CkUOOMQ3KyfoaoYyqFKyjmBQ6T89p8cTnU9wPUjXs4Ad624CGK3twJCgoY78urOl8cEZII8j43_RI9ke6ss6xzLhwCWgkGOg-7YTIuez3aRA7jfqNuwNXBT_0/s1600-h/cartasdesdeselva.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5072310946911295618" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 0px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhqTDHawrevhs8Gdp84F2CkUOOMQ3KyfoaoYyqFKyjmBQ6T89p8cTnU9wPUjXs4Ad624CGK3twJCgoY78urOl8cEZII8j43_RI9ke6ss6xzLhwCWgkGOg-7YTIuez3aRA7jfqNuwNXBT_0/s320/cartasdesdeselva.jpg" border="0" /></a>Como escritura del yo que es o parece ser, <em>Cartas desde Selva</em> aporta datos fundamentales de la vida, la obra y el contexto de Avelino Hernández. Datos sobre su relación con Mallorca, desprejuiciada y gozosa; sobre sus amigos; sobre su práctica epicúrea, que no es lo mismo que hedonista: un disfrutar de la vida complementado por el estoicismo que nos asegura, en conocidas palabras de san Agustín, que “no es rico el que más tiene sino el que menos necesita”; sobre su admirable manera de afrontar la enfermedad, que, conforme con esa filosofía epicúrea, lo impulsa a ordenar su vida para sacarle el mejor partido de acuerdo con las nuevas circunstancias, y a interpretar esta etapa como “una segunda vuelta de tuerca en la línea de tirar por la borda tantas inutilidades que ya iniciamos con nuestro abandono de Madrid y enraizamiento en Selva”.<br /><br />También aporta datos sobre su manera de entender la literatura: en numerosas ocasiones afirmó que “cómo vivir ha sido siempre el único argumento de nuestra obra”. Y esto que solemos decir de que “en Avelino la vida es literatura y la literatura es vida” es muy cierto y queda muy bien, pero en el análisis compromete más bien poco. Decir esto y no decir nada es casi lo mismo: ¿qué literatura se puede decir que no sea vida e, incluso, qué vida se podría decir que no fuese literatura? En el terreno de los epistolarios parece más evidente aún este componente subjetivo que nos hace identificar el yo lírico o narrador con el yo referencial, con el Avelino de turno o el Flaubert de turno. A esta afirmación de que “en Avelino la vida es literatura y la literatura es vida” habría que aplicarle el método científico para ver si en su caso significa más que lo que significa en tantos otros.<br /><br />Por suerte o por desgracia, uno es aprendiz de muchas cosas (y maestro de ninguna). Uno de los campos del saber que más me interesan es el de la cultura escrita, y en particular los estudios que atañen a las escrituras ordinarias, a la escritura de la gente común. Bajo este paraguas académico, que no pertenece al ámbito de la literatura, sino al de las ciencias sociales, se refugia un peculiar grupo de historiadores, sociólogos y antropólogos (y también, no obstante, filólogos) muy rigurosos pero muy poco académicos, en el mal sentido del término “académicos”, científicos que, antes que a los archivos institucionales y a sus montañas de documentos oficiales y, por tanto, orientados hacia la Historia con mayúsculas, y antes que a los archivos privados de escritores o de estadistas, prefieren acudir a la producción escrita de la gente común: aquella gente que no es profesional de la escritura y que, por tanto, en sus diarios, cartas, cuadernos de cuentas o memorias no pretenden cuajar un estilo propio, sino más bien contar algo o interactuar con sus congéneres. El diario de una jovencita (que hoy ya no sería un diario, sino un <em>blog</em>) no es un escrito literario: por su naturaleza, trasluce mucho más de su realidad inmediata que de ficción alguna. Las cartas de un soldado a su novia tampoco son cartas literarias, sino un vehículo práctico de comunicación que echa raíces firmes en la realidad, y no en la imaginación ni en una voluntad de estilo que ni interesa ni, a veces, podría emprenderse con garantías de éxito. Son escrituras modestas, tremendamente vivas, populares, que a veces nos dicen más de la realidad que lo que nos puedan contar los epistolarios de los grandes hombres.<br /><br />Con Avelino estamos ante un dilema: si era un escritor, y lo era, y uno de los grandes, ¿cómo podemos aplicar a sus cartas este esquema de las escrituras ordinarias en la esperanza de que sus escritos se nos revelen más espontáneos que los de otros escritores, más escritura de la gente común, más escritura popular y, por tanto, mejor reflejo de la realidad y constatación de aquella afirmación de que “en Avelino la vida es literatura y la literatura es vida”? ¿Acaso no hay voluntad de estilo en estas cartas? Yo creo que la hay: siempre la hay en Avelino, que hasta donde yo conozco era alguien que veneraba la palabra y jamás se habría atrevido a usarla de manera inconsciente o despreocupada.<br /><br />Y antes he mencionado a Flaubert porque quiero hacer una comparación muy fácil. Efectivamente, los escritores, cuando acuden a la escritura del yo, y en particular a las cartas, no son como los demás corresponsales. En ellos, aparte el factor estilístico que, como es natural, nunca abandona a los profesionales de la escritura, el yo es muy potente. Sea para satisfacer la vanidad, sea para descargar sus culpas o disimular sus complejos, para promocionar la propia producción literaria, para expresar el propio discurso existencial o para dar, en cualquier caso, rienda suelta a todo aquello que no se puede o no se quiere decir en un poema o en una novela, en un epistolario de escritor el yo es claramente predominante. Quien ha leído las magníficas cartas de Flaubert, las dirigidas a Louise Colet por ejemplo, ha comprobado que reflejan un yo desbordante, un yo que desprecia de manera insultante no ya los intereses, sino incluso los sentimientos de aquella mujer a la que llamaba su amante. (Hay que conceder que Louise Colet a veces se merecía que la despreciaran un poco.) En cualquier caso, la escritura del yo, en el caso de los escritores, es a menudo una escritura fuertemente subjetiva, enraizada en cierta ficción de sí mismos o en una realidad que gira en torno al propio autor; una escritura de la que no podríamos predicar que desvele la realidad común; una escritura de la que ni el historiador ni el antropólogo podrían servirse como fuente fiable.<br /><br />¿Por qué creo yo, entonces, que podemos aplicar a las <em>Cartas desde Selva</em> este criterio analítico? Antes he dicho que se trata de una escritura del yo, pero hay que matizarlo. En este libro luminoso (cuya organización debemos a Teresa Ordinas, que siempre prefiere quedar en segundo plano, pero que sabe como nadie cómo ordenar un material tan sumamente disperso y abundante), leemos cartas a destinatarios diversísimos, y en cada misiva, sin abandonar nunca el estilo al mismo tiempo llano y cervantino que le era propio, Avelino atiende las necesidades de cada corresponsal empleando un registro u otro, un enfoque u otro. No escribe de la misma forma al joven que le remite un poemario que a su agente, no escribe igual a su amigo americano que al poeta de Zamora. Escribe en función de quien ha de leerle. El que no conozca los textos de Avelino podría interpretar este ejercicio como manifestación de un carácter acomodaticio, bailador del agua, tal vez hipócrita. ¿Acaso no tiene voz propia?, dirá el que no conozca. Pero sí: tiene una voz propia tan poderosa, tan múltiple y tan fértil de matices, que puede usarla en mil y un tonos sin perder un ápice de eficacia ni de sinceridad.<br /><br />Es esta condición eminentemente generosa la que marca diferencias, y lo hace especialmente en los momentos difíciles en que la enfermedad ha hecho presa en el autor y lo somete al dolor y a desagradables certezas. Cualquier otro, escritor o no, hubiera sufrido cuando menos un cambio de humor. En cambio, el único argumento de la obra de Avelino sigue siendo vivir. Y sigue atendiendo con exquisito interés los libros que le mandan, que lee y comenta minuciosamente. Así lo hace con Alberto Manrique, con Jesús Espasandín, con Miquel Àngel Lladó o con Miquel Rayó. Y en cada carta adapta el tono a lo que su corresponsal, escritor, amigo o familiar, necesita.<br /><br />Es ejemplar su carta de 17 de noviembre de 2002 a Ignacio Sanz y Claudia de Santos, a quienes llama “colegas en afanes y dolencias”. Esta carta me parece una obra maestra, y un nítido argumento a favor de la tesis que estoy defendiendo. Hay que aclarar que en ese momento Claudia combatía también un cáncer. Me vais a permitir que os recuerde las palabras que les dirige Avelino:<br /><br /><blockquote><span style="font-size:85%;">Ahora empezamos la carta. A lo mejor tenía que empezarla preguntando por cómo está la recién operada y enviándole ánimos. Pero voy a hacer lo contrario: como los males y las soluciones son similares, en lugar de interesarme por vosotros voy a liarme a hablar de nosotros [p. 211].</span><br /></blockquote>Pero es mentira. Después de describir su actitud ante la enfermedad, que califica de “gran oportunidad en la vida”, de contarles su actitud ante el reconocimiento literario, de hablarles de proyectos de presente y de futuro, termina la carta mintiendo de nuevo:<br /><br /><blockquote><span style="font-size:85%;">Inmisericorde y cruel es el trato que esta vez os doy en esta carta, que responde descaradamente a una necesidad interior mía para cuya satisfacción os empleo de pantalla. […]<br /><br />Tenéis una forma de vengaros: haced lo mismo: coged el ordenador y liaros a contarnos qué hacéis, qué pensáis y qué planes vais empezando a hacer para el inmediato futuro. ¿Cómo va la casa? Mirad bien y estad atentos porque en esas obras siempre salen tesoros de judíos que escondieron al irse [pp. 214-215].</span></blockquote>Avelino, con el pretexto de desahogarse, ha entregado a su amiga enferma unos ánimos llenos de fuerza positiva y de pistas para seguir en el camino. Ni hablando de su propia enfermedad es capaz de pensar en otra cosa que en sus amigos. Poniendo su literatura al servicio de la realidad, aproxima sus cartas a la condición de documento y teje con ellas un magnífico tapiz de la vida. Al simultanear en sus intereses a sí y a los otros, está imprimiendo en su escritura un valor de herramienta común que la acerca a lo popular u ordinario; lo cual no parece poca virtud en un escritor.<br /><br />Por eso decía que hay que matizar el criterio empleado en el análisis. <em>Cartas desde Selva</em> no son estrictamente escritura del yo. Lo que hacía Avelino era <em>escritura del nosotros</em>: era incapaz de plantearse la literatura en términos menos generosos (como la vida). De ahí, de ese no concebir la literatura como tener, sino como ser y darse (como la vida), de atender a los que lo rodearon al mismo tiempo o antes que a sí mismo (como hacía en la vida), se deduce la no subjetividad, la no objetividad, sino la <em>intersubjetividad</em> de sus cartas y, por tanto, la incuestionable y especialísima verdad que encierra la identificación de literatura y vida que, a efectos de nuestro discurso, cuestionábamos al principio. Perfeccionando a Machado, Avelino escribe: “Ya nuestra vida es tiempo, ya nuestro tiempo es canto”. Y vida es, pese a todo, lo que nos queda; porque este hombre no sabía dar otra cosa. <strong>Paralelo Sur (texto de la presentación del libro en la Llibreria Àgora, Palma de Mallorca, 24 de mayo de 2007).</strong>Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-22344306090967778112008-04-08T07:19:00.000-07:002012-07-26T06:09:50.718-07:00Memoria de la gente común<span style="font-size:85%;">[Quim Aranda, <em>El avión de madera que logró dar media vuelta al mundo</em>, Canet de Mar (Barcelona), Candaya, 2007]</span><br /><br /><a href="http://www.candaya.com/portadaelavionpp.jpg"><img style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 0px 0px; WIDTH: 216px; CURSOR: hand" alt="" src="http://www.candaya.com/portadaelavionpp.jpg" border="0" /></a>Fumar es en la primera novela de Quim Aranda (Barcelona, 1963) <em>leitmotiv</em> central del libro. El tabaco, que durante varias generaciones y de manera universal estuvo presente entre nosotros sin sus actuales connotaciones negativas, fue objeto de publicidad y símbolo polisémico, pero también silencioso protagonista de ritos cotidianos que, sin armar demasiado ruido, estaban presentes en cada momento de nuestras vidas. En esta novela sobre la memoria y la identidad, el cigarrillo se nos antoja un índice más que pertinente de aquello que se pretende narrar. El deseo de fumar desencadena ya en la primera línea el proceso de la memoria. Fumar sirve para caracterizar los personajes y como metáfora general de la existencia; es epítome de pulsiones y tranquilizante contra el miedo a volar. Fumar es, siempre, gesto repetido que afianza al hombre en la realidad, que nos retrotrae al mismo tiempo a costumbres y conciencias de otro tiempo. Pero fumar es así mismo práctica social, expediente para romper el hielo o marca de nivel económico. Es, finalmente, símbolo de libertad. Fumar ha estado tan inserto en lo cotidiano y es tan revelador de vida, y la novela de Aranda lo refleja tan eficazmente, que a los militantes de la prohibición del tabaco en los lugares públicos nos debería hacer reflexionar sobre la condición definitivamente humana del fumador. No es poco.<br /><br />Pero <em>El avión de madera que logró dar media vuelta al mundo</em>, evidentemente, no se limita a reivindicar el hábito de fumar. En él encontramos, como ya se ha señalado, una lúcida y densa reflexión sobre la memoria, que en esta novela es contenido y estructura formal. El mecanismo de la memoria queda expreso en la página 25 y describe, al mismo tiempo, el procedimiento narrativo:<br /><br /><blockquote><span style="font-size:85%;">“Pero será mejor no adelantar tantos acontecimientos. Será mejor, en la medida de lo posible, ir poco a poco. Y ordenar los papeles y los recuerdos por años, asociarlos a personas, a ciudades. Para evitar que unos a otros se sobrepongan hasta confundirse.<br /><br />“[…] Aunque, ¿y si fuera así como trabaja la memoria? ¿Y si la memoria fueran estímulos que se azuzan los unos a los otros, saltos hacia delante en el tiempo, vueltas atrás apresuradas y sin sentido aparente? Un caos de hechos e imágenes, una sucesión que no puedes controlar.”</span></blockquote>El narrador conoce bien las trampas de la memoria: “¡Cómo puede llegar a ser tan fugaz y caprichosa la memoria!”, exclama en la página 165, y reconoce dónde la memoria se tiñe de subjetividad y dónde escapa a los requisitos de la fidelidad a los hechos: “Los encuentros con amigos de mis padres eran interminables y la mayor parte, aunque sea un juicio que emito <em>a posteriori</em>, aburridos” (187), asumiendo así la imperfección de la memoria como discurso veraz.<br /><br />La memoria se sirve también de la escritura, y <em>El avión de madera</em> es un hermoso –por lo infrecuente– reconocimiento pleno de la escritura como manifestación cultural y vital de la gente común. Muy lejos de la producción de los profesionales de la escritura (escritores, historiadores, legisladores, juristas, notarios, periodistas), las escrituras cotidianas recogen la singladura vital de los protagonistas de la intrahistoria –muchas veces, permiten recuperar la memoria de los arrinconados por la historia. En esto, más que en otros componentes más explícitos en un sentido político o histórico, se revela la naturaleza radicalmente comprometida de este libro.<br /><br />Así pues, las cartas son uno de los desencadenantes de la historia narrada, pero también elemento de la misma como factor de conservación de la memoria. La carta se nos presenta como una costumbre familiar que comienza con las enviadas al abuelo preso: “un hábito adquirido en la época en que enviaba una carta semanal al abuelo Justo” (61). La abuela, se nos relata, “nunca desfalleció en su costumbre, ya que tenía la certeza de que aquellas noticias suyas –exhaustivas hasta el límite del papel– ayudarían a su marido a sobrellevar los rigores de la cárcel y a darle un hilo de esperanza para superar la separación a que se veían sometidos sin saber con exactitud por qué” (62). La carta es relato de vida (“aquellas cartas […] eran, en el fondo, la misma: una novela, la historia de sus vidas –también de las nuestras […]”, 63), pero también crónica de lo público (“con aquella información periódica que nosotros saludábamos con alegría, como si hubiera decidido convertirse en la cronista que nunca tuvo Escua, la abuela dejó muchas huellas –¿imborrables?– de la vida del pueblo”, 67). Fenómenos que los historiadores y los antropólogos comúnmente estudian aparejados a la escritura cotidiana, como la escritura delegada por causa de ceguera (70) o la lectura en voz alta de cartas a la familia (75-76), son objetos de reflexión en esta novela, descritos casi etnográficamente como prácticas propias de los desarraigados.<br /><br />Y, junto a las cartas, los diarios como fe de lo vivido: “ahí están las cartas de la abuela Teresa y los cuadernos de don Ricardo”, contra la evidencia de los muertos y del pueblo desaparecido bajo las aguas del pantano (227). Y, junto a las escrituras de la gente común, también los libros al alcance de la gente común. La destrucción de los libros de una biblioteca parece afectar, más que a nadie, a los desposeídos, incluso –vallejianamente– a los que por su género de vida y su formación podrían parecer más alejados de la lectura. Los volúmenes de la biblioteca de la anegada Escua aparecen en las pesadillas del protagonista: “buceo en un lago sin fondo y de aguas gélidas y debo recomponer, una a una, todas las palabras de una biblioteca infinita allí desaparecida; todas las palabras de los míos, voces que oigo en las profundidades de mí mismo, relatos que me llegan en medio de la noche, cartas […]” (229). En una carta leemos que “papá tal vez creía que perder aquellos libros era como perder una parte de sí mismo” (411). Así, la palabra escrita queda marcada como patrimonio de los desheredados, como instrumento de una memoria que no debe caer en el olvido.<br /><br />En este sentido, <em>El avión de madera</em> incurre –sin abuso– en un asunto que está de actualidad sin que muchas veces sepamos exactamente en qué consiste, la muy manipulada y muy mal denominada <em>memoria histórica</em>. Hay un párrafo muy significativo en este sentido: “O, precisamente, por eso, porque son rojos, hay que enterrarlos rápidamente, en cualquier lugar, sin dejar rastro. Para que nadie los recuerde. Tenemos que echarles tierra encima rápidamente, sargento. Mucha tierra” (208). Aranda deja constancia de cómo, para los vencidos en la guerra, la memoria de aquella gran derrota vuelve una y otra vez con cada pequeña derrota cotidiana, con cada decepción. El autor toma partido sin vacilación y no elude la alusión a uno de los dramas irresueltos de nuestra historia; no por casualidad la familia protagonista se apellida Rojo. La España de posguerra aparece en las páginas de <em>El avión de madera</em> con tintes grises (“todos sin excepción se movían con lentitud. A ritmo de domingo y de país atrasado”, 97) y asociada con un concepto amplio de muerte: hambre, tuberculosis, frío, sabañones, tristeza, cárceles, ejecuciones… “Algunos”, insiste, “sospechaban que también se moría en vida de una muerte lenta: la miseria moral. Pero tenían que callar. La muerte era silencio. […] No más horizontes que el autorizado, no más futuro que el impuesto” (147).<br /><br />La emigración aparece como solución a la precariedad económica y, sin embargo, se nos presenta como paradoja: “aquella decisión contribuyó más de lo previsible a encadenarla de por vida al pasado del que pretendía huir, del que huyó toda su vida para, al final, tratar de regresar a él” (42). En la novela hay todo un símbolo del pasado que desaparece como fruto del progreso y de la victoria de unos sobre los otros: Escua, el pueblo desaparecido bajo las aguas del pantano. El recuerdo idealizado de lo que ya no existe sirve de palanca para mantener la tensión –que no oposición– entre memoria y progreso. Y la paradoja no cesa nunca para el personaje central. El viaje es aquí omnipresente metáfora del desarraigo: en la emigración, pero también en la profesión de Marcelo Rojo, mensajero aéreo que, no obstante, nunca superará su muy simbólico miedo a volar. De nuevo encontramos un reiterado <em>leitmotiv</em> en el sintagma “la alegría del superviviente” tras cada viaje. La vida es, así, presentada como un viaje al que sobrevivir cada día.<br /><br />Aviones, por tanto. Aviones, lenguaje aeronáutico y conocimientos técnicos sobre vientos, pistas de aeródromo, maniobras, modelos de avión y sus partes o características, accidentes aéreos... Los frecuentes indicios de la voz narrativa (“casi al tiempo que avanzo en la escritura de estas páginas”, 164) nos permiten suponer en Quim Aranda una formación y unas aficiones que prestan al narrador un factor importante de verosimilitud: estudios de historia, periodismo, aviones... Los indicios no se limitan al elemento autobiográfico, sino también al propio relato; Aranda maneja esos indicios con notable destreza, por ejemplo cuando utiliza la lluvia como contexto de momentos escogidos del recuerdo, cuando avanza información que administra cuidadosamente o cuando emplea repeticiones como la mencionada “alegría del superviviente” o el “¿Qué pasará ahora, Justo?” que la abuela pronuncia habitualmente como pie para una enumeración de tristezas derivadas de la guerra, episodios de opresión de la posguerra, el anunciado anegamiento del pueblo, la emigración y otros puntos claros de inflexión de las vidas de los protagonistas.<br /><br />En el debe del autor debemos anotar un par de rasgos de inexperiencia que es muy importante que supere en ulteriores entregas. El primero es la extensión: el ritmo muy lento de la novela empece su rigor y llega a perjudicar el interés del lector. Nos consta que el manuscrito llegó a constar de más de novecientas páginas, pero las más de seiscientas de que finalmente consta la novela editada nos parecen aún demasiadas. La innegable facilidad de Aranda para anudar episodios, el elemento dramático y una proustiana eficacia evocadora no justifican a nuestro entender semejante extensión. Un segundo defecto, tal vez menos importante pero llamativo, es la presencia de errores comúnmente evitados o evitables, que sugieren un dominio imperfecto del idioma y deslucen el relato. En el empleo de palabras extranjeras que es natural en un relato en que el viaje es central detectamos demasiadas incorrecciones o tal vez erratas: “scrable” por <em>scrabble</em>, “wan” por <em>van</em>, “Luttwaffe” por <em>Luftwaffe</em>, “Spit Fire” por <em>Spitfire</em>, “Boby Charlton” por <em>Bobby Charlton</em>... También encontramos catalanismos bastante comunes: la locución conjuntiva causal “como que” (107); “reprendiera” por <em>retomara</em> (142); o “mal fiando” por <em>desconfiando</em> (163). Desafortunada parece la expresión “henchido de dolor”; un desliz semántico perdonable “carlinga” por <em>fuselaje</em>; y muy reprobables las expresiones “punto y final” (56), “detrás suyo” (95) o “delante mío” (193), así como la acumulación de complementos directos en subordinadas de relativo, como en “una imagen que, en ocasiones, me ha parecido revivir<em>la</em>” (95).<br /><br />En definitiva, <em>El avión de madera que logró dar media vuelta al mundo</em> es un magnífico retablo de la identidad de los desheredados del siglo XX español, escrito con un regular desempeño de la escritura y cierta desmesura en cuanto a la extensión, pero con un buen dominio de los recursos narrativos y, sobre todo, un ejemplar conocimiento de los resortes del recuerdo aplicados a la narración y una medida y muy necesaria reivindicación de la memoria mal llamada <em>histórica</em>: la memoria de la gente común. Aranda, así, toma partido eludiendo con inteligencia el tono panfletario. <strong>Turia</strong>.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-44431043080303182322008-01-14T06:38:00.000-08:002012-07-26T06:10:12.105-07:00Los diarios de un exiliado en París (1940-1944)<span style="font-size:85%;">[Nicolau M. Rubió i Tudurí, <em>Llatins en servitud. París 1940-1944</em>, prólogo, traducción y notas de Josep Maria Quintana, Palma de Mallorca: Lleonard Muntaner Editor, 2006]</span><br /><br /><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjDW4250S_qxoEA8If7vhSy6o6vCFkArpQkuBT1Lfbr68NcYKN1MKTysF_2VQAtKf58KreqFYbhOoORuXrcime-oF0AepgcO4wj-anKyLFHAZwXXH6nL9uYgfYRQgurBgWgJoWyV0y5HOs/s1600-h/Rubio2.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5155344698821423682" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 0px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjDW4250S_qxoEA8If7vhSy6o6vCFkArpQkuBT1Lfbr68NcYKN1MKTysF_2VQAtKf58KreqFYbhOoORuXrcime-oF0AepgcO4wj-anKyLFHAZwXXH6nL9uYgfYRQgurBgWgJoWyV0y5HOs/s320/Rubio2.jpg" border="0" /></a>Nicolau Maria Rubió i Tudurí (Mahón, 1891-Barcelona, 1981), perteneciente a una familia de técnicos e intelectuales catalanes, fue arquitecto, paisajista (responsable, por ejemplo, de los jardines de Montjuïc o del Palacio de Pedralbes) y escritor. Hoy, su figura y su obra están siendo reivindicadas gracias al trabajo de algunos estudiosos y de instituciones como la Fundación Nicolau Maria i Montserrat Rubió (NMART, Barcelona) o el Instituto Menorquín de Estudios (IME, Mahón), dependiente del Consejo Insular de Menorca. Rubió i Tudurí, un “burgués liberal, culto y civilizado”, huyó del fascismo y de la revolución catalana en 1937 para refugiarse en su admirada París. Depurado en su ejercicio profesional por la dictadura franquista en 1940, vivió en la capital francesa la ocupación alemana de 1940-1944. En 1945 decidió volver a Barcelona, adonde viajó en compañía de Josep Maria Sert (quien moriría el mismo año).<br /><br />Aparte su abundante producción técnica, su obra literaria y su pensamiento ha sido objeto de una tesis doctoral y de una monografía de Josep Maria Quintana. De sus escritos personales, Quintana edita ahora una selección compuesta por cuatro textos mecanografiados, tres de ellos originalmente escritos en francés y uno en catalán: a) las notas en forma de diario tituladas <em>Latins en servitude. Paris 1940-1944</em>; b) la breve memoria <em>Exode. De Paris à Soings-en-Sologne et retour, du 11 Juin au 3 juillet 1940</em>, fechada en julio de 1940; c) el diario <em>Campanya de França, 1944</em>, treinta folios en catalán sin corregir; y d) <em>Dernier voyage de Josep Maria Sert de Paris à Barcelone</em>, unas notas del viaje en automóvil de vuelta a España que Sert y Rubió compartieron en 1945, que se conservan junto con su traducción al catalán, posiblemente del mismo Rubió y Tudurí. Se trata de un interesante conjunto de testimonios sobre la vida de los españoles exiliados en el París ocupado por Hitler, sobre la misma ocupación, sobre las relaciones entre franceses y ocupantes, sobre las violencias y las estrecheces de la guerra, sobre la vida de artistas como Picasso o Sert y sobre la propia actividad literaria de Rubió y la existencia cotidiana de su familia en aquellos años tristes. Estas páginas alumbran también el pensamiento más mediterraneísta que catalanista –humanista en todo caso y también eurocéntrico– del arquitecto menorquín, quien lo desarrollará por extenso en un ensayo escrito precisamente en esos años, <em>La Patrie Latine</em>.<br /><br />De todos estos textos, el primero, que da título al libro, y el último son los que menos nos interesan desde el punto de vista de la escritura autobiográfica, dado su carácter más netamente literario. <em>Latins en servitude</em>, redactado o decantado <em>a posteriori</em> en forma de notas diarias, añade voluntad de estilo y un poderoso elemento reflexivo a algunas impresiones que aparecen en <em>Campanya de França</em> con mayor urgencia y frescura. Su interés no estriba, pues, tanto en su carácter de escritura del yo como en sus contenidos testimoniales y filosóficos. Las notas del viaje a Barcelona con Sert forman también un relato de evidente intención literaria, que no exhala el perfume de la inmediatez y la sinceridad que aquí nos interesa. <em>Exode</em>, por su lado, es un texto fresco y vibrante, redactado a modo de memoria también con posterioridad a los hechos descritos: la huida de París al campo en la primavera de 1940 ante la llegada de los ejércitos alemanes y el regreso a la capital tras el armisticio. La presencia en el discurso de detalles muy pormenorizados acerca de lugares, nombres, climatología, etc., así como de una gran exactitud cronológica, afinada hasta la hora en que suceden buena parte de los hechos, apunta hacia la existencia de unas notas diarias previas que desconocemos. Pese a la elaboración del texto, éste conserva la viveza de lo vivido muy recientemente. Por último, el texto titulado <em>Campanya de França, 1944</em> sí reúne las condiciones de un diario sin ulterior elaboración, por tratarse “d’un text no preparat definitivamente per a donar a la imprenta”, en palabras del editor, Josep Maria Quintana, que afirma haber corregido su gramática y su ortografía. El trabajo de edición de Quintana, cuyas numerosas y notables imprecisiones en la traducción, en las referencias y en la organización de los materiales no es el momento de enjuiciar, excluye la posibilidad de analizar de forma absolutamente fidedigna las características lingüísticas y estilísticas de los textos recogidos en el volumen.<br /><br />Excusado lo antedicho, <em>Campanya de França, 1944</em> constituye un texto ejemplar e interesantísimo en lo que se refiere a su tipología. Las notas vienen encabezadas por fechas que van del 6 de junio al 26 de agosto de 1944. Escritas originalmente en catalán, conforme a la edición de Quintana incorporan numerosas palabras y expresiones francesas que justifican la honda integración de Rubió i Tudurí en la cultura y la sociedad del país vecino. Cada nota suele incluir información bastante exhaustiva y más o menos objetiva sobre los diversos asuntos que a Rubió le parecieron dignos de reseña en aquellos momentos históricos: las alertas de bombardeo y los ataques y sobrevuelos de aviones aliados; noticias radiofónicas acerca de los avances aliados en suelo francés (desembarco, establecimiento de cabezas de puente, combates, liberación de diversas localidades, combates en los suburbios de París) o en los frentes internacionales; la presencia de militares alemanes en las calles, que disminuye progresivamente, y la de los combatientes de la Resistencia, que crece en inversa proporción, solapándose ambas en algunos momentos de confusión en las postrimerías de la ocupación germana; los rumores que cunden entre la población; incidentes nocturnos; suministros (“he portat cebes, cols, cireres i ravanets”, por ejemplo, o la reiterada alusión a la cola del pan, una de las actividades que Rubió reseña casi cotidianamente); precauciones necesarias y celebraciones inevitables. Pero también apunta Rubió pequeños hitos personales: las relaciones con otros españoles y, en particular, con otros artistas e intelectuales catalanes en el exilio; la documentación en bibliotecas y los avances de sus escritos, ya sean dramáticos, historiográficos o ensayísticos; otras actividades cotidianas como pasear, ir al cine o al teatro, asistir a conciertos, visitar exposiciones, etc.; y el tiempo que ha hecho ese día.<br /><br />Da la sensación de que Rubió i Tudurí, llegado el momento decisivo de la victoria aliada, no quiere dejar de hacer constar ninguna de las vicisitudes privadas o públicas que vaya a vivir en los meses que separen Normandía de la evacuación nazi de París. Las notas de este texto están prácticamente exentas de reflexión; parece que Rubió pretende dejar que los hechos hablen por sí solos y, así, es elocuentemente aséptico cuando atestigua que “la fruitera de baix ens diu que la seva <em>petite nièce</em> li telefona de Clamart que ja ha embrassé un soldat de la divisió Leclerc”; o cuando concluye su diario con una entrada correspondiente al 26 de agosto de 1944 enormemente sucinta y, al mismo tiempo, significativa: “Obro el balcó, fa sol, i ja som a l’altra banda”. Lo subjetivo vendrá luego, cuando Rubió utilice estas notas, que han descrito con sobria exhaustividad su vida durante más de dos meses, en la elaboración de <em>Latins en servitude</em>, ampliando por medio del recuerdo lo que aquí sólo quedó apuntado, o eliminando lo que, teniendo un interés cotidiano, carece de él a la hora de las grandes reflexiones.<br /><br />Tenemos, por tanto, unas notas redactadas con cierto prurito notarial, pero también pensadas para ser empleadas en un proceso posterior de recuperación de la memoria. Se trata de un uso consciente de la escritura autobiográfica como documento, que no impide que esta actividad tenga, por otro lado, un segundo sentido: la escritura se constituye en el ámbito de la resistencia frente al <em>status quo</em> repudiado por el autor. De alguna manera semejante a como funcionan este tipo de escritos en contextos de confinamiento, el arquitecto liberal –que no es un hombre de acción y a quien la violencia repugna profundamente– proclama en el ámbito privado de la escritura la esperanza que no le está permitido publicar. <strong>Cultura Escrita & Sociedad</strong>.<br /><br /><span style="font-size:85%;"><strong>Referencias bibliográficas</strong><br /><br />CASTILLO GÓMEZ, Antonio, y SIERRA BLAS, Verónica (editores): <em>Letras bajo sospecha. Escritura y lectura en centros de internamiento</em>, Gijón: Trea, 2005.<br />QUINTANA, Josep Maria: <em>Nicolau Maria Rubió i Tudurí (1891-1981). Literatura i pensament</em>, Barcelona: Abadia de Montserrat, 2002.<br />RUBIO, Nicolas M. [sic]: <em>La Patrie Latine. De la Méditerranée à l’Amérique</em>, Paris: La Nouvelle Édition, 1945.<br />RUBIÓ I TUDURÍ, Nicolau M.: <em>La Patria llatina. De la Mediterrània a Amèrica</em>, traducción, introducción y notas de Josep Maria Quintana, Barcelona: Institut Menorquí d’Estudis / Abadia de Montserrat, 2006 a.<br />-------- <em>Llatins en servitud</em>. París 1940-1944, prólogo y traducción de Josep Maria Quintana, Palma de Mallorca: Lleonard Muntaner Editor, 2006 b.</span>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-57122460276192513922007-12-08T07:21:00.000-08:002012-07-26T06:10:33.507-07:00Titanes de barrio<span style="font-size:85%;">[Tomás Sánchez Santiago, <em>Calle Feria</em>, Sevilla: Algaida, 2007.]</span><br /><br /><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgCG3mQd7G68FDXSlhYu0xVf2KLoYElKr1xPoBp8pVkK7gCYCTzpIiA119yPN5ER7DO2z8fPy9Wmn-l3MqC3tcJ0dvQSGlqAP03BHvQqhAFm1zIWZjIbG57lwczaVG5b30fiuhQBTfduORD/s320/calleferia.jpg"><img style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 0px 0px; WIDTH: 200px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgCG3mQd7G68FDXSlhYu0xVf2KLoYElKr1xPoBp8pVkK7gCYCTzpIiA119yPN5ER7DO2z8fPy9Wmn-l3MqC3tcJ0dvQSGlqAP03BHvQqhAFm1zIWZjIbG57lwczaVG5b30fiuhQBTfduORD/s320/calleferia.jpg" border="0" /></a>En 2004, Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) publicó en <em>El Extramundi</em> un relato titulado “Los cocineros se aburren a las cinco”, que se anunciaba como parte de un libro de relatos en preparación, <em>Tratado de comercio</em>. Con el tiempo, aquella recopilación inédita creció, se transformó en otra cosa, mereció el XI Premio de Novela Ciudad de Salamanca y, con el título de <em>Calle Feria</em>, se nos entrega hoy sin que aún podamos asignarle género. Ni falta que hace.<br /><br />Los fragmentos que componen el libro adoptan distintos formatos: ensayo, relato (en sus diversas modalidades), reseña cinematográfica, comunicado gubernativo, diálogo dramático, fórmula magistral, diario personal, experimento a lo Queneau, diálogo mayéutico, carta, columna periodística de opinión… La unidad de modelos tan dispares viene servida por un denso entramado de referencias directas e indirectas, basadas a veces en la repetición de elementos de la propia ficción y otras en el uso de índices narrativos; como cuando tras enumerar a los presentes en una reunión, el narrador matiza: “Al menos, esos”, confinando la omnisciencia a los límites de la memoria e identificando así la figura del narrador con la del escritor de memorias; o como cuando con respecto a un asunto se dice que “de eso ya se hablará”, para en su momento recordar que “algo se ha dicho ya”. Contribuye a la consistencia de <em>Calle Feria</em> el hecho de que todo lo que en ella se nos cuenta es parte de lo que estamos dispuestos a asumir si aceptamos la importancia de la palabra en nuestras vidas.<br /><br />Los ingredientes de los relatos son también de lo más diverso, conformando un completísimo universo de ficción en el que todo encuentra su lugar: lo misterioso, lo fantástico (Poe, Shelley o Colodi son presencias detectables), la iniciación al sexo, el análisis psicológico, la historia, la crítica social y política, la reflexión antropológica, la estética, la metafísica, la historia, el elemento biográfico y lo pseudobiográfico… Las referencias a una ciudad no designada, aunque reconocible en la Zamora de posguerra, pasan por el empleo de bibliografía, prensa y documentación existente, pero también por la reconstrucción de personajes recordados, anónimos en algunos casos, pero reconocibles en sus nombres reales o ficticios y en sus rasgos carnosos, y de otros en absoluto anónimos, como Lorca, la artista Delhy Tejero o el pianista Miguel Berdión. “La ciudad” presenta un rostro triste, adecuado a la nación y el tiempo en los que se ubica; el autor habla de “una onomástica [callejera] calcificada por menciones que delataban el apocamiento de la ciudad”, o de “el sabor de arpillera que dominaba la ciudad”, o de “la ciudad gobernada por el gemido indigesto propio de un país con olor a orín envejecido, encelado en conservar en hielo negro, amortecida y triste, la canción de la vida”. Veremos que Sánchez Santiago no ha querido entregar este retrato colectivo sin posicionarse decididamente en una interpretación teñida de ideología.<br /><br />También existen en <em>Calle Feria</em> referencias a textos ajenos y propios. Entre los ajenos, destaca el empleo a lo largo de sus páginas de diversas variaciones de un conocido verso de Bécquer (“¡Llevadme con vosotras!”) que resume a la perfección las diversas modalidades de la estrategia de la evasión que emergen ante la realidad doliente de una ciudad sometida y gris: el cine, la emigración, la literatura. En cuanto a los textos propios, el libro menciona o integra muy acertadamente materiales presentes en sus libros anteriores: el relato <em>El descendiente</em> (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 1992); el ya citado “Los cocineros se aburren a las cinco”, desde el que podemos rastrear algún personaje; el poemario <em>El que desordena</em> (Barcelona, DVD, 2006), del que se extrae el elogio de “los desobedientes”, “los que desordenan el mundo”, mientras que a otro personaje se lo nombra “el que no descansa”; los artículos publicados en <em>El Norte de Castilla</em> y recogidos en <em>Salvo error u omisión</em> (Segovia, Caja Segovia, 2002), uno de los cuales, “Tratado de comercio” se reproduce íntegramente; <em>Los pormenores</em> (León, Asociación Cultural “La Armonía de las Letras”, 2007), su más reciente colección de textos breves, que a ratos es un complemento de <em>Calle Feria</em>; y el indispensable ensayo <em>Zamora y la vanguardia</em> (Valladolid, Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, 2003), en cuya estela crea y contextúa con la máxima verosimilitud anécdotas narrativas en torno a las figuras de Berdión, Lorca, su amigo José Antonio Rubio Sacristán (aprovechando la visita de Lorca a Zamora en el verano de 1928 e incluyendo una carta real del granadino al zamorano) o Delhy Tejero; la anécdota que sirve de base a este último capítulo la aporta la edición en que Sánchez Santiago colaboró de <em>Los cuadernines</em> de la toresana (Zamora, Diputación, 2004). El conjunto de la obra del autor forma por sí un sólido microcosmos de ideas y propuestas; y, en esta ocasión, al lado de todo este material de acarreo, un efectivo filón de relatos de ficción original compone un vivo mosaico de realidad.<br /><br />La soledad y la incomunicación son <em>leitmotive</em> del libro: frente a los personajes del cine, dice el narrador, “nosotros sólo éramos coleccionistas de la intemperie”. El cruce ciego de cartas que cierra el relato, en el que se suceden los intentos frustrados de comunicación por parte de los dos corresponsales y de un funcionario de correos que busca información sobre su madre en quienes no se la podrán dar, es muy significativo. Porque <em>Calle Feria</em> es una galería de solitarios; mantiene un evidente tono elegíaco en relación con la muerte de un pasado en el que sosteníamos un mayor y mejor contacto con los otros y con los objetos (“La higiene comercial acabó también con esa fiesta de los objetos”), en que el comercio era más humano y se correspondía con una riqueza verbal que dignificaba el empleo del lenguaje y a sus usuarios.<br /><br />Y porque entre los protagonistas fundamentales de este libro de lenguaje deslumbrante se encuentran las mismas palabras. En <em>Calle Feria</em> tienen una importancia especial los nombres de las cosas y su adecuación a la realidad exenta de trampa, “la transparencia de esa relación directa que hay en la vida de esos ámbitos entre el nombre y la cosa”. La calle Feria, también protagonista principal, “era una pajarería de palabras sin orden que iban y venían en todas direcciones: palabras de reclamo y regateo, palabras de oficio…” que enriquecían a sus portadores y diferenciaban al barrio del resto de la ciudad. No sólo el narrador y su amigo Muñoz, sino también el poeta Lorca se engolfan en las palabras hasta derivar en algún momento en una auténtica fiesta de palíndromos, monodias vocálicas y juegos de todo tipo. “Había en las palabras”, se dice en algún momento, “la energía y el calambre que no tenía aquella vida gris de hierro y sombra”. Junto al prestigio de la palabra escrita está el de la palabra escuchada, y los pobladores de la calle admiran a quien tiene “el don de contar, o sea, el don de atascar la vida en el tiempo y mantenerla allí quieta, sin poder para hacer envejecer las cosas de la existencia” mientras se desarrolla el relato. Las personas se relacionan y se salvan, pues, contándose historias, sean reales o ficticias (“invención o sucedido”): en lo que podría constituir una concisa poética de <em>Calle Feria</em>, el narrador recuerda que “nos dedicábamos a coleccionar historias donde la verdad y la ficción se acomodaban por su cuenta, sin excesivos miramientos por parte nuestra”. Y entre los textos escritos tiene un papel importante el recurso a las escrituras autobiográficas, cotidianas u ordinarias, las que conservan la inexactitud y el desorden que son propios de lo no profesional: las cartas que se cruzan a lo largo del libro, el diario de un barbero (que a veces se desliza inadvertida pero muy fundadamente hacia el poema en versículos), los cuadernos de notas de una artista.<br /><br />No es extraño que un autor tan consciente del papel del lenguaje en nuestra existencia lo domine como lo hace Sánchez Santiago. Su prosa es de de una claridad cervantina, apoyada mucho menos en la adjetivación que en la exactitud léxica y en un sabio aprovechamiento de las posibilidades de la sintaxis; así, leemos que “borrar Hernán “<em>ciudad</em>” y poner en su lugar “<em>nación</em>” no le pareció punto de desmesura”, o que “aparecer el paquidermo tosiendo en la puerta del bar con la respiración calamitosa y sin fuelle y hacerse un silencio repentino en el serano, todo era uno”. Metáforas (“la lana sudada de aquellos años”) y símiles (“los ojos claros y grandes como dos charcas de luz”), tasados y certeros, conforman una retórica comedida en que prima la oportunidad sobre el alarde; el lirismo hace aparición en varios momentos; y un humor maduro y sin estridencias impregna de inteligencia prácticamente todo el discurso. El registro se adapta con éxito a un mundo creado con raíces en un barrio castellano, y así en cierta ocasión un personaje ordena: “<em>Tomar, darle</em> esto”, y no “tomad, dadle esto”, mientras un funcionario habla de “copiar <em>por fuera aparte</em>” en lugar de “copiar aparte” o “por separado”. La exhaustividad nos obliga a señalar tres o cuatro deslices, como aquél en que el juego oulipiano desemboca en neologismo defectuoso (“onomorfológica” por “onomatomorfológica”, p. 293), o ese otro en que “se cultiva la <em>desmedida</em>” en vez de “la desmesura” (p. 117). Un despiste semántico convierte una vida tal vez ascética en “una existencia <em>ecuménica</em>” (p. 81), y me sigue disgustando el tan generalizado empleo de la expresión “<em>como así fue</em>” (aquí sólo en la p. 133) en vez de “y así fue” o “como sucedió”.<br /><br />Permea esta ficción de honda calidad literaria un sistema de pensamiento igualmente denso. Sánchez Santiago toma claramente partido por el bando de los perdedores (de la guerra civil, de la historia, del mercado o del conflicto entre sexos). Toda la obra del zamorano es una reivindicación de la dignidad del sometido, del silenciado, del humilde, y así lo recoge uno de los narradores cuando dice: “Papá asentía heladamente a todo, con aquella dignidad que le salía para mostrar que obedecer no era exactamente lo mismo que estar de acuerdo con lo que se le imponía”. El autor apuesta por la conservación de la memoria de los vencidos y clama contra las guerras: “Toda guerra se inicia por ideas, cosa de mentalidad, y acaba en esa dedicación salvaje que es abrir cuerpos, desordenarlos, hacerlos desaparecer. El imperio brutal de lo físico”. La crítica social y política del franquismo y su censura que encierran las reseñas cinematográficas de Mature muestra cómo los brillantes extremos de la inocencia y la ironía se tocan, contra la mediocridad de lo establecido por la fuerza: “vivimos en un lugar donde lo normal lo es todo. Y donde la excepción está prohibida”. Todos los oprimidos tienen una voz en <em>Calle Feria</em>: las mujeres reducidas a “su función primaria y meramente animal de procrear”, los marginados y, por oposición al orgulloso centro de la ciudad, esos paradójicos “titanes de barrio que sin saberlo representaban en su sinsentir todas las posibilidades del ser humano”.<br /><br />Con estas premisas (el amor por el lenguaje, el compromiso con los silenciados de la Historia), el autor necesariamente ha de preguntarse por la responsabilidad del escritor y del artista, y lo hace en forma de debate y básicamente en la voz de Muñoz, el <em>alter ego</em> del protagonista-narrador: “el escritor encuentra, nunca busca”, dice, y también, no obstante: “lo que nos gusta es escribir, o sea darle otra coherencia al mundo, tal vez una coherencia sobresaltada.” La reflexión sobre el sentido de la literatura y el arte llevan a Muñoz a desdeñar el David y afirmar que “la hermosa falta de culminación de las cosas, como los Esclavos de Miguel Ángel, eso es lo que está lleno de certeza […]. La gente […] no sabe que la perfección no es más que otra forma de la ilusión”. Un relato inconcluso sería, por tanto, “una apuesta contra el orden falaz de las culminaciones, a favor de las Cenicientas transgresoras y no de los príncipes redentores”. En el mismo sentido se manifiesta el narrador del relato que protagoniza la pintora Delhy Tejero, quien “creyó ciegamente que el Arte debía salir del secuestro de las ideologías y de los intereses mediante la preeminencia de la Belleza sobre todo lo demás. La belleza nos salvaría, sí. Ay. No sabía que la belleza es aliado principal para negociar con ventaja a favor de lo sombrío, de lo sórdido, de lo siniestro”. El narrador busca “en cualquier sitio menos en la belleza –la Belleza– culminada y lista para deslumbrar. Anestesia estética que permite manejar sin remordimientos los bisturís criminales justo al lado”. Y afirma: “Hay horas del mundo en que el Arte, más que nunca, no debe ser una respuesta esperada sino una pregunta incómoda y capital, llena de retortijones”. Así respira <em>Calle Feria</em>, una fábula magnífica que es, al mismo tiempo, un comprometido monumento a la complejidad de la existencia. <strong>Turia</strong>.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-80134475952982309802007-10-08T07:12:00.000-07:002012-07-26T06:10:53.677-07:00La palabra y la carne del náufrago. Eduardo Moga: el poeta del no ser<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi72MuvIoheq2zSXnDXcawss-MteVaQm7kNOq0G8EHyV0iSlMjnxrfSP_iwPsMtU3fBaV_xWv8HKLCW74622uZbOoGPpV2NJcoDKI5Dx22LXxkLWTvG7kgrKgFysd3O11QOCLzMJE2LaDk/s1600-h/Moga01.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5118980967726631058" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 0px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi72MuvIoheq2zSXnDXcawss-MteVaQm7kNOq0G8EHyV0iSlMjnxrfSP_iwPsMtU3fBaV_xWv8HKLCW74622uZbOoGPpV2NJcoDKI5Dx22LXxkLWTvG7kgrKgFysd3O11QOCLzMJE2LaDk/s320/Moga01.jpg" border="0" /></a>Durante demasiados años, en España parecía imposible aprovechar la pertinencia de las estrategias que Carlos Bousoño había catalogado en la poesía contemporánea (con objetos de estudio tan ilustres como Machado, Juan Ramón, Lorca o Aleixandre) en el análisis de una poesía de aspiraciones tan mansas como furiosas eran las de algunos de sus practicantes.[1] No obstante, una corriente multiforme, desatendida en los circuitos mayoritarios, ninguneada en los foros oficiales y en las editoriales señeras, pero viva y discretamente vibrante –al calor de la obra de unos pocos resistentes como José Ángel Valente o Antonio Gamoneda–, seguía creyendo en la poesía como revulsivo del lenguaje y de la conciencia y practicándola sin renunciar a los hallazgos de las vanguardias. Éstas, contra lo que nos habían asegurado, no habían muerto. El ejemplo de Eduardo Moga (Barcelona, 1962) demuestra que esa corriente ha seguido tremendamente activa durante la travesía del desierto figurativo que sufrimos y seguimos sufriendo, pese a su actual descrédito. Moga, poeta pero también ensayista, antólogo y crítico literario de fundado prestigio, bebe en las fuentes de los místicos españoles, de los románticos y los simbolistas franceses, de Rimbaud, del surrealismo, de Rilke, de Aleixandre, de Álvarez Ortega: de la tradición irracionalista de la poesía.<br /><br />Su segundo libro, <em>Ángel mortal</em> (1994), demuestra una madurez de estilo notabilísima en quien cifra en él su arranque como poeta.[2] La amada o, mejor, el sexo entendido como puerta entre el ser y el no ser, es central en el poemario y plantea líneas temáticas que van a alimentar la obra de Moga hasta hoy. Aparece el tiempo de la mortalidad y aparece el cuerpo, perfeccionado en el sexo, como único remedio posible contra esa mortalidad: “Sólo sé que el ser apresa el tiempo en la exactitud del latido”, dice el autor en el poema IV, y afirma que en el orgasmo sólo existe “un pensamiento sensorial […]/, ajeno a las consecuencias de la carne”. El sexo permite al hombre avistar un ser que nace de la comunión: “nos hemos sido […]/, dejándonos caer hasta las profundidades del cuerpo, hemos completado nuestro yo” (V). Pero es que el sexo es, explícitamente, factor de fluidez, de comunicación: así lo manifiestan el símil “no como los bordes de una herida,/ sino como una vulva que conecta dos espacios” (XI) o los versos que siguen: “A la desposesión, al saber que se abandona/ en el recuerdo, aún puedo oponer tu himen salado./ [...] Tu sangre tiene ventanas” (XVI). Frente a la luz del día, que nos devuelve a una realidad entreverada de caos, de contradicción, de ilegibilidad, la noche es un ámbito de confusa libertad, “una marea que reúne/ las superficies perdidas. No niega la luz: la escora, la lleva adentro” (XVIII).<br /><br />Si en <em>Ángel mortal</em> y en libros posteriores asistimos a la redención por el sexo (el cuerpo es lo único a lo que podemos asirnos en lo hondo de este caos identitario), éste prácticamente desaparece en <em>La luz oída</em> (1996),[3] que se concentra en plantear el conflicto de “nuestra radical/ penumbra” (824-825): la luz de la realidad (“la luz se oye”, se decía en <em>Ángel mortal</em>, VI) sólo sirve para acentuar este rasgo. Se ha dicho que <em>La luz oída</em> es una cosmogonía, pero estrictamente no hay tal.[4] Todo el proceso de generación de un mundo consistente a partir del caos inicial es de carácter visionario; de hecho, en ese caos conviven alusiones a las paleociencias, pero también al presente natural e industrial: se trata de un caos no primordial, que pertenece más al dominio de la conciencia (observemos que el primer verso sitúa el origen de la energía en el interior: “Qué dentro hay un sol”). El poeta se plantea, pues, cuestiones metafísicas y ontológicas y propone el lenguaje como esquema de creación, es decir, de ordenación del mundo (ya en <em>Ángel mortal</em> aparecía la palabra como factor de orden: “La razón está en el verbo. Las palabras son la medida”, XI). Cuando el nacimiento de la vida es inminente, aparece un núcleo “casi poema/ ya” (53-54). Cuando, como en la génesis natural de la tierra, interviene el mar como matriz imprescindible, se nos dice que “el mar es la primera palabra”. El caos inicial se va superando y comprobamos que el paso siguiente es el <em>logos</em>: “Qué/ ley ampara a la vida […]/ que todavía no consuma el verbo/ previsto por los dioses” (186-192), se pregunta el poeta. Por otro lado, “Los embriones […]/ anidan en el verbo” (386-389), y “Cada corazón es un verbo que progresa/ a la sombra de un vértice anterior” (441-442). Todo lo cual, sin embargo, no exime al hombre de un miedo que en <em>La luz oída</em> es “regreso” (264) o “equilibrio” (485) y parece ineludible: todo lo dicho sobre la palabra parece insuficiente. En el poema hay una vena presocrática que hace que todo se desmorone en materia, en átomos, en reticentes alusiones a la unidad, al uno, a lo inmóvil, pero también al río heraclitiano, que “no corre en un solo sentido” (224). En algún momento el proceso creador-visionario se interrumpe y, con la realidad, surge la irónica evidencia de la mortalidad: “el águila/ respeta las palabras que el hombre emplea en su árida/ liturgia, aunque la abatan” (678-680). La unidad surgida del caos gracias al <em>logos</em> “simplifica/ las bandadas a un solo pájaro, los rebaños/ a una sola ecuación, las palabras a un solo/ palimpsesto. Los ríos regresan, humillados,/ a la única fuente donde los hombres nunca/ podrán interrogarlos” (688-693), es “un vasto dogal” (699). La palabra, por tanto, tampoco sirve, porque todo acto de creación lleva en potencia el germen de la destrucción que acaecerá en debido ciclo.<br /><br />En este contexto de opresiva contradicción, “El latido insiste, contra toda/ lógica; el cirro tiene venas, conocimiento/ que se hace carne” (744-746). De nuevo acude la voz lírica al cuerpo, dada la insuficiencia de la palabra; pero tampoco es bastante y, mientras todo lo que es índice de vida decae o desaparece en alud imparable, la voz apostrofa desesperadamente al ser, lo que inmediatamente la coloca en una posición declarada de desamparo y, para concretar del todo, en el terreno del no ser: “Espera, ser, que no se enfríe el polen” (783). “Todo/ quiere aún existir, todo anhela un lugar/ donde instalar su voz. Espera, ser […]./ No te vayas”, implora (795-803). La conclusión es que “Siempre lo hemos sabido: somos error, error/ que camina y construye pirámides” (811-812). En un “mar de silencio”, “todo se anula/ y dolorosamente recomienza” (822-823) y constatamos nuestra “sola ambición de eludir el crónico/ esqueleto, mas yendo hacia él” (829-830).<br /><br />Es evidente en <em>La luz oída</em> la influencia de la poesía más metafísica de Álvarez Ortega, y sobre todo de su libro <em>Génesis</em>.[5] En él están las densas negaciones, el significado del ojo, de la mirada, el origen del caos sin palabras, la reflexión sobre el no ser, el llanto de la piedra, el permanente pugilato entre luz y oscuridad, las negras nieves, las luces oscuras. Alguien escribió a propósito del andaluz las siguientes palabras: “Las inquietudes metafísicas […] alcanzan su punto álgido en <em>Génesis (1967)</em>: la autodestrucción y desamparo abarcan todo el libro que representa un renacer a la realidad última de la muerte, un madurar rilkiano de nuestro ciclo vital que tiene en el fin su cumbre”.[6] Estas líneas se ajustan como un guante a <em>La luz oída</em>, un libro capital para la comprensión de la evolución posterior de la obra moguiana. De <em>Génesis</em> proviene la expresión de la duda ontológica por medio de un proceso universal y milenario; sin embargo, en Moga el <em>horror vacui</em> impone un discurso mucho más intenso y torrencial, que impacta por acumulación. Los poemas de Álvarez Ortega, mesurados en su extensión y en su dicción casi aforística, aspiran a persuadir con suavidad, mientras que los poemas de Moga inundan la conciencia con la brillantez de sus imágenes. Lo que en uno es concepto ilustrado, en el otro se vuelve profusión gongorina y, tras las lecciones de la modernidad, visionaria.<br /><br />Una estética nocturna o antimatinal preside, por tanto, los primeros libros de Moga, pues la mañana representa aquello que deja al descubierto la inanidad de nuestras existencias. Sólo la noche y sus sombras permiten el reencuentro con el cuerpo, la inmersión en un “pensamiento sensorial” que permita eludir la realidad palpable del no ser. La <em>plaquette La ordenación del miedo</em> (1997),[7] que consta de cinco poemas, movió a un buen crítico a afirmar que “Moga nos sitúa al borde de un ocaso virtual, de un mundo que camina hacia el cansancio, de algunos territorios donde sólo es posible la sensación de vientos acabados”.[8] Poco después, <em>El barro en la mirada</em> (1998) quiere culminar un ciclo de experimentación con el verso tradicional.[9] Su tono acentúa el matiz existencial de la infinita pregunta en que consiste toda la obra del barcelonés. Más centrado en lo temporal, este libro cuestiona el sentido de la pérdida en nuestras vidas, para concluir que ésta es precisamente su componente más definitivo, una “fatalidad trágica que camina a nuestro lado, porque vivir es un constante ir deshojándonos de todo lo que fuimos”.[10] Reencontramos al <em>ángel mortal</em>: un “Ángel sin causa, desaparecido/ en el incendio de las sombras; ángel/ de sudor, que copula con el barro,/ que, golpeado por el alba, siembra/ invierno en la mirada” (p. 11). Y reencontramos, como declaración inicial, la definición del hombre como ser mortal, como ser más cómodo en lo nocturno que, sin embargo, ha de vérselas con la luz hostil. El tono, la dicción e incluso la disposición circular recuerdan aún a <em>La luz oída</em>. Lo que en éste era un canto único en alejandrinos blancos, en <em>El barro en la mirada</em> son cinco cantos en endecasílabos igualmente blancos, que conservan el aire épico y recurren al debate entre el caos y el orden que el discurso genesíaco aportaba al primero. Se puede decir que <em>El barro en la mirada</em> es una variación formalmente más experta de lo que ya había sido bien desarrollado en el Adonais del 95, enderezada hacia el sentimiento de pérdida (ese “fragor de la ausencia”, p. 19). El sujeto no se reconoce, de su persona no es capaz de apreciar sino el tiempo que la asedia, de la vieja redención por el cuerpo no tiene más que el recuerdo y teme el olvido (p. 50). “El yo”, dice, “es llovizna sin descifrar” (p. 30). Es fundamental en este libro el lamento por el tiempo que se sucede y que va acumulando muerte sobre lo que creímos vida. En las imágenes empiezan a menudear los vocablos relacionados con la enfermedad, con la mutilación, con la decadencia física: la muerte ya no es sólo la certeza de un destino, sino algo cada vez más tangible.<br /><br />El discurso de <em>El corazón, la nada</em> (1999) sigue la línea de sus anteriores libros, aunque en este momento abandone el verso para escribir casi cien páginas organizadas en versículos.[11] Un vistazo a la solapa del libro anticipa que se trata de “una reflexión sobre el inacabable ciclo de creación y destrucción que rige los sentimientos y las cosas”. Se divide en tres partes, a saber una de carácter amoroso, otra acerca del paso del tiempo y una tercera sobre la identidad propia. El poemario, más allá de su estructura tripartita, es una pormenorizada declaración de la imposibilidad de aferrarse a nada o, dicho de otro modo, la conciencia de que no hay más remedio que aferrarse a la incertidumbre. Ésta es la dura y humanísima condición del hombre, y así lo resume la última línea del libro: “Cuánto ahogo. Cuánto ser”. Permanecen en el vocabulario moguiano la seminal negación (“en mí vibra el no, espermatozoide oscuro”, p. 65), la oposición entre luz y oscuridad, el sexo (ahora como “antigua obscenidad que nos sumergía en pureza”, p. 27, o como “lujuria que como ántrax se desmorona”, p. 65). En este libro, de fraseo muy dinámico y que, liberado del corsé de la métrica, retoma la sintaxis desenvuelta de <em>Ángel mortal</em>, el tú y el yo están incomunicados sistemática e inevitablemente, la vida y la muerte no tienen límites claros, los objetos permanecen desordenados, el amor y la decepción confluyen en la indefinición. El yo hace del contacto físico fundamento de la existencia; el frío y la ausencia hacen, por tanto, que el yo y la misma realidad pierdan sentido; la incomprensibilidad del ser abre paso a la conciencia de la nada como única realidad perceptible. Tomás Sánchez Santiago escribió a propósito de este conflicto: “El poeta, en su afán por descender hasta ese abismo en que consistimos, lejos de cualquier otro argumento accidental, sabe que sufrirá ese despedazamiento de la identidad […] y, por eso, se aferra a los sentidos como única tabla en que salvarse”.[12] Como ya hemos comprobado en libros anteriores, la voz lírica tampoco confía en el lenguaje, que no deja de ser un factor de distorsión que hay que superar en difícil proceso mental similar a la esquizofrenia: “Anochece. Si digo <em>“anochece”</em>, me equivoco” (p. 60).<br /><br />Los dos libros siguientes de Moga se centran en el tema del amor y la carne (que nunca van separados del autoconocimiento, de la búsqueda de la palabra definitiva, de la duda ontológica). En los catorce poemas que componen <em>Unánime fuego</em> (1999),[13] el hablante lírico reflexiona sobre diversos aspectos del sexo: el deseado, el alcanzado, el satisfactorio, el fallido, el sexo como refugio, el sexo como escritura de uno mismo. El sexo de la amada, aquí, “huele a espíritu”, “es una casa consagrada” (XI). “Refugiado en tu vulva”, afirma el yo, “sé que en el vacío hay sendas” (XIII). En <em>La montaña hendida</em> (2002),[14] en cambio, hay menos de reflexión y más del apasionamiento que, formalmente, nos devuelve en parte a cierto discurso de <em>Ángel mortal</em> cercano a lo místico. En esta entrega, el autor no emplea el sexo como expediente lírico, como refugio frente al no ser, ni siquiera como uno de los temas principales; se trata del tema central y único, y por primera vez Moga emplea un lenguaje directo, descriptivo y sin ambages donde todos los vocablos convienen y todas las modalidades del sexo encuentran su espacio. El autor cita a Ovidio (<em>“Dicere quae puduit, scribere iussit amor”</em>) en el frontispicio que antecede a veinte poemas de disposición gráfica agitada y zigzagueante como el propio contenido. La densidad visionaria es menor que en otros libros y se da una seria renovación en las imágenes utilizadas y en los recursos a que acude la voz lírica para intensificar la transmisión de la duda: cierta inteligente acumulación de interrogación retórica, frente al discurso fundamentalmente asertivo hasta ese momento más frecuente en la obra de Moga.<br /><br />Como espoleado por la experiencia de <em>La montaña hendida</em>, en que el poema se apega más a la realidad física que a la duda metafísica, Moga se decide a explorar las posibilidades expresivas de lo cotidiano en el magnífico <em>Las horas y los labios</em> (2003).[15] En treinta hermosas composiciones en prosa, el hablante lírico despliega su exhaustiva reflexión a lo largo de todos los momentos y lugares de una jornada de su vida. Desde que se levanta hasta que se acuesta, el sujeto lírico da fe de cada objeto, de cada circunstancia sobre la que recae su pensamiento como parte de un ciclo explícito: el último verso repite el primero, cerrando un círculo opresivo pero también demostrando que “un día es todos los días”.[16] En este contexto, y por medio del aprovechamiento de discursos heterogéneos que encajan naturalmente en el mismo y que se descontextúan y realzan entre sí (flujo de conciencia, conversaciones escuchadas, conversaciones telefónicas, lecturas de diarios, textos legales, fragmentos de poemas, publicidad, etc.), el poeta hace que regresen la interrogación sobre la identidad (“¿Soy yo el que me mira?”, a propósito de un espejo en II), las dudas sobre el propósito de la existencia, el acoso incesante del sexo, la necesidad de la escritura como única playa practicable para el náufrago.[17] Mortalidad, carnalidad y lenguaje son, aquí como siempre, los ejes sobre los que pivota, circular o pendular, su poesía,[18] y que se entrecruzan en paradojas temporales y conceptuales como la que sigue: “He caminado por la muerte. He oído el crepitar de la nada. Soy el que sobrevive a su disgregación: el que se ha ido” (XVIII). O, tras la descripción del acto de enviar una carta y un libro a un amigo, se traducen en nuevas preguntas, esta vez en feliz prosopopeya: “El buzón perdura. El buzón es irónico y obeso. Rechinante de sol, quiere preguntarme a quién me abrazo, en qué consiste la noche, por qué escribo a quien, como yo, ha de deshacerse en el tiempo, pero sólo ve pasar el polvo” (XXI).<br /><br />En la tradición de los poetas que, desde Adriano hasta Pound, no creen en un alma trascendente y, no obstante, dialogan con lo que quiera que esa alma sea, se inserta <em>Soliloquio para dos</em> (2006), el último de los poemarios escritos por Eduardo Moga y a mi juicio uno de los mejores.[19] En su caso el diálogo es áspero, lleno de recriminaciones, combativo, desesperado. Moga ha defendido en toda ocasión una poesía apasionada; esta vez la pasión viene exigida por una suerte de paroxismo inquisitivo, que ya apuntaba en <em>La montaña hendida</em> con otra finalidad, un extremado bucear en algunas de las preocupaciones existenciales que desde siempre dan grosor a la poesía de este autor: la nada, el cuerpo frente a la nada, la necesidad del lenguaje y sus límites frente a la nada. Es la fiebre del alma lo que “unce al ser” al yo poético: un yo abandonado a la nada sólo adquiere sentido en virtud del espíritu que lo anima, pero este espíritu se reconoce como “fiebre”, es decir, como pasión, enfermedad, provisionalidad extrema. En estos términos se desarrolla todo el libro, que investiga las aparentemente múltiples intersecciones del ser y la nada y deja con eficacia en el alma (valga la expresión) la sensación de que la existencia no consiste en otra cosa que un perpetuo cuestionar la existencia. El alma es interpelada en cuanto proceso físico mensurable: “dime si dictas tú mi sangre/ o es mi sangre la que te articula” (p. 20) y el hablante se pregunta si es “red de aminoácidos”, “alboroto de átomos”, “maleza molecular” o “rizoma eléctrico” (p. 27), mas de forma infructuosa: “[¿o bien obedeces] a la persuasión del mito/ y al ascua de la voluntad?” (p. 28). ¿O bien es el alma –se pregunta el yo– el espíritu creador y fruidor que nos anima (“¿Eres la proposición séptima del <em>Tractatus</em>,/ la escena de los limones en <em>Venganza</em>,/ la seda helada del Kyle of Tongue?/ ¿O lo que deposito en esta blanca/ negrura: una brizna de eternidad,/ una mentira que el ritmo transforma/ en certeza […]?”, p. 43). También apela el yo al alma en la condición de consuelo espiritual en que tradicionalmente se sustenta su gran predicamento: “¿Es ése también, alma, tu nombre?/ ¿El de quien incurre en el silencio/ para que mengüe la desolación?” (p. 31). El discurso es aquí factor (necesario) de conflicto, frente a la mentira piadosa o el silencio (voluntarios) que aminoran la angustia. <em>Soliloquio para dos</em> es la obra madura, experta y sustanciosa de un escritor a cuyas entregas los lectores españoles, hastiados de la obviedad y la escualidez de la poesía al uso, nos asomamos como animales famélicos.[20]<br /><br />Mucho antes de <em>Soliloquio</em>, y como consecuencia de su actividad como traductor y de su afán por el experimento formal, Moga había cultivado el género del haikú. Su último libro publicado, <em>Los haikús del tren</em> (2007), condensa su pensamiento en la concisión y los estrictos límites del poema japonés, aunque supongan una estación inusual en el brillante y ya extenso recorrido del poeta.[21]<br /><br />Componente esencial de la poesía de Moga es, como hemos visto, la retórica.[22] Tanto la clásica como la contemporánea encuentran su lugar en un taller donde se conoce bien el valor de estar bien surtido de herramientas potentes. No es necesario ponderar el uso de la lítote, la elipsis, la antítesis o el oxímoron en sus libros; tampoco el de la enumeración caótica, manejada con destreza tal que se puede permitir subvertirla, dirigirla sigilosamente e ironizar, apenas ocultando que las cadenas no son aleatorias, sino conscientes y por algún motivo lógicas (<em>Ángel mortal</em>, XV). La imagen visionaria puebla el discurso moguiano de arriba a abajo. Son frecuentes en él las imágenes encadenadas, de componentes paradójicos y metafóricos y de la osadía de la que sigue: “un negro, en cuyo alto lomo de quelonio arraigan hambrientas espigas” (<em>Ángel mortal</em>, VII), donde a la erudición léxica se añade la fusión de conceptos antitéticos; o de la densidad semántica de la siguiente: “¿Por qué no me dirimes, alma,/ y expugnas mi ceniza inexpugnable?” (<em>Soliloquio para dos</em>, p. 51), de una economía sorprendente, de una apretada polisemia. También practica Moga con frecuencia la ruptura de sistema: “quien mastica/ mi podredumbre, ¿es hombre o nunca?”, se pregunta la voz lírica de <em>El barro en la mirada</em> (p. 26); o va más allá del oxímoron para alzar asociaciones no basadas en la contradicción, sino en un fértil cruce de campos semánticos: un vallejiano “cadáver exacto” nos choca porque no solemos aplicar términos matemáticos o propios de la cuantificación a los objetos inanimados, máxime cuando participan de la consideración de tabú; pero es precisamente de esta condición inopinada de donde surge la contundencia de la imagen. La paradoja y la sinestesia, muchas veces violentísimas, son herramientas características del autor, como todas aquéllas que de cualquier forma impliquen confusión o contraste. Moga recurre profusamente a los sentidos; sus imágenes suelen ser agresivamente sensoriales. En <em>El corazón, la nada</em>, tan dado al juego de opuestos, encontramos fragmentos como el siguiente: “Ahora un cuchillo me da su risa, y en ese instante se circuncida el sol, retoña la penumbra intacta, camina la nada hasta el dolor. El no supura tacto” (p. 56). La cláusula traba lo luminoso con la ofensa y el límite, o relaciona términos del no ser con actos y sentidos puramente físicos, valiéndose de un intermediario que denota dolor; de esta forma, inocula en el lector un sentimiento de carencia o desvalimiento insoslayable. La sinestesia y un léxico rico en matices cromáticos son uno de los puntos que unen esta poesía con la de Saint-John Perse. Y la manipulación que el catalán ejerce sobre los sentidos satura la oración de significados en todas direcciones: “el agua de una guitarra empapa el aire; sus gotas monetales/ repican en los rincones con claridad de ánfora” (<em>Ángel mortal</em>, X), escribe, y a la sonoridad que sugieren significantes y significados, que se entrecruzan sin respeto alguno por la física, se añade el rumor de las aliteraciones.<br /><br />La tradición que Eduardo Moga reivindica es la de la vanguardia internacional, y antes las del Romanticismo y el Barroco. Moga, sin duda uno de los críticos españoles que mejor manejan la retórica tanto tradicional como contemporánea, en su jugoso prólogo a la antología <em>Poesía pasión</em> defiende el apasionamiento en la poesía: “la tensión en el centro de su práctica poética”, la “saturación significativa del lenguaje”.[23] Su apuesta se resume en la defensa de la imagen frente al concepto, del cuidado del ritmo y de la intensificación metafórica, que se concreta en procedimientos sustitutivos de diversos tipos: la visión, el símbolo, la manipulación de la sintaxis, la elipsis... Es prácticamente imposible encontrar un verso de Moga que no rebose de significados (o que no sobrecoja de silencios). Armado de sus herramientas, el poeta nos impide olvidar el naufragio existencial que a todos atañe, aun consciente de que no hay nadie que escuche el canto de los náufragos; de que nadie comparte sus nocturnos ímpetus, cuyas huellas duran lo que cada día tarda la marea en arrastrar y confundir su semilla. <strong>Quimera</strong>.<br /><br /><span style="font-size:85%;">NOTAS<br /><br />[1] Carlos Bousoño, <em>Teoría de la expresión poét</em>ica, Madrid: Gredos, 1952.<br />[2] Eduardo Moga, <em>Ángel mortal</em>, prólogo de Rosa Navarro Durán, Barcelona: Ediciones del Serbal, 1994. Antes había publicado <em>Razón de ser</em>, Salamanca: INICE, 1992 (premio La Mesa de Mármol).<br />[3] Moga, <em>La luz oída</em>, Madrid: Rialp, 1996 (premio Adonais 1995).<br />[4] “Cosmogonía construida con elementos surreales”, dice Víctor García de la Concha, “La luz oída”, <em>ABC</em>, 24 de junio de 1996.<br />[5] Manuel Álvarez Ortega, <em>Génesis</em>, Madrid: Visor, 1975.<br />[6] Francisco Ruiz Soriano, “La poesía de Álvarez Ortega”, <em>Donaire. Revista de la Embajada de España en Londres</em>, núm. 12, Londres, abril de 1999.<br />[7] Moga, <em>La ordenación del miedo</em>, Cambrils: Trujal, 1997.<br />[8] Manuel Quiroga Clérigo, “Inacabables eneros”, <em>Papel Literario</em>, suplemento del <em>Diario Málaga-Costa del Sol</em>, Málaga, 15 de febrero de 1998.<br />[9] Moga, <em>El barro en la mirada</em>, Barcelona: DVD, 1998.<br />[10] Ramón García Mateos, “El barro en la mirada”, <em>Papel Literario</em>, suplemento del <em>Diario Málaga-Costa del Sol</em>, Málaga, 31 de mayo de 1998.<br />[11] Moga, <em>El corazón, la nada</em>, Madrid: Bartleby, 1999.<br />[12] Tomás Sánchez Santiago, “El corazón, la nada”, <em>El Norte de Castilla</em>, edición Zamora, Valladolid, 26 de diciembre de 1999.<br />[13] Moga, <em>Unánime fuego</em>, Lisboa: Tema, 1999; segunda edición con ilustraciones de Juan Luis Goenaga, Madrid: Galería Luis Burgos, 2007.<br />[14] Moga, <em>La montaña hendida</em>, Vitoria: Bassarai, 2002.<br />[15] Moga, <em>Las horas y los l</em>abios, Barcelona: DVD, 2003.<br />[16] Sánchez Santiago, “Eduardo Moga o la conciencia de la exclusión”, <em>Cuadernos Hispanoamericanos</em>, núm. 648, Madrid, junio de 2004.<br />[17] Analiza muy bien este “acopio de intertextos” y su “efecto dialógico” y “contrapuntístico” José Antonio Llera, “El ansia y la visión”, <em>Riff Raff</em>, segunda época, núm. 24, Zaragoza, invierno de 2004. Otro buen crítico considera esa incorporación de “fragmentos de insobornable realidad” motivo del recurso a la prosa y consecuencia de la familiaridad del autor con los poetas realistas norteamericanos: Carlos Jiménez Arribas, “La redención y el rapto”, <em>Quimera</em>, número 251, Barcelona, diciembre de 2004.<br />[18] Manuel Rico, “La oscura trastienda”, <em>El País</em>, Madrid, 17 de enero de 2004.<br />[19] Moga, <em>Soliloquio para dos</em>, con ilustraciones de José Noriega, prólogo de Tomás Sánchez Santiago, Santa Coloma de Gramenet: La Garúa, 2006.<br />[20] Juan Luis Calbarro, “Poesía carnosa (sobre el alma y la nada)”, <em>Paralelo Sur</em>, núm. 5, Barcelona, junio de 2007.<br />[21] Moga, <em>Los haikús del tren</em>, Almería: El Gaviero, 2007.<br />[22] A propósito de <em>Las horas y los</em> <em>labios</em>, José Antonio Llera resume este denso trabajo retórico en tres aspectos fundamentales: la sinestesia, la personificación y el irracionalismo como un “código omniabarcante” que se sirve de imágenes visionarias (Llera, art. cit.).<br />[23] Moga (ed.), <em>Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles</em>, Zaragoza: Libros del Innombrable, 2004.</span>Unknownnoreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-85769379685557704552007-08-25T03:05:00.000-07:002012-07-26T06:11:14.412-07:00Hölderlin en Zamora<span style="font-size:85%;">[Máximo Hernández, <em>La conspiración del dolor</em>, Lanzarote: Cíclope Editores, 2007.]</span><br /><br /><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjmdTAC-z9P61HMLuwad8riOrur8m-rMuSbpC5mttWRADy6yFGWTNfqhC3y7yClPg4Hj40m-EPhA5Xro28RbV4_yqQciZNwxNn9M57Ce6YV0bf97SY07P77HAKQ8OgQuum0phLbiVBO6Dw/s1600-h/maximo04.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5102578143253043794" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 0px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjmdTAC-z9P61HMLuwad8riOrur8m-rMuSbpC5mttWRADy6yFGWTNfqhC3y7yClPg4Hj40m-EPhA5Xro28RbV4_yqQciZNwxNn9M57Ce6YV0bf97SY07P77HAKQ8OgQuum0phLbiVBO6Dw/s320/maximo04.jpg" border="0" /></a>Cerca ya del final de <em>Hiperión</em>, el protagonista cuenta a Belarmino cómo se encuentra tras superar el impacto de la muerte de Diótima: “Amigo, estoy tranquilo, pues no quiero tener nada mejor que lo que tienen los dioses. ¿No debe sufrir todo lo que existe, y más profundamente cuanto más excelso es? ¿No sufre la sagrada naturaleza?” Esa hebra hölderliniana presta su tensión al tejido del último y excelente poemario de Máximo Hernández, <em>La conspiración del dolor</em>.<br /><br />Haber tenido la ocasión de leer anteriores borradores del libro permite observar que, desde que todavía inédito se titulaba <em>Del dolor aprendido</em>, ha sufrido diversas modificaciones y reorganizaciones. Entre otros cambios, el libro ha perdido con los años el tono pedagógico que le daba armazón y se le han caído los poemas de reproche con el fin de allanarle el terreno a la expresión de la aceptación. Para el poeta, el dolor es consustancial a la vida, y asumirlo es parte principalísima del aprendizaje vital, por más que sea al mismo tiempo una derrota: “Sólo nos queda entonces/ vivir con el dolor,/ contra el dolor vivir/ para intentar vencerlo,/ en el mundo del sueño,/ con la dulce inacción/ de nuestra muerte viva.” La derrota y la resignación aparecen en este poemario, desde su primer texto, como remates ineludibles de la comprensión del dolor que nos constituye. Y así nos encontramos con un poeta para el que la oposición entre el día (la conciencia) y “los alegres jilgueros de la noche” (el sueño) marca el compás del drama del hombre.<br /><br />El poeta Ángel Fernández Benéitez lo ha dicho hará un par de meses: el libro, tras enhebrar tres secciones de corte reflexivo, concluye con una cuarta (a mi juicio la mejor) en que Hernández recurre al tono del cántico. En esta última sección, el yo establece los términos de su particular pacto con el dolor: en “El decorado” denuncia el engaño a que nos someten nuestras ilusiones, que finalmente se revelan como eso, mera ilusión tras la que anida el sufrir. El sentimiento de estafa vital se prolonga en “La trampa”, en que se pregunta rimbaudianamente por su identidad y, sobre todo, por el sentido de la palabra poética. En “La nervadura del silencio”, por fin, la voz lírica identifica vivir con resistir, con “sólo [esperar] el final del tiempo/ y de la historia”, y acepta la imposibilidad de “ser en la palabra”, la fatídica incapacidad del poema de enfrentar con éxito el dolor, en un juego de confusión entre muerte y vida que cierra circularmente el libro y nos vuelve a remitir a Hölderlin.<br /><br />Pues si en Hernández el dolor es consustancial a la existencia y, por consiguiente, su aceptación es necesaria, Hiperión concluía su párrafo a Belarmino con las siguientes palabras: “el bienestar sin sufrimiento es sueño, y sin muerte no hay vida. […] El dolor es digno de habitar en el corazón humano y de emparentarse contigo, ¡oh naturaleza!” Que uno de los textos centrales de <em>La conspiración del dolor</em> se titule “Reconocimiento y diagnóstico: Hölderlin crece en el aire de Tubinga”, y que en él Scardanelli, el <em>alter ego</em> del escritor ya enfermo, firme al pie con fecha de 11 de mayo de 2000, viene a sorprender a los escépticos que descreíamos de las teorías de la reencarnación. <strong>Luke</strong>.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-59816146658406608712007-08-11T09:20:00.000-07:002012-07-26T06:11:26.638-07:00El fotógrafo de la tristezaTrayendo a Palma a Martín Chambi (Coaza, 1891-Cuzco, 1973), la Fundación Telefónica y el Solleric hacen justicia a quien fue probablemente el fotógrafo peruano más importante de todos los tiempos (información <a href="http://www.palmademallorca.es/portalPalma2/fact_d4_v1.jsp?contenido=12635&tipo=2&nivel=1400&language=es">aquí</a>). Activo en los años veinte a cincuenta, reconocido en toda Sudamérica y después semiolvidado, su figura fue reivindicada en los setenta por Edward Ranney. Tras una muestra en el MoMA de Nueva York (1979), Chambi alcanza también Europa y llega a España en 1990 gracias a la Editorial Lunwerg y al Círculo de Bellas Artes de Madrid, en una memorable exposición itinerante.<br /><br /><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiFNuGKbIHlaXRmW8mueCVUoqF2O0vtwGuhrLXWX2K6pzQOkSE1mKeiqNnkxd4GO08XmughrcEOQ8nraFInJ8SImMvwLYVbWlcX1SWk7aBLVBdeZXchxCAPiy6GT-RwzpgTU66wfZiw8OY/s1600-h/chambi.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5097108047377785906" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 0px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiFNuGKbIHlaXRmW8mueCVUoqF2O0vtwGuhrLXWX2K6pzQOkSE1mKeiqNnkxd4GO08XmughrcEOQ8nraFInJ8SImMvwLYVbWlcX1SWk7aBLVBdeZXchxCAPiy6GT-RwzpgTU66wfZiw8OY/s320/chambi.jpg" border="0" /></a>Maestro de todos los géneros, el Chambi que más me interesa es el que nos hace llegar el retrato minucioso de una sociedad, la cuzqueña, que entra en la modernidad de las motocicletas, la fotografía y los deportes europeos sin haber abandonado nunca el pasado: un pasado que parece prolongarse sin límite y del que cincuenta años después volvería a dar parecido testimonio Manja Offerhaus, de la mano de Julio Cortázar. El enorme interés etnográfico de la obra de Chambi no es menor que el relacionado con la historia social del Perú. Las desigualdades, sin mediación de manifiesto alguno, nos golpean en toda su brutalidad.<br /><br />Se ha dicho que sus paisajes tienen magia; y, en efecto, todos exudan una especie de pátina espiritual que, más allá de su valor documental, los inscribe en la historia del arte. Macchu-Picchu, Wiñay Wayna, la misteriosa Piedra de los Doce Ángulos cuzqueña… Chambi era un genio del claroscuro; tanto su aprovechamiento de la luz del alba y del ocaso y de los efectos meteorológicos como su trabajo de laboratorio fueron ejemplares.<br /><br />Él fue uno de los que nos enseñaron a respetar el mundo indígena del que él mismo procedía. Pero, sobre todo, y en cualquiera de sus manifestaciones, Chambi transmite el aliento veraz de una cultura instalada en la melancolía: el viejo drama indígena, la melodía del huayno o el yaraví, el mundo ancho y ajeno de Ciro Alegría, la aculturación, Arguedas, el “perdonen la tristeza” de Vallejo, la miseria en las manos y en los pies del campesino... Chambi toma todo ese legado antropológico y nos lo devuelve traducido en imágenes. <strong>Última Hora</strong>.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-11592320251154126202007-06-04T13:10:00.000-07:002012-07-26T06:11:57.135-07:00Barroeta reconoce su deuda con Vallejo<span style="font-size:85%;">[José Barroeta, <em>Todos han muerto. Poesía completa 1971-2006</em>, Canet de Mar (Barcelona): Ediciones Candaya, 2006. Texto leído en el homenaje <em>Once lecturas de José Barroeta</em>, librería Casatomada, Palma de Mallorca, 25 de mayo de 2007.]</span><br /><br /><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgnYBstNxzmZd6b12xIsTOeyIfNIoqcjlkZ4-XlJEMVFWCfStE2faFJq7mbGfahGUUAu7jBYFeD2tXv7eTfeCYF7xjURLCw17zIufru1GErKkiN5kPvrjrNP3vNbwWcrefG1yZvxs8LsVY/s1600-h/portadabarroetapp.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5072311827379591314" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 0px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgnYBstNxzmZd6b12xIsTOeyIfNIoqcjlkZ4-XlJEMVFWCfStE2faFJq7mbGfahGUUAu7jBYFeD2tXv7eTfeCYF7xjURLCw17zIufru1GErKkiN5kPvrjrNP3vNbwWcrefG1yZvxs8LsVY/s320/portadabarroetapp.jpg" border="0" /></a>Cuando vuelvo a César Vallejo me pregunto por qué diablos dejé de releerlo para leer otros libros, otros autores que jamás se muestran capaces de devolverme a ese universo roto y doliente, pero completo y magnífico universo al fin, y un universo que me dice. Estos autores casi siempre me dejan alguna melancolía, la vaga sensación de haber perdido el tiempo desde la última relectura del peruano. La respuesta a por qué diablos hago otras cosas que no sean releer a Vallejo se me presenta en raras ocasiones. Hoy se da una de ellas, y la respuesta es que existen otros mundos: otros poetas como José Barroeta, escasos pero radiantes; libros como el que comentamos.<br /><br />Y no es casual que Barroeta me suscite sensaciones o pasiones similares a las que me envolvieron cuando descubrí, ya hace muchos años, al poeta de Santiago de Chuco. En algún punto del prólogo del libro, Víctor Bravo habla de “atmósfera vallejiana”, pero hay más. ¿O es que acaso alguien va a creer casual que uno de los mejores poemas de Barroeta, su primer libro y ahora esta recopilación se titulen <em>Todos han muerto</em>?<br /><br />Uno de los poemas póstumos de Vallejo, titulado “La violencia de las horas” y correspondiente a finales de los años veinte, consiste en una relación de los personajes de su pueblo que cuenta como muertos. Su primer verso es el siguiente: “Todos han muerto”. La casualidad suele estar lejos de los genios: cuando Barroeta titula una de sus propias composiciones con este verso de Vallejo no hace sino declararse heredero de alguna deuda oscura. Como el peruano, hace en su poema un repaso de cotidianidades extintas, de personajes del recuerdo. Como en el poema del peruano, el hablante lírico visita una aldea en la que todos han desaparecido y en la que la memoria causa una dislocada perplejidad e, incluso, cierta definitiva desgana.<br /><br />Matizado por el paso de un cuarto de siglo, Barroeta publica en 1996 <em>Culpas de juglar</em>. En sus páginas hace explícita la deuda contraída por medio de un “Homenaje a Vallejo”. En este poema manifiesta y también asume explícitamente unas coincidencias básicas con su maestro: la imposibilidad de decir, el recurso a la metonimia de los huesos y los miembros corporales, la previsión de la propia muerte, el reconocimiento del no ser... En “Todos han muerto” decía Barroeta: “Me acostumbré a la idea de saberlos/ callados bajo tierra”; ahora le dice a Vallejo: “Yo no te pregunto cómo será tu muerte de poeta/ enterrado entre nosotros”. La muerte se instala con suavidad en el discurso barroetiano, con cierta indiferencia incluso, porque confiesa que le “gustaba más la nada que el olvido”.<br /><br />En su día, Vallejo había cerrado su poema citado con el siguiente verso: “Murió mi eternidad y estoy velándola”, una afirmación también plena de desesperada resignación. Barroeta salda en su “Homenaje” las cuentas pendientes con un sobrecogedor verso final que declara identificación y gratitud: “tú te pareces a la muerte y a lo que viví”. <strong>Luke. Adamar</strong>.Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-92118471531787730142007-04-01T10:15:00.000-07:002012-07-26T06:48:19.362-07:00Poesía carnosa (sobre el alma y la nada)<span style="font-size:85%;">[Eduardo Moga y José Noriega, <em>Soliloquio para dos</em>, prólogo de Tomás Sánchez Santiago, Barcelona: La Garúa, 2006.]</span><br /><br /><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/6311/1468/1600/soliloquio.2.jpg"><img style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/6311/1468/320/soliloquio.2.jpg" border="0" /></a><em>“Animula vagula, blandula,/ hospes comesque corporis”</em>: Elio Adriano, en hora cercana a la de la muerte, apostrofaba a su alma como a “huésped y compañera del cuerpo”. Recordando al descreído emperador sevillano, Ezra Pound conversó amistosamente con un alma a la que también sentía ajena a lo sobrenatural y más bien proclive a los juegos de los sentidos: <em>“What hast thou, O my soul, with paradise?”</em>. En esa tradición del poeta que no cree en un alma trascendente y, no obstante, dialoga con lo que quiera que esa alma sea, se inserta <em>Soliloquio para dos</em>, el último poemario de <a href="http://www.catedramdelibes.com/archivos/000674.html">Eduardo Moga</a> (Barcelona, 1962), ilustrado por José Noriega (Valladolid, 1948). Sin embargo, en su caso el diálogo es áspero, lleno de recriminaciones, combativo, desesperado. Moga, poeta, crítico y teórico de la poesía, ha defendido en muchas ocasiones una poesía apasionada: “la tensión en el centro de [la] práctica poética”, la “saturación significativa del lenguaje” (en el prólogo de su antología de poesía joven <em><a href="http://simacoylavictoria.blogspot.com/2005/10/frutos-de-la-pasin.html">Poesía Pasión</a></em>, Zaragoza, 2004). En esta ocasión la pasión viene exigida por una suerte de paroxismo inquisitivo, un extremado bucear en algunas de las preocupaciones existenciales que desde siempre dan grosor a la poesía de este autor: la muerte, la nada, la necesidad del lenguaje y sus límites.<br /><br />El poemario comienza poniendo en tela de juicio el dualismo platónico y luego aristotélico: “Dime, alma, qué cincel has empleado/ para que sea yo tu forma”. El yo poético rehúsa identificarse positivamente con un cuerpo al que el alma dé forma, en un diálogo en que, por tanto, el alma no se enfrenta al cuerpo, sino al yo. El esquema aristotélico cuatripartito materia/ forma, potencia/ acto sigue presente en el planteamiento de la cuestión esencial del poemario: “¿Qué extraña potencia, alma,/ constituyen mis manos?/ ¿Son las tuyas?” (p. 19). Es la fiebre del alma lo que “unce al ser” al yo poético: un yo abandonado a la nada sólo adquiere sentido en virtud del espíritu que lo anima, pero este espíritu se reconoce como “fiebre”, es decir, como pasión, enfermedad, provisionalidad extrema.<br /><br />Y en esos términos se desarrolla todo el libro, que no es sino un torrente de interrogaciones, una larga sucesión de preguntas sin respuesta que indagan las aparentes múltiples intersecciones del ser y la nada y que dejan con eficacia en el alma (valga la expresión) la sensación de que la existencia no consiste en otra cosa que un perpetuo cuestionar la existencia. El alma es interpelada en cuanto proceso físico mensurable: “dime si dictas tú mi sangre/ o es mi sangre la que te articula” (p. 20) y el hablante se pregunta si es “red de aminoácidos”, “alboroto de átomos”, “maleza molecular” o “rizoma eléctrico” (p. 27), mas de forma infructuosa: “[¿o bien obedeces] a la persuasión del mito/ y al ascua de la voluntad?” (p. 28). ¿O bien es el alma –se pregunta el yo– el espíritu creador y fruidor que nos anima (“¿Eres la proposición séptima del <em>Tractatus</em>,/ la escena de los limones en <em>Venganza</em>,/ la seda helada del Kyle of Tongue?/ ¿O lo que deposito en esta blanca/ negrura: una brizna de eternidad,/ una mentira que el ritmo transforma/ en certeza […]?”, p. 43). También apela el yo al alma en la condición de consuelo espiritual en que tradicionalmente se sustenta su gran predicamento: “¿Es ése también, alma, tu nombre?/ ¿El de quien incurre en el silencio/ para que mengüe la desolación?” (p. 31). El discurso es factor (necesario) de conflicto, frente a la mentira piadosa o el silencio (voluntarios) que aminoran la angustia.<br /><br />Así, la identidad del yo se presenta negada, inasible o fragmentaria, asociada a menudo a los espejos que no reflejan, al humo o, muy significativamente, a la imposibilidad del diálogo: “¿Por qué desconozco tu idioma […]?” (p. 20); “¿Por qué no recalas en mis signos […]?” (p. 23). El hablante no puede reconocer al alma porque tampoco se reconoce ni a sí ni su discurso sino como “palabras que son sólo la oscuridad/ de ser yo” (p. 27), como “el yo/ y su no ser” (p. 31). La inutilidad de negar el alma reverbera en contradicciones acumuladas: “te niego, alma […]./ Y oigo tu levedad,/ que me atenaza; y aquilato/ tu soplo homicida,/ el fluir de tu ausencia/ por mis capilares/ y mi ropa” (p. 23); “No me habitas, alma,/ aunque me construyas./ No te siento,/ pero estás en mí” (p. 27). La dramática realidad vivida por la primera persona poética es abrumadora cuando afirma: “Descreo de ti, alma,/ porque tengo frío: porque soy” (p. 24), declarando el desabrigo de la intemperie consustancial a la existencia.<br /><br />Este desamparo empuja a la voz lírica a exhortar al alma a hacerse presente y abolir el mal sueño de la razón y sustituirlo por la certidumbre y sus frutos: “¿Por qué, alma, […]/ no derogas mi exilio/ en los nombres, en mi nombre,/ y me trasladas a mí,/ a esto que soy, matemático y animal,/ para que experimente el miedo y me ciegue la esperanza?”; el hablante se vuelca en la abdicación como último recurso: “Ven, alma,/ tatúame, polinízame,/ secuéstrame […]. Y cuando me hayas poseído, oh, alma,/ revélame tus ecuaciones […];/ entrégate para que pueda negarte […]/ hasta que las cosas sean ideas,/ y las ideas, raíces.” (pp. 32-36). Pero hacia la mitad del poema todo se desenvuelve en negación y los versos giran en torno a la idea de la nada, “que es resquebrajarse de espejos/ y salpicaduras de noche/ e imposibilidad de decir/ estoy aquí,/ me llamo Eduardo,/ escribo,/ me consumo” (p. 44). La negación intelectual del alma en absoluto supone satisfacción, puesto que lleva aparejada la propia inexistencia: “En la nada habito, alma:/ en ti./ Tú no existes. Yo no existo./ La nada tiende puentes a la materia:/ me corrompo cuando hablo,/ cuando envejezco,/ cuando nazco: en cada uno de los momentos/ en que alcanzo mis límites” (p. 47). Versos memorables aprietan la tuerca de la desesperación, proclaman el “hambre absoluta”, el “no rostro”, y afirman que la nada “es férrea,/ como un cráneo,/ y presenta engranajes,/ y contiene teléfonos,/ y me documenta”, presentándose pues como cárcel, sistema y verdadero espíritu que alienta dentro del yo (pp. 47-48).<br /><br />El yo lírico insiste en increpar al alma y pedirle pruebas, a veces en términos bélicos en que la polisemia del verbo “dirimir” me parece genial resumen del poema: “¿Por qué no puedo creerte? […]/ ¿Por qué no me dirimes, alma,/ y expugnas mi ceniza inexpugnable,/ y delimitas mi perímetro […]?” (pp. 51-52). La imposibilidad de reconocerse como uno hace también imposible el reconocimento del otro y el amor: “Pero yo no amo, alma,/ sino que permanezco en mí,/ prisionero de mí,/ esposado a mis entrañas,/ y huelo tu penumbra”, y dentro de sí el hablante se regodea en la carencia en imágenes de enorme potencia: “mi voz se encallece […]/ y entra en mí,/ como si dentro fuese a hallarme;/ ahí acredito la maldad de mi sonrisa,/ el barro con el que me bautizaron,/ la luz amputada que me amputa” (pp. 55-56). La duda cierra el poemario con la misma indefinición con que se abrió: “Dime si soy,/ o si eres tú,/ este sol nocturno que me ciega” (p. 64), pide la voz del poeta, y lo único que queda de manifiesto es la oscuridad.<br /><br />Es de destacar que en este poemario no aparece uno de los temas básicos en la obra de Eduardo Moga: el cuerpo, el sexo. La explicación la da el propio poeta en su divertido epílogo al libro: <em>Sololiquio para dos</em> fue, originalmente, una propuesta de José Noriega, a cuyas ilustraciones debían acompañar los poemas de Moga. En este proyecto, Noriega <em>mancha</em> o manipula imágenes extraídas de revistas de contactos, de las que se infiere una enorme desolación. Moga, cuya participación en el proyecto no debía ceñirse a la colección de “penes erectos y vulvas en <em>close-up</em>” que aparecen en las fotografías, decidió retomar su evidente componente de desamparo vital en un sentido más existencial y arrinconar el elemento puramente físico, que en un libro ilustrado de la manera mencionada hubiera resultado redundante.<br /><br />La profusión de imágenes en <em>Soliloquio para dos</em> es avasalladora, como es habitual en Moga –deudor en la teórico y en lo práctico de poetas como Aleixandre, Pound o Álvarez Ortega–, quien aplica a su discurso existencial los argumentos intuitivos y filológicos que defendiera en su prólogo a la antología ya mencionada, <em>Poesía pasión</em>: el uso de la imagen frente al concepto, la manipulación del ritmo y la intensificación metafórica, que se desarrollan mediante procedimientos sustitutivos que, a grandes rasgos, componen una tipología retórica delimitada por la amplificación visionaria, la radicalización simbólica, la ruptura sintáctica y la elipsis. Es prácticamente imposible encontrar un verso de Eduardo Moga que no rebose de significados (o que no sobrecoja de silencios). En este sentido, el barcelonés no ha dejado nunca de crecer desde <em>Ángel mortal</em> (Barcelona, 1994); <em>Soliloquio para dos</em> es la obra madura, experta y sustanciosa de un escritor a cuyas entregas los lectores españoles, hastiados de la obviedad y la escualidez de la poesía al uso, nos asomamos como el comensal que, tras habérsele exigido prolongada dieta vegetariana, ve cómo desde la puerta de la cocina alguien le aproxima, tal vez por primera vez en años, un plato que a duras penas basta para contener un desbordante, sanguinolento y humeante chuletón de ternera de Aliste. <strong>Adamar. Paralelo Sur</strong>.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-27537441102786955492006-08-27T04:11:00.000-07:002012-07-26T06:07:57.858-07:00Los libros, mi mujer y yoAñoro el tiempo en que pasaba tardes enteras en las librerías y volvía a casa cargado con un par de bolsas pletóricas de hermosos hallazgos y una congestión descomunal, debida a mi alergia a cierta proteína que se encuentra en el excremento de los ácaros que viven en el polvo que con tanta eficacia acumulan los libros en sus estanterías. Qué tiempos. Hoy, para gran alivio de mis vías respiratorias y debido a mis obligaciones familiares y laborales y a mi mujer, que me tiene casi prohibido comprar libros, aquello se acabó. Gracias a su admirable sentido pragmático de la vida, ella detectó mucho antes que yo el riesgo de que un día tengamos que repartir a los niños entre los vecinos e instalar el dormitorio en el rellano para poder seguir ampliando la biblioteca. Pese a que hace años que me castigo no comprando más que los libros inmediatamente imprescindibles, interesantísimos ejemplares que no tengo tiempo de leer se amontonan sobre mi escritorio y me confirman el acierto de aquella <em>boutade</em> de Gabriel Zaid: si leemos un libro al día nuestra incultura aumenta diariamente diez mil veces más que nuestra cultura, ya que diez mil son los libros que se editan a diario en el mundo y que, por tanto, dejaríamos de leer aun sin cesar de leer… Lleonard Muntaner, que no se cansa de editar bellezas, me pasa sus últimas publicaciones; Tomás, Ulises, Eduardo, Mirta, Vicenç me mandan sus poemarios, sus libros de historia, sus catálogos de exposición... Seguir describiendo el caos de mi despacho me causa apetito y desazón por igual; mejor voy a ponerme a buscar un hueco para colgar una estantería. Ahora que mi mujer no mira. <strong>Última Hora</strong>.Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7101775657131536197.post-15698130523159842212006-06-02T05:56:00.000-07:002012-07-26T06:12:20.669-07:00Alguien que sabe contar<span style="font-size:85%;">[Mori Ponsowy, <em>Los colores de Inmaculada</em>, Cáceres: Institución Cultural El Brocense (Diputación Provincial de Cáceres), 2006.]<br /></span><br /><a href="http://photos1.blogger.com/blogger/6311/1468/1600/moriponsowy2.1.jpg"><img style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="http://photos1.blogger.com/blogger/6311/1468/320/moriponsowy2.0.jpg" border="0" /></a>El Premio Cáceres de Novela Corta ha tenido, a lo largo de sus ya treinta ediciones, ganadores de la talla de Eduardo Mendicutti, Paloma Díaz-Mas o Julián Rodríguez Marcos. En 2005 ha sido el turno de la argentina <a href="http://unagomadeborrar.blogspot.com/">Mori Ponsowy</a> (Garín, Buenos Aires), con una narración ambientada en Venezuela, donde la autora pasó la mayor parte de su vida. <em>Los colores de Inmaculada</em> (un título que se nos antoja feo o injusto) es una magnífica primera novela, que viene después de los poemarios <em>Enemigos afuera</em> (Córdoba, Argentina: Ediciones del Copista, 2001) y <em>Corolario</em> (Madrid: Bartleby, 2006). La autora también ha traducido a los poetas norteamericanos Sharon Olds y Marie Howe.<br /><br />Los veintitrés capítulos en que se divide la obra alternan la voz de la protagonista, Susana, la de su asistenta, Inmaculada, la del narrador y la de Gregorio, el misterioso remitente de unas cartas que cumplen una importante función en la trama. Las voces de Susana e Inmaculada, teñidas de subjetividad, aportan una misma visión de las cosas, aunque en un caso se trate de la víctima de un bloqueo sentimental y artístico y en el otro alguien que asiste a los mismos hechos y los asume desde el realismo que conlleva la sencillez. La voz del narrador permite presentar desde fuera a Enrique, marido de Susana y aparente fuente de su crisis. Las cartas que Gregorio dirige a Adelina añaden un factor de misterio por aportar un contrapunto fantástico y seductor a la realidad gris vivida por Susana, a quien pronto identificamos con Adelina.<br /><br />Ponsowy resuelve con gran destreza tanto el planteamiento de la situación y de los personajes como la descripción de las emociones (celos, sospechas, dudas, asco, incertidumbre), a través del diálogo y el monólogo interior. La novela consigue mantener el interés por desvelar las claves del conflicto sentimental hasta el mismo final, mediante una combinación de trucos narrativos que, no obstante, no dejan sabor a truco: una ambigüedad bien trabada entre personajes alternativos, una hábil disposición de indicios y una sabia dosificación de la información al lector. Es manifiesta también la familiaridad con la psicología femenina y con la del enfermo obsesivo, y el empleo de esos conocimientos da fundamento y credibilidad a la historia.<br /><br />Disfruté mucho con algunos fragmentos en que Ponsowy despliega una prosa especialmente sugerente, que recurre a la imagen y al símbolo, a la fábula y a una sintaxis a veces conceptista a fuer de madura. Así sucede cuando, en el capítulo 18, la voz de Susana describe las lluvias torrenciales. Aparte el empleo de la riada como símbolo –no es el único símbolo acertado en esta novela–, esas líneas son hermosas: “Mañana pocas cosas estarán donde han estado, habrá que ver cuánto tiempo tardarán los barrenderos en devolver la basura a la basura y el miedo a su lugar”, escribe la argentina (p. 81); o “como si durante la sequía hervir y lavar pudiera ser tan sencillo cuando no hay gota de agua que no cueste una de sangre” (p. 83). La revelación de la causa de la ruptura del matrimonio de los padres de la protagonista se nos facilita por medio de una escena plena de sutileza, en un punto en que lo fácil, casi lo irremediable habría sido un cuadro de adulterio flagrante.<br /><br />Nos encontramos ante una historia no excesivamente original en que nos conducen hasta el final con la tensión intacta el buen narrar y un lenguaje limpio y cadente, apenas perjudicado por algún defecto morfológico: unos “<em>gels</em> anticonceptivos” nada castizos (p. 21). Esta prosa, domeñada por la voluntad de la narradora, elegante en sus trazos, atenta al buen lector, traduce un pensamiento claro y dueño de sí: “que la lluvia lave mi cuerpo hasta despojarme de todo lo que no soy” (p. 104), dice la voz protagonista en su afán por afirmar su identidad contra la adversidad. Y de identidad, en resumidas cuentas, hablan todos los buenos escritores cuando escriben. Querré leer una novela en que Ponsowy despliegue con ambición y aliento mayores las mañas que demuestra en ésta.Unknownnoreply@blogger.com0