[Máximo Hernández, Matriz de la ceniza, San Sebastián de los Reyes (Madrid): Ayuntamiento y Universidad Popular José Hierro, 1999. Premio Nacional de Poesía José Hierro.]
Hasta hace escasos años, Máximo Hernández (Larache, 1953) había sido uno de esos poetas ocultos que desgranan su labor en la oscuridad de su cuarto, sin dar cuenta a nadie de sus hallazgos. El acercamiento a lo público que supuso el codirigir en 1994 y 1995 las Aulas de Poesía de la Escuela de Sabiduría Popular de Zamora y su posterior integración en el grupo poético Lucerna de la misma capital lo animaron a dar a conocer su poesía y, en cuestión de poco tiempo, ha publicado diversos poemarios y plaquettes: Cotidianidades (Zamora, 1995), Desde la isla (Zamora, 1998), Rumor de tu existencia (Cambrils, 1998) y Cerimonial do tempo (Lisboa, 1998), así como un cuaderno de greguerías, Algo más que un paseo (Zamora, 1996), ganado varios certámenes de poesía y narrativa, recitado en jornadas y congresos, participado en varias antologías y poemarios colectivos: Poeti europei (Roma, 1998), La alquitara poética (Béjar, 1998), Poemax (Reus, 1999), y colaborado en diversas revistas literarias. La alta calidad de su poesía, bien refrendada por su rápida difusión, ha sido reconocida en 1998 con la concesión del Premio Nacional de Poesía José Hierro a su poemario Matriz de la ceniza, un magnífico ejercicio de personalidad poética y uno de los libros de mayor rigor y lucidez publicados en España en los últimos años. De Matriz de la ceniza se puede elogiar el alarde métrico, la ausencia de compromiso con escuelas o capillitas, el cincelado de la estructura o la coherencia de su sistema de pensamiento.
El entramado del poemario es geométrico: sus veintiún poemas se ordenan en tres series de siete; la serie central consta de poemas a su vez tripartitos. El afán del poeta por el orden, los números significativos y los ciclos viene de antes: ya en Cotidianidades, el poema “Círculo” ordenaba la vida en un casi eterno girar en una espiral de repeticiones y desencanto. En ese sentido, la ordenación de Matriz de la ceniza no sólo es (y lo es) gusto por la simetría y el unitarismo formal, sino sobre todo signo de la circularidad de la vida. Esto es así en un poemario dedicado enteramente a la muerte, entendida como redención en su acepción primera: el precio que hay que pagar para terminar con una esclavitud. La muerte no es deseable por sí, pero el hablante lírico la acepta como consecuencia y culminación natural de la vida y también como liberación. Y como tal la canta en sus múltiples facetas. Por el libro pasean figuras de la historia civil y sagrada, personajes ficticios o anónimos, semidioses de la mitología, animales varios y autores y héroes de la literatura. Un cierto gusto moderado por el culturalismo adorna la obra de Máximo Hernández y le sirve para poblar sus libros de símbolos adecuados.
En la primera parte del libro, No amenaza la noche, se asume la certeza de la muerte y se abren varios interrogantes. En “El arrebatado”, la voz lírica hace del profeta Elías, arrastrado a los cielos sin haber muerto, objeto del eterno afán del hombre por conocer qué le espera tras la muerte. “El Bautista” es uno más entre los poemas en que Máximo Hernández juega con lo cíclico y las estructuras cerradas: el gesto de alzar la mano con la concha bautismal, que abre la vida, y el gesto de alzar la espada con que se hará rodar la cabeza del acusador de Herodías se confunden en el discurso como planos de una misma secuencia cinematográfica, para sugerir una vez más cómo el instante postrero y el inaugural son límites igualmente naturales de una vida cumplida (“nada tiembla, no hay cólera en el aire”). “¡Lázaro, sal fuera!” expone con comprensible amargura el punto de vista de quien, una vez probado el sabor de la libertad, es de nuevo reducido a servidumbre.
En Redimidos de la esclavitud cada poema consta de tres partes, medidas respectivamente en alejandrinos, en endecasílabos y en versículos variables de base heptasilábica y endecasilábica, en las que exponen sus puntos de vista sendos personajes líricos que giran en torno a la muerte: generalmente, la víctima, el verdugo y un espectador. El primer poema, lógicamente, es “Prueba número 1: declaraciones de Adam, Javvah y Ha-Satan”, en el que mediante genesíaco diálogo todas las voces coinciden en atribuir a la muerte un carácter natural y no punitivo. En “Diálogo entre el poeta y la poesía (el poema, al nacer, también opina)”, Máximo Hernández construye una magnífica descripción del fenómeno y el proceso de la creación poética por medio de un lenguaje altamente cargado de connotaciones, polisémico y al mismo tiempo preciso; el soneto central, de imaginería amorosa y técnica conceptista, floreciente en paradojas y paralelismos, es sencillamente portentoso. Se abunda, por otra parte, en una idea que defiende todo el libro y es la del lenguaje como constructor de vida (en la muerte no predominará la palabra, sino el gesto, como veremos en la última parte del libro). “La verdadera existencia está en la palabra”, ha declarado alguna vez el autor. Amor y muerte respiran juntos en los siguientes poemas, y en “Bella durmiente” la heroína del cuento emula al Lázaro del poema comentado más arriba: “no acerques a la cera de mis labios/ el espantoso incendio de la vida”.
Tan sólo un gesto cierra el libro con el convencimiento de que el reino de la palabra cede en el último momento ante la certidumbre del gesto final. En “Séneca se suicida en mi bañera” se insiste en la asociación de vida y verbo; el filósofo cordobés huye de la represión de la palabra (“él mató la palabra en la boca del mundo”) y en su boca el poema se cierra con lapidarios versos, entre estoicos y vagamente religiosos, que podrían resumir el libro: “Esta es la hora de la libertad./ El retorno esperado a la matriz./ Es la consumación del sacrificio./ El viaje a la raíz crece en la muerte./ Quede la vida atrás, cese el martirio.” Un espléndido poema publicado previamente en el número 4 de Prima Littera, “Kamikaze”, habla del enfrentamiento con la muerte y de todo lo que supone: fundamentalmente, miedo. Basándose en la anécdota histórica bien conocida de los aviadores suicidas japoneses en la segunda guerra mundial y de un mínimo componente narrativo, el texto reconoce y transmite al lector todo lo que la muerte tiene de horror a la desaparición personal y una conmovedora sensación de vértigo ante ella valiéndose de una genial combinación de recursos: un discurso entrecortado y enormemente rítmico, de métrica alejandrina; la repetición, primero serena y luego progresivamente desequilibrada y caótica, de elementos narrativos, históricos, simbólicos y personales que se van confundiendo en boca del hablante lírico; la yuxtaposición de sintagmas cada vez más breves e inconexos. La gradación de imágenes y de ritmo obtiene una vívida sensación de velocidad y horror que se trunca bruscamente con el último hemistiquio. El poemario concluye con “Último gesto de Cesare Pavese”, texto de delicadeza exquisita en que definitivamente se establece la doble oposición palabra-vida versus gesto-muerte. Poesía, por ejemplo. La Página.