miércoles, 15 de diciembre de 1999

El sólido terreno de la duda

[Eduardo Moga, El corazón, la nada, Madrid: Bartleby, 1999.]

La carrera literaria de Eduardo Moga (Barcelona, 1962) tiene un punto importante de referencia en el premio Adonais que consiguió en 1995 con su poema extenso La luz oída (Madrid: Rialp, 1996). Avalan una trayectoria ya sólida y muy particular dos libros anteriores: Razón de ser (Salamanca: INICE, 1992) y Ángel mortal (Barcelona: Serbal, 1994); y varios posteriores: Diez sonetos (Zamora: Lucerna, 1998), El barro en la mirada (Barcelona: DVD, 1998), Unánime fuego (Lisboa: Tema, 1999, en edición bilingüe) y el reciente El corazón, la nada. Ha entrado en varios libros colectivos y en la antología Poeti europei (Roma: Centro Italiano Arte e Cultura, 1998). Traductor de, entre otros, Frank O’Hara (Poemas a la hora de comer, Barcelona: DVD, 1997), es uno de los mejores críticos españoles del momento.

El tono y el lenguaje de El corazón, la nada siguen la línea de sus anteriores libros, aunque en este caso abandone el verso para escribir casi cien páginas de poemas en prosa. Un vistazo a la solapa del libro anticipa que se trata de “una reflexión sobre el inacabable ciclo de creación y destrucción que rige los sentimientos y las cosas”. Se divide en tres partes, a saber: una de carácter amoroso, otra acerca del paso del tiempo y una tercera sobre la identidad propia. Hay que decir que el poemario, por encima de su estructura tripartita, es un prolongado canto a la imposibilidad de aferrarse a nada. O, dicho de otro modo, la conciencia final de que no hay más remedio que aferrarse a la incertidumbre. Ésta es la dura y humanísima condición del hombre, y así lo expresa la última línea del libro: “Cuánto ahogo. Cuánto ser”.

De este convencimiento, lúcido y trágico a la vez, surge un torrente de imágenes brillantes, casi hirientes, que traducen a lenguaje poético la fecunda metodología del pensamiento inaugurada por Heráclito y que nos llega pasando por Hegel: la oposición de los contrarios. Pero la síntesis que podríamos esperar como resultado de esa oposición no es metafísica, sino estética: el discurso contradictorio que contiene El corazón, la nada no se resuelve en discurso ordenado, sino en cúmulo de sensaciones fertilísimas. Moga no nos ofrece una solución en el mundo de las ideas, pero nos regala un poemario: un magnífico muestrario de dudas. En este libro, el tú y el yo están incomunicados sistemática e inevitablemente, la vida y la muerte no tienen límites claros, los objetos están desordenados, el amor y el desamor confluyen en la indefinición. A veces el yo hace del contacto físico fundamento de la existencia; el frío y la ausencia hacen, por tanto, que el yo y la misma realidad pierdan sentido. La incomprensibilidad del ser abre paso a la conciencia de la Nada como lo único asegurable.

La paradoja y la sinestesia, muchas veces violentísimas, son los recursos más significativos, acompañados de todos aquéllos que de cualquier forma impliquen confusión o contraste. La dicción es impecable y la sintaxis muy dinámica. Un elemento que tradicionalmente conforma el lenguaje poético de Moga es el recurso a los sentidos: sus imágenes suelen ser agresivamente sensoriales. En este libro, tan dado al juego de opuestos, encontramos fragmentos como el siguiente: “Ahora un cuchillo me da su risa, y en ese instante se circuncida el sol, retoña la penumbra intacta, camina la nada hasta el dolor. El no supura tacto”. La cláusula traba lo luminoso (“risa”, “sol”, “retoña”) con la ofensa y el límite (“cuchillo”, “circuncida”, “penumbra”), o relaciona conceptos del no-ser (como “la nada” o, más sintética y descarnadamente, “el no”) con actos y sentidos puramente físicos (como “camina” o “tacto”) valiéndose de un intermediario que denota dolor (“hasta el dolor”, “supura”). De esta forma, el discurso de Moga inocula en quien lee un sentimiento de carencia y desvalimiento que excluye en todo momento, sin embargo, el sentimentalismo barato. Consigue remover la conciencia y despabilar nuestro corazón, tan embotado por canciones de moda, series de televisión y poetas oficiales.

Tampoco confía la voz lírica en el mismo lenguaje, que no deja de ser un factor de distorsión que hay que superar en difícil proceso mental similar a la esquizofrenia. En cierto bellísimo pasaje, comienza a reflexionar sobre el mismo acto de escribir de una forma aparentemente positiva: “Digo “el mar es un duro animal” o “qué pronto anochece” y a lo mejor he abierto una tumba, o visto lo inexistente, bajo el resplandor del flexo. Son las palabras que escribo, sólidas sombras, las que crean la verdad”. Más adelante, las preguntas retóricas dudan de la trascendencia de lo escrito: “¿Se despierta lo dicho? ¿Trasciende esta mesa, elude el primer fluido, el son del insecto? ¿O permanece mudo, desaguando en el saber, como una oscura nada?”. Una nueva pregunta, más que interrogar, exuda negación: “¿Es la inteligencia lo que hace transparente la claridad?”. La página se cierra con la fría afirmación de la impracticabilidad de un lenguaje que generalmente se contradice con la realidad, de la necesidad de trastocarlo si queremos intentar dotarlo de un significado real: “Anochece. Si digo “anochece”, me equivoco”.

Tomás Sánchez Santiago ha escrito en El Norte de Castilla que El corazón, la nada “devuelve a la poesía a ese espacio de intensidad donde el hombre contemporáneo se reconoce, despojado ya de las convenciones y sin el pontificado de la Razón, ante la terrible certidumbre de la Nada”. Y así es: al terminar una primera lectura del libro, el lector no experimenta, en principio, un aumento de su conocimiento en el sentido racional del término, sino un estado de ánimo. La poesía de Eduardo Moga es una potente fábrica de estados de ánimo, y la curiosidad que genera es tal que el lector abordará una segunda lectura, y una tercera y más, sin que ninguna sea igual a la anterior: la semilla ya está sembrada en él. Cada línea exige un esfuerzo interpretativo muy duro. Podremos, conforme nos convertimos en lectores avezados, entresacar el hilo argumental que informa esta serie de poemas, pero no es necesario ni, tal vez, conveniente: nunca será suficientemente racional como para que deje de inquietarnos. He aquí su mayor mérito.

viernes, 15 de octubre de 1999

Matriz de la ceniza

[Máximo Hernández, Matriz de la ceniza, San Sebastián de los Reyes (Madrid): Ayuntamiento y Universidad Popular José Hierro, 1999. Premio Nacional de Poesía José Hierro.]

Hasta hace escasos años, Máximo Hernández (Larache, 1953) había sido uno de esos poetas ocultos que desgranan su labor en la oscuridad de su cuarto, sin dar cuenta a nadie de sus hallazgos. El acercamiento a lo público que supuso el codirigir en 1994 y 1995 las Aulas de Poesía de la Escuela de Sabiduría Popular de Zamora y su posterior integración en el grupo poético Lucerna de la misma capital lo animaron a dar a conocer su poesía y, en cuestión de poco tiempo, ha publicado diversos poemarios y plaquettes: Cotidianidades (Zamora, 1995), Desde la isla (Zamora, 1998), Rumor de tu existencia (Cambrils, 1998) y Cerimonial do tempo (Lisboa, 1998), así como un cuaderno de greguerías, Algo más que un paseo (Zamora, 1996), ganado varios certámenes de poesía y narrativa, recitado en jornadas y congresos, participado en varias antologías y poemarios colectivos: Poeti europei (Roma, 1998), La alquitara poética (Béjar, 1998), Poemax (Reus, 1999), y colaborado en diversas revistas literarias. La alta calidad de su poesía, bien refrendada por su rápida difusión, ha sido reconocida en 1998 con la concesión del Premio Nacional de Poesía José Hierro a su poemario Matriz de la ceniza, un magnífico ejercicio de personalidad poética y uno de los libros de mayor rigor y lucidez publicados en España en los últimos años. De Matriz de la ceniza se puede elogiar el alarde métrico, la ausencia de compromiso con escuelas o capillitas, el cincelado de la estructura o la coherencia de su sistema de pensamiento.

El entramado del poemario es geométrico: sus veintiún poemas se ordenan en tres series de siete; la serie central consta de poemas a su vez tripartitos. El afán del poeta por el orden, los números significativos y los ciclos viene de antes: ya en Cotidianidades, el poema “Círculo” ordenaba la vida en un casi eterno girar en una espiral de repeticiones y desencanto. En ese sentido, la ordenación de Matriz de la ceniza no sólo es (y lo es) gusto por la simetría y el unitarismo formal, sino sobre todo signo de la circularidad de la vida. Esto es así en un poemario dedicado enteramente a la muerte, entendida como redención en su acepción primera: el precio que hay que pagar para terminar con una esclavitud. La muerte no es deseable por sí, pero el hablante lírico la acepta como consecuencia y culminación natural de la vida y también como liberación. Y como tal la canta en sus múltiples facetas. Por el libro pasean figuras de la historia civil y sagrada, personajes ficticios o anónimos, semidioses de la mitología, animales varios y autores y héroes de la literatura. Un cierto gusto moderado por el culturalismo adorna la obra de Máximo Hernández y le sirve para poblar sus libros de símbolos adecuados.

En la primera parte del libro, No amenaza la noche, se asume la certeza de la muerte y se abren varios interrogantes. En “El arrebatado”, la voz lírica hace del profeta Elías, arrastrado a los cielos sin haber muerto, objeto del eterno afán del hombre por conocer qué le espera tras la muerte. “El Bautista” es uno más entre los poemas en que Máximo Hernández juega con lo cíclico y las estructuras cerradas: el gesto de alzar la mano con la concha bautismal, que abre la vida, y el gesto de alzar la espada con que se hará rodar la cabeza del acusador de Herodías se confunden en el discurso como planos de una misma secuencia cinematográfica, para sugerir una vez más cómo el instante postrero y el inaugural son límites igualmente naturales de una vida cumplida (“nada tiembla, no hay cólera en el aire”). “¡Lázaro, sal fuera!” expone con comprensible amargura el punto de vista de quien, una vez probado el sabor de la libertad, es de nuevo reducido a servidumbre.

En Redimidos de la esclavitud cada poema consta de tres partes, medidas respectivamente en alejandrinos, en endecasílabos y en versículos variables de base heptasilábica y endecasilábica, en las que exponen sus puntos de vista sendos personajes líricos que giran en torno a la muerte: generalmente, la víctima, el verdugo y un espectador. El primer poema, lógicamente, es “Prueba número 1: declaraciones de Adam, Javvah y Ha-Satan”, en el que mediante genesíaco diálogo todas las voces coinciden en atribuir a la muerte un carácter natural y no punitivo. En “Diálogo entre el poeta y la poesía (el poema, al nacer, también opina)”, Máximo Hernández construye una magnífica descripción del fenómeno y el proceso de la creación poética por medio de un lenguaje altamente cargado de connotaciones, polisémico y al mismo tiempo preciso; el soneto central, de imaginería amorosa y técnica conceptista, floreciente en paradojas y paralelismos, es sencillamente portentoso. Se abunda, por otra parte, en una idea que defiende todo el libro y es la del lenguaje como constructor de vida (en la muerte no predominará la palabra, sino el gesto, como veremos en la última parte del libro). “La verdadera existencia está en la palabra”, ha declarado alguna vez el autor. Amor y muerte respiran juntos en los siguientes poemas, y en “Bella durmiente” la heroína del cuento emula al Lázaro del poema comentado más arriba: “no acerques a la cera de mis labios/ el espantoso incendio de la vida”.

Tan sólo un gesto cierra el libro con el convencimiento de que el reino de la palabra cede en el último momento ante la certidumbre del gesto final. En “Séneca se suicida en mi bañera” se insiste en la asociación de vida y verbo; el filósofo cordobés huye de la represión de la palabra (“él mató la palabra en la boca del mundo”) y en su boca el poema se cierra con lapidarios versos, entre estoicos y vagamente religiosos, que podrían resumir el libro: “Esta es la hora de la libertad./ El retorno esperado a la matriz./ Es la consumación del sacrificio./ El viaje a la raíz crece en la muerte./ Quede la vida atrás, cese el martirio.” Un espléndido poema publicado previamente en el número 4 de Prima Littera, “Kamikaze”, habla del enfrentamiento con la muerte y de todo lo que supone: fundamentalmente, miedo. Basándose en la anécdota histórica bien conocida de los aviadores suicidas japoneses en la segunda guerra mundial y de un mínimo componente narrativo, el texto reconoce y transmite al lector todo lo que la muerte tiene de horror a la desaparición personal y una conmovedora sensación de vértigo ante ella valiéndose de una genial combinación de recursos: un discurso entrecortado y enormemente rítmico, de métrica alejandrina; la repetición, primero serena y luego progresivamente desequilibrada y caótica, de elementos narrativos, históricos, simbólicos y personales que se van confundiendo en boca del hablante lírico; la yuxtaposición de sintagmas cada vez más breves e inconexos. La gradación de imágenes y de ritmo obtiene una vívida sensación de velocidad y horror que se trunca bruscamente con el último hemistiquio. El poemario concluye con “Último gesto de Cesare Pavese”, texto de delicadeza exquisita en que definitivamente se establece la doble oposición palabra-vida versus gesto-muerte. Poesía, por ejemplo. La Página.

martes, 24 de agosto de 1999

'Los sueños imposibles', de Sinesio Domínguez Suria

[Sinesio Domínguez Suria, Los sueños imposibles, Madrid: Ediciones La Palma, 1999, 176 pp.]

La cuarta novela de Sinesio Domínguez Suria (Santa Cruz de Tenerife, 1944) nos sitúa desde su comienzo en un paisaje rural ideal que es fundamental para el desarrollo de la trama. No se trata de un espacio mítico, ni su oposición a la ciudad es la clásica; lo rural es, en Los sueños imposibles, el escenario donde son posibles las pasiones más desnudas, donde los instintos pueden desatarse con mayor facilidad porque los lazos sociales y culturales son mucho más primarios. Novelista de clara adscripción psicologista, Domínguez Suria centra su obra en los sentimientos que arrastran de forma ineludible a sus personajes. Por ello, y aunque las descripciones del paisaje, muy estrechamente ligado al ambiente psicológico, son detenidas y detalladas, las localidades donde se desarrollan los hechos no son definidas directamente en ningún momento. La ciudad es “la ciudad”, y el pueblo igualmente queda sin identificar, salvo por los indicios que el autor distribuye a lo largo del texto: los paisajes (vg., el barranco de la p. 126), el mar, la vegetación, las casas blancas, el clima (los vientos descritos en la p. 59) permiten situar la acción en alguna de las islas del archipiélago del que es originario el novelista; no obstante, éste nunca concede un topónimo. Del mismo modo, la época en que los hechos suceden queda envuelta por la bruma, y el lector sólo alcanza que se trata de un tiempo pasado pero no muy lejano, fácil de asociar a la posguerra por el autoritarismo reinante y por el primitivismo que caracteriza la organización social, económica y política. En este nebuloso ambiente desarrolla y enriquece Sinesio Domínguez una anécdota histórica apuntada en el siglo XVIII por el historiador canario Buenaventura Bonet.

Y en este nebuloso ambiente nos adentramos en la historia. El ensamblaje del relato, sin duda el mayor logro de la novela, se basa en el uso de varias técnicas ya clásicas en la narrativa contemporánea. En principio, el planteamiento de la trama a través de los puntos de vista de los diversos personajes se consigue gracias a una profusa y oportuna utilización del diálogo. El narrador restringe su omnisciencia a la descripción de sentimientos, y a la hora de ir revelando la trama se limita a ofrecer al lector una serie de indicios de la acción, como la tormenta que anuncia las desgracias que se sucederán (p. 59); y, sobre todo, a transcribir las opiniones, muchas veces encontradas, que los personajes vierten sobre la acción o sobre los demás personajes. El uso de los tiempos verbales indica al lector si los hechos son presentes o recordados, y generalmente estos últimos son los que permiten ir avanzando en el conocimiento de los motivos que mueven a los personajes. El relato se cimienta en elementos factuales imprescindibles pero, por encima de todo, en elementos psicológicos muy explícitos (vg. pp. 63-64), con pormenorizadas descripciones de estados de ánimo de visible raigambre flaubertiana. También el ambiente adquiere connotaciones psicológicas: los sentimientos se trasladan a los objetos y transmiten al lector la sensación general deseada (p. 116, p. 150). El interés de la trama se traduce en el afán suscitado en el lector por descubrir, por un lado, los hechos pasados que expliquen la situación actual (las causas de la boda de Irmina y Evelio, las de las muertes acaecidas) y, por otro, el desenlace de las pasiones presentes (amor, venganza). Desde el principio, la objetividad de la narración desde el punto de vista moral va tiñendo la historia de matices trágicos; se trata de narrar un suceso que no por terrible deja de ser humano, y donde se enfrentan principios pasionales que excluyen un juicio de valor, aunque sí permitan concluir consecuencias morales. La dicción solemne que utilizan tanto narrador como personajes (a veces con exceso) se compadece con el carácter del relato, y el símil final (“los susurros y lamentos de las mujeres que hacen el coro de la tragedia”) no hace sino confirmar las intenciones del autor. Por último, la imbricación de las unidades narrativas es excelente. En particular, el autor emplea a veces la fórmula de trenzar episodios significativos para la historia y episodios paralelos, aparentemente desviados del hilo central de la narración pero eficacísimos como indicios y tensores del mismo; por solo ejemplo, así ocurre cuando Irmina habla con Luis de su separación de Evelio y, paralelamente, nos es descrita la caza de los conejos por Evelio con toda su brutal naturalidad (pp. 155-156).

El punto más débil de la novela es la batalla que mantiene el autor con el lenguaje y de la que no siempre sale victorioso: en alguna ocasión, como señalo más arriba, el lector puede encontrar la dicción un punto demasiado solemne, especialmente cuando los personajes (la mayor parte de ellos criados en un ambiente rural) expresan conflictos en un tono que convendría más al narrador. Junto a algún neologismo innecesario en una novela de corte tradicional (“vociferazo” por “grito”, p. 145; “tacta” por “toca”, p. 159) y algún galicismo que, por más que me disguste, está prácticamente introducido en la lengua (“desapercibido” por “inadvertido”, p. 93), sí son criticables un par de errores gramaticales: “los dobleces” por “las dobleces”, (p. 41) y “atrona” por “atruena” (p. 147), que, sin embargo, no ensombrecen la propiedad general del discurso. En el haber de Los sueños imposibles se encuentran, desde luego, su rigor y su habilidad narrativa y la insalvable sorpresa a que sabe conducirnos en el desenlace; el autor esparce y sabe disimular a lo largo del texto una combinación de indicios de lo que será el final y de trampas que sirven para impedir que el lector destripe demasiado pronto la novela. Autor de La tregua (Premio Nacional Salamanca de Novela Corta 1966), Crónica de una angustia (Premio Ciudad de la Laguna 1981) y Los juegos del tiempo (1994, finalista del Premio Benito Pérez Armas 1992), Sinesio Domínguez Suria prepara en estos momentos su quinta novela. Papel Literario. Cuadernos del Ateneo de La Laguna.