jueves, 2 de mayo de 2002

El compromiso de Jorge Rodríguez Padrón

El 19 de abril de 2001 tuvo lugar en Santa Cruz de Tenerife la primera de dos jornadas convocadas por el Cabildo de esta isla para reconocer la labor de una llamada Generación de los 70 de narradores canarios. Se trataba de un encuentro moderado por el profesor Domingo-Luis Hernández y al que asistían, como conferenciante, el crítico Jorge Rodríguez Padrón y, como contertulios, los novelistas Juan Pedro Castañeda, Juan Cruz, Fernando Delgado, Luis León Barreto y Alberto Omar.

A Jorge Rodríguez Padrón no le asusta escandalizar al público, ni disgustar a unas autoridades que, por haber invitado a un orador a sus tribunas (que, no lo olvidemos, son públicas), creen a veces haber ganado el derecho a su complacencia. En aquella ocasión, el revuelo entre los narradores canarios fue mayúsculo: no siempre lo llaman a uno para que asista a la evidencia de sus dejaciones y desistimientos. Rodríguez Padrón denunció sin ambages a quienes, a su juicio, han dejado de entregarse a la literatura y lo han hecho al mercado de la literatura.

La reacción de algunos de los asistentes en aquel momento fue airada. Juan Pedro Castañeda acusó al conferenciante de derrotista y de no haberse leído sus últimas novelas. Fernando Delgado se negó a reconocerse en las palabras de Rodríguez Padrón acerca de confundir la literatura con el show business. Luis Alemany, por su parte, agradeció su diatriba como una “provocación valiosa”.

Aproximadamente un año después tenemos en nuestras manos el texto ampliado de aquella conferencia, publicado en la colección “La condición insular” bajo el título Narrativa en Canarias: compromiso y dimisiones (Canarias: Tauro, 2002). Se trata de un volumen editado primorosamente y cuya lectura nos parece obligatoria para todo aquel que se considere un lector crítico de la literatura canaria.

En él evoca Rodríguez Padrón los inaugurales años setenta y una narrativa que, escribe, “con osadía sin límites, dijimos que íbamos a refundar”. Se trataba entonces de buscar el camino de una novela que explicase la identidad y la memoria insulares, y al mismo tiempo se insertase en el contexto de la literatura en castellano. Recuerda cómo “hirvieron los suplementos culturales; se incendió la actividad editorial [...]; el activismo universitario contribuyó a esa toma de conciencia [...]; las presentaciones de libros y los debates sobre la nueva novela fueron los rituales de aquella fe recién nacida [...]”. Pero previamente ha lamentado “cómo, poco a poco, el negocio ha ido devorándolo todo”.

Ya en el 89 Rodríguez Padrón había revisado públicamente la postura mantenida en Una aproximación a la nueva narrativa en Canarias (Santa Cruz de Tenerife: Aula de Cultura, 1985). En esta ocasión vuelve a atacar a “los enemigos más peligrosos” que acechan a la narrativa canaria: “el miedo a dar el paso decisivo”, que el autor observa en la literatura insular desde Alonso Quesada; y “la búsqueda obsesiva de popularidad” como finalidad del oficio del escritor.

Rodríguez Padrón reivindica lo cosmopolita y lo connotativo o sugerente: frente a los límites impuestos, prefiere un discurso de posibilidades. Prefiere “una lengua [...] que siempre trata de margullar hasta el doble o triple fondo de las cosas, de la memoria”. Cree que lo canario en la literatura consiste en algo tan rico y fronterizo como “mirar la realidad de forma oblicua”.

Arremete contra el abandono de la escritura como forma de vida y contra un acceso viciado a la literatura nacional: “en vez de hacer la aportación de su diferencia a la novela española, aunque para conseguirlo hubieran de mantener su marginalidad combativa, prefirieron sumergirse en las mansas aguas del decir general”. Para Padrón, en lugar de una censura a la vieja usanza, “hay componendas e intereses, hay connivencia y disimulo, para dejar al margen todo criterio independiente, toda voz que incorpore diferencia o disidencia al discurso establecido; que sólo se oiga una palabra susurrante y gris que nada arriesgue”. Las “ingeniosidades de media columna” han sustituido, según Padrón, al discurso veraz de los inicios, y en esto señala un vicio que es general en la literatura española de hoy y que domina el panorama editorial.

Rechaza las fórmulas pobres y reiterativas, más próximas al lenguaje de la información que al relato y a la conversación y que imponen menor hondura de pensamiento. Para el crítico palmense, el periodismo ataca la literatura por su condición de lenguaje rápido, descuidado y poco denso; y por su tratamiento hacia los mismos narradores, cuyas personas pasan a ser más importantes que sus obras para los medios informativos.

Otro motivo del adocenamiento de la narrativa canaria es, para Rodríguez Padrón, de índole sociopolítica. Lamenta el autor el autonomismo y el nacionalismo como anteojeras que limitan la cultura popular a estereotipos comerciales y la manipulan de forma no demasiado distinta a la del centralismo anterior. Reclama la vuelta de los escritores al inconformismo y se declara desengañado de la novela, en relación con la cual utiliza los términos “traición”, “desnaturalización” y “dimisión” por parte de unos narradores “que han pensado más en ellos como personajes públicos que en la obra en la cual deberían haberse comprometido”.

Para Rodríguez Padrón, la profesión del escritor supone sobre todo un compromiso, un “vivir la literatura” y no un “vivir de la literatura”. Y, si la literatura es una actividad que tiene que ver con la reflexión detenida y con una “profundidad milenaria” en la lectura, no hace falta decir que no guarda parentesco alguno con el éxito rápido, el comercio o el poder. Su responsabilidad esencial, que es un compromiso moral, es con el lenguaje. En ese terreno de la fidelidad y de un lenguaje verdaderamente diferente, señala Rodríguez Padrón a Luis Alemany, Rafael Arozarena, Emilio Sánchez Ortiz, algunos libros de Juan Cruz y “sobre todo, la construcción sólida y madurada de una escritura novelesca y de un mundo propio” por Juan José Armas Marcelo.

No hay más remedio, si somos honestos, que mostrar nuestro acuerdo con los planteamientos estéticos de Jorge Rodríguez Padrón. A ello hay que unir la alta calidad literaria de su discurso crítico, que en este nuevo librito se traduce en una amena lectura repleta de jugosos elementos destrivializadores. Canarias 7.

viernes, 18 de enero de 2002

Cela: el personaje y la obra

De todos los personajes nacidos de su magín, ninguno es tan célebre como el que Cela fabricó a medida de su propia persona. Algunos hemos saboreado Mazurca para dos muertos, y algunos más La colmena, que es desde tiempos casi inmemoriales lectura obligatoria en los planes de estudios de Secundaria; pero todos, sin excepción, recordamos las anécdotas televisivas, las boutades del marqués de Iria Flavia, los desplantes ante moros y cristianos. Si Cela fue un novelista leído, aún más fue un personaje público admirado y odiado con igual intensidad por unos y otros, más allá de la calidad de su obra.

Sin pararnos mucho a pensar, nos viene a la memoria su célebre desprecio al Cervantes, un premio “suficientemente cubierto de mierda” hasta el momento en que -de manera indudable- se hizo justicia concediéndoselo. Recordamos el número de la choferesa negra y alcarreña; la televisiva afirmación del narrador de poder absorber una determinada cantidad de líquido por vía anal con sólo la potencia de sus músculos o esfínteres; las acusaciones de plagio, nunca demostradas; o sus polémicas declaraciones sobre los homosexuales en el contexto del centenario de Lorca: no se puede decir que tuviera pelos en la lengua.

Ha sido Carlos Casares quien ha propuesto el modelo de Dalí para que comprendamos mejor el personaje de Cela: “en público se ha comportado como él ha creído conveniente para la difusión y venta de su obra”. Sin alcanzar los extravagantes extremos del pintor de Cadaqués, a Cela se le ha criticado mucho que nunca adquiriese más compromiso que consigo mismo. Hay que corregir: Cela -y a sus obras podemos remitirnos- tenía un compromiso grave e inextricable con la palabra. Hasta el más acérrimo detractor reconocerá que nunca descansó: su capacidad de trabajo, su afán experimentador -aun ya octogenario-, la valiosa ironía, la ternura omnipresente en sus textos y una labor lexicográfica rigurosísima nos indican que Cela era mucho más que el personaje que accedió a enredarse en el patio de Monipodio de los premios de alguna pujante editorial.

Hoy queda la obra. La familia de Pascual Duarte supone un hito en la historia de las literaturas hispánicas, y es la novela española más traducida después del Quijote. Acerca de La colmena, ese admirable retablo de la posguerra española censurado por las autoridades franquistas, ha escrito Alonso Zamora Vicente que “no estaba en la mente de Cela [...] escribir un libelo acusatorio. Pero [...] la estructura política se reconoció, se vio asaeteada de reproches y echó por el camino de enmedio”. La colmena marca un antes y un después en la narrativa universal del siglo XX. Es, frente al presunto carácter conservador de su autor, una denuncia desnuda e irresponsable, y es también un catálogo veraz de seres humanos, por no hablar del despliegue de recursos técnicos que ofrece al gusto. El verdadero creador lo es incluso a su pesar.

Se ha dicho que las novelas posteriores del iriense nunca alcanzaron las cotas de calidad establecidas por el Pascual Duarte y La colmena. Pero aquí defendemos que cualquiera de sus últimos libros, en pluma de otros autores, habría sido saludado como hallazgo. Cristo versus Arizona es un ejercicio de honestidad verbal. Madera de boj es un retorno a la poesía y a lo visionario, siempre presente la voluntad de forjar mundos. Martín de Riquer ha afirmado con toda razón que Cela renovó la lengua castellana. Cuando los siglos ejerzan su labor imprescindible e inevitable de criba, es muy probable que CJC, ya sin título de nobleza ni premio Nobel, despojado de anécdotas, lejos de etiquetas vacías como realismo y tremendismo, siga engrosando el escogido número de los que habitan el Parnaso. Canarias 7.