domingo, 27 de agosto de 2006

Los libros, mi mujer y yo

Añoro el tiempo en que pasaba tardes enteras en las librerías y volvía a casa cargado con un par de bolsas pletóricas de hermosos hallazgos y una congestión descomunal, debida a mi alergia a cierta proteína que se encuentra en el excremento de los ácaros que viven en el polvo que con tanta eficacia acumulan los libros en sus estanterías. Qué tiempos. Hoy, para gran alivio de mis vías respiratorias y debido a mis obligaciones familiares y laborales y a mi mujer, que me tiene casi prohibido comprar libros, aquello se acabó. Gracias a su admirable sentido pragmático de la vida, ella detectó mucho antes que yo el riesgo de que un día tengamos que repartir a los niños entre los vecinos e instalar el dormitorio en el rellano para poder seguir ampliando la biblioteca. Pese a que hace años que me castigo no comprando más que los libros inmediatamente imprescindibles, interesantísimos ejemplares que no tengo tiempo de leer se amontonan sobre mi escritorio y me confirman el acierto de aquella boutade de Gabriel Zaid: si leemos un libro al día nuestra incultura aumenta diariamente diez mil veces más que nuestra cultura, ya que diez mil son los libros que se editan a diario en el mundo y que, por tanto, dejaríamos de leer aun sin cesar de leer… Lleonard Muntaner, que no se cansa de editar bellezas, me pasa sus últimas publicaciones; Tomás, Ulises, Eduardo, Mirta, Vicenç me mandan sus poemarios, sus libros de historia, sus catálogos de exposición... Seguir describiendo el caos de mi despacho me causa apetito y desazón por igual; mejor voy a ponerme a buscar un hueco para colgar una estantería. Ahora que mi mujer no mira. Última Hora.

viernes, 2 de junio de 2006

Alguien que sabe contar

[Mori Ponsowy, Los colores de Inmaculada, Cáceres: Institución Cultural El Brocense (Diputación Provincial de Cáceres), 2006.]

El Premio Cáceres de Novela Corta ha tenido, a lo largo de sus ya treinta ediciones, ganadores de la talla de Eduardo Mendicutti, Paloma Díaz-Mas o Julián Rodríguez Marcos. En 2005 ha sido el turno de la argentina Mori Ponsowy (Garín, Buenos Aires), con una narración ambientada en Venezuela, donde la autora pasó la mayor parte de su vida. Los colores de Inmaculada (un título que se nos antoja feo o injusto) es una magnífica primera novela, que viene después de los poemarios Enemigos afuera (Córdoba, Argentina: Ediciones del Copista, 2001) y Corolario (Madrid: Bartleby, 2006). La autora también ha traducido a los poetas norteamericanos Sharon Olds y Marie Howe.

Los veintitrés capítulos en que se divide la obra alternan la voz de la protagonista, Susana, la de su asistenta, Inmaculada, la del narrador y la de Gregorio, el misterioso remitente de unas cartas que cumplen una importante función en la trama. Las voces de Susana e Inmaculada, teñidas de subjetividad, aportan una misma visión de las cosas, aunque en un caso se trate de la víctima de un bloqueo sentimental y artístico y en el otro alguien que asiste a los mismos hechos y los asume desde el realismo que conlleva la sencillez. La voz del narrador permite presentar desde fuera a Enrique, marido de Susana y aparente fuente de su crisis. Las cartas que Gregorio dirige a Adelina añaden un factor de misterio por aportar un contrapunto fantástico y seductor a la realidad gris vivida por Susana, a quien pronto identificamos con Adelina.

Ponsowy resuelve con gran destreza tanto el planteamiento de la situación y de los personajes como la descripción de las emociones (celos, sospechas, dudas, asco, incertidumbre), a través del diálogo y el monólogo interior. La novela consigue mantener el interés por desvelar las claves del conflicto sentimental hasta el mismo final, mediante una combinación de trucos narrativos que, no obstante, no dejan sabor a truco: una ambigüedad bien trabada entre personajes alternativos, una hábil disposición de indicios y una sabia dosificación de la información al lector. Es manifiesta también la familiaridad con la psicología femenina y con la del enfermo obsesivo, y el empleo de esos conocimientos da fundamento y credibilidad a la historia.

Disfruté mucho con algunos fragmentos en que Ponsowy despliega una prosa especialmente sugerente, que recurre a la imagen y al símbolo, a la fábula y a una sintaxis a veces conceptista a fuer de madura. Así sucede cuando, en el capítulo 18, la voz de Susana describe las lluvias torrenciales. Aparte el empleo de la riada como símbolo –no es el único símbolo acertado en esta novela–, esas líneas son hermosas: “Mañana pocas cosas estarán donde han estado, habrá que ver cuánto tiempo tardarán los barrenderos en devolver la basura a la basura y el miedo a su lugar”, escribe la argentina (p. 81); o “como si durante la sequía hervir y lavar pudiera ser tan sencillo cuando no hay gota de agua que no cueste una de sangre” (p. 83). La revelación de la causa de la ruptura del matrimonio de los padres de la protagonista se nos facilita por medio de una escena plena de sutileza, en un punto en que lo fácil, casi lo irremediable habría sido un cuadro de adulterio flagrante.

Nos encontramos ante una historia no excesivamente original en que nos conducen hasta el final con la tensión intacta el buen narrar y un lenguaje limpio y cadente, apenas perjudicado por algún defecto morfológico: unos “gels anticonceptivos” nada castizos (p. 21). Esta prosa, domeñada por la voluntad de la narradora, elegante en sus trazos, atenta al buen lector, traduce un pensamiento claro y dueño de sí: “que la lluvia lave mi cuerpo hasta despojarme de todo lo que no soy” (p. 104), dice la voz protagonista en su afán por afirmar su identidad contra la adversidad. Y de identidad, en resumidas cuentas, hablan todos los buenos escritores cuando escriben. Querré leer una novela en que Ponsowy despliegue con ambición y aliento mayores las mañas que demuestra en ésta.

domingo, 21 de mayo de 2006

Una de indios

Por las noches, antes de dormir, estoy leyendo un libro apasionante titulado Exploradores, comerciantes y tratantes de esclavos: la Vieja Ruta Española (1678-1850). Su autor, Joseph P. Sánchez, que dirige el Spanish Colonial Research Center de Albuquerque, narra la historia de los hombres que, desde sus bases neomexicanas y californianas, exploraron, abrieron rutas y dieron impulso a la posterior colonización del actual suroeste de los Estados Unidos. Sí, tienen ustedes razón: uno está en el mundo porque tiene que haber de todo.

No obstante (y no es que quiera justificar mi excentricidad: a mis años la tengo muy asumida), a poca imaginación que uno tenga, el relato de aquellos pioneros suscita gran interés. Militares, frailes y civiles aragoneses, catalanes, castellanos, vascos o mallorquines fundan ciudades hoy metropolitanas, vadean a caballo ríos colosales, sufren frío en las Rocosas y sed en el Mojave, conviven con los hopis, negocian con los yutas, temen los ataques de apaches, navajos y comanches... Situar a aquellos pioneros carpetovetónicos en los escenarios en que estamos acostumbrados a reconocer a la familia de mormones en carreta o a John Wayne pegando tiros contiene el estimulante aroma de la paradoja.

Es aún más chocante, inmersos como estamos en una sociedad dominada en lo público por el aberrante prestigio de la exclusión, leer la siguiente frase del profesor Sánchez: “Junto a los incontables indios hoy anónimos que cazaban, vivían y morían en las desolaciones de Utah, y que guiaron a los españoles a través de sus territorios, esos antiguos exploradores forman parte de la historia nacional de los Estados Unidos”. A esto se le llama comprender las raíces plurales de toda identidad, entendida ésta de forma inteligente y, por tanto, generosa. A lo demás: nacionalismo. Última Hora. Luke. Periodista Digital.

domingo, 7 de mayo de 2006

Prodigios de la memoria

Hace unos meses Isabel regresó a mi vida. En segundo de EGB, en aquel colegio que el nomadeo de nuestras familias nos había deparado, se sentaba a mi lado porque nuestros dos apellidos eran contiguos en la lista. Una vez, la muy cotorra no paraba de hablar y el padre Matías, un fraile de barba poblada y tufillo sospechoso bajo el hábito, me riñó. ¡Con lo bien que yo me portaba...! Isabel, que en todo este tiempo se ha licenciado en Historia, buscaba en Google algo relacionado con el arte y encontró mi bitácora. Reconoció mi nombre y mi apellido. En estos treinta y pico años que hemos estado sin vernos, ha publicado varias novelas y ha formado una familia; pero no se ha olvidado ni del tufillo del padre Matías ni del apellido de aquel niño tímido que la acompañaba en clase y una vez recibió una regañina por su culpa. Con siete años, Isabel se tiñó de moreno porque a su compañero de pupitre no sólo le encantaban los animales y quería ser naturalista como Rodríguez de la Fuente, sino que además le gustaban las chicas morenas como la Cantudo. Ahí es nada.

La sorpresa de recuperar inesperadamente aquellas fibras del pasado, apenas entretejidas, me hizo dudar de la inocencia de Internet. Superada la sospecha de una broma, intuía vagamente que aquel reencuentro suponía un enriquecimiento súbito, recobrar alguna dimensión perdida desde 1974, un latido que nos faltaba. Sólo ahora, meditado el asunto y disfrutados sus matices, alcanzo la importancia del caso y me siento genuinamente feliz de beneficiarme de la buena memoria de Isabel. Compartimos cosas que nadie más comparte; algunas permanecen y permanecerán en el olvido y otras –dada mi mala memoria– van saliendo poco a poco de los recodos del córtex cerebral de Isabel. Son detalles, escuetos jirones de vida que, no obstante, tienen la calidad hospitalaria y muelle de lo primigenio, de lo no manchado. Última Hora.

lunes, 1 de mayo de 2006

Mi último poemario

[Juan Luis Calbarro, Sazón de los barrancos, Cáceres: Diputación Provincial de Cáceres/ Institución Cultural El Brocense, 2006.]

Los amigos e interesados tenéis en este enlace noticia del último libro que he publicado, titulado Sazón de los barrancos, y podéis husmear un poquito en su contenido. Se trata de un poemario editado por la Institución Cultural El Brocense, de la Diputación Provincial de Cáceres, en la colección AbeZetario que dirige Teófilo González Porras, y lo presenté la semana pasada en la Feria del Libro de aquella ciudad.

Y en Malpartida vi el Museo Vostell y una miríada de cigüeñas.

domingo, 23 de abril de 2006

Eduardo sin Cristina

Con los seres que nos abandonan para siempre se va una parte de lo que fuimos. Cuando la pérdida es muy cercana, morimos un poco: es tanto lo que compartimos con quien se fue, y tan intenso, que lo que sobrevive de nosotros nos parece harto poco. Es cierto eso de que las pérdidas son irreparables, y es cierto que nunca volveremos a ser quienes éramos, y en los momentos que siguen a los hechos luctuosos algunos tienden a pensar en términos de punto final.

Pero es punto y seguido. El tiempo pasa sin que podamos hacer nada –ni a favor ni en contra. La muerte es consecuencia de numerosas causas de las que, en el mejor caso, sólo alcanzamos atisbos, e igualmente tampoco determinamos sino una pequeña parte de cómo la vida cicatriza. Un buen día nos encontramos con que ha transcurrido la jornada sin que hayamos dedicado algún momento al recuerdo doloroso. Otro día descubrimos que podemos pasar por cierto lugar, que nos parecía firmemente establecido en nuestra geografía del luto, y no nos duele. La mejor noche es aquélla en que volvemos a soñar con la persona que perdimos y en su rostro, por primera vez desde que se fue, ya no están los rasgos de la enfermedad. Sonríe, escucha un disco, fríe unos huevos: en nuestro sueño ya no muere permanentemente. Tengo la experiencia y ese despertar es, por mucho que se demore, ineludible y luminoso.

Hasta que llega esa mañana, sin embargo, todo duele. Son las agujetas que nos deja en el alma la muerte para persuadirnos de que ha ganado. Pero no. Tampoco vencemos nosotros; es un combate sin final, pero sigue siendo vida. Aunque ahora sea otra. Última Hora.

lunes, 13 de marzo de 2006

Más poesía en el Círculo

[Poesía en traducción. Círculo de Bellas Artes. Alcalá, 42. Madrid. Del 15 de marzo de 2006 al 15 de febrero de 2007.]

Si el 15 de febrero se abría el ciclo Poesía española contemporánea en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, con un recital de Diego Jesús Jiménez y Eduardo Moga, este mes se inaugura, en el mismo centro y coordinado igualmente por el poeta, crítico y ensayista Jordi Doce (Gijón, 1967), el ciclo Poesía en traducción. El primer programa prosigue este 15 de marzo con el poeta veterano César Antonio Molina (1952) y con el joven Vicente Valero (1963), en la sala Valle-Inclán; y el segundo se inicia el día 16 en la sala María Zambrano, con la conferencia “El lugar de la traducción en la poesía española reciente”, de Miguel Gallego Roca. El ciclo, de periodicidad mensual a excepción del paréntesis veraniego, incluirá dos conferencias centradas en los aspectos generales de la traducción de poesía contemporánea y ocho lecturas comentadas de traductores acerca de su propio trabajo.

El protagonista de la primera sesión, Miguel Gallego Roca (Granada, 1964), es profesor de literatura española e hispanoamericana en la Universidad de Almería y, entre otros trabajos como teórico e historiador de la traducción literaria, autor de Traducción y literatura. Los estudios literarios ante las obras traducidas (Madrid: Júcar, 1994) y Poesía importada. Traducción poética y renovación literaria en España, 1909-1936 (Almería: Universidad, 1996). En otras sesiones intervendrán traductores de gran solvencia, casi todos ellos también poetas: Jorge Riechmann (sobre su trabajo de traducción de la obra de René Char), Carlos Jiménez Arribas (W. B. Yeats), Aurelio Major (Basil Bunting), Ángel Campos Pámpano (Fernando Pessoa), Rafael-José Díaz (Philippe Jaccottet), Olvido García Valdés (Anna Ajmátova y Marina Tsvetaieva), Andrés Sánchez Robayna (sobre la experiencia del Taller de Traducción Literaria), Luis Javier Moreno (Robert Lowell) y el mismo coordinador del ciclo, Jordi Doce (con una panorámica sobre la traducción de poesía). 13 Newsletter.

miércoles, 8 de marzo de 2006

No era nada fácil

No era fácil atacar este asunto. En La lista de Schindler sí lo era identificar a los malos; en Munich, en cambio, cada espectador llega al cine con ideas propias acerca de quiénes son responsables y quiénes víctimas del desastre palestino-israelí. Spielberg tenía un comprometido reto ante sí –básicamente, abordar el conflicto entre el derecho propio a la justicia y el de los demás a la vida– y no es hombre que se deje asustar por los retos. La ley del talión, hoy más de moda que nunca, dista mucho de ser una reliquia bíblica y evoluciona en espiral. Sólo algo que reprochar: quienes dudan en el filme son siempre judíos; los palestinos, en cambio, aparecen como bárbaros irreflexivos y sedientos de sangre o como hipócritas interesados... Mantener una ecuanimidad estricta y aportar soluciones era tarea imposible; y, sin embargo, el judío y occidental Spielberg alcanza un éxito: acerca a judíos y occidentales cierta creíble autocrítica basada en consideraciones universales subyacentes también al más genuino –y olvidado– judaísmo. No era fácil. Última Hora.

lunes, 6 de marzo de 2006

CJC: de nuevo en Palma

Camilo José Cela, fabulador: entre la memòria i la mirada - Fundació Sa Nostra

Es deuda con nuestra formación visitar la exposición que ofrece estos días la Fundació Sa Nostra con material de la Fundación Camilo José Cela, Marqués de Iria Flavia. Interesa por su especial vínculo con Mallorca, pero sobre todo por ser un recorrido eficaz y muy completo por la vida y la obra del escritor de Padrón, probablemente el mejor novelista que dieron las letras españolas desde Cervantes.

De todos los personajes nacidos de su magín, ninguno es tan célebre como el que Cela fabricó a medida de su propia persona. Muchos hemos saboreado La colmena, que es desde tiempos casi inmemoriales lectura obligatoria en los planes de estudios de Secundaria; pero todos, sin excepción, recordamos las anécdotas televisivas, las boutades del marqués de Iria Flavia, los desplantes ante moros y cristianos. Si Cela fue un novelista leído, aún más fue un personaje público admirado y odiado con igual intensidad por unos y otros, más allá de la calidad de su obra. Sin pararnos mucho a pensar, nos viene a la memoria su célebre desprecio al Cervantes, según él un premio “suficientemente cubierto de mierda” hasta el momento en que sin duda se hizo justicia concediéndoselo. Recordamos el número alcarreño de la choferesa negra; la televisiva afirmación de poder absorber una determinada cantidad de líquido por vía anal con sólo la potencia de sus músculos o esfínteres; las acusaciones de plagio, nunca demostradas; o sus polémicas declaraciones sobre los homosexuales en el contexto del centenario de Lorca: no se puede decir que tuviera pelos en la lengua. Fue Carlos Casares quien propuso el modelo de Dalí para que comprendiésemos mejor el personaje de Cela: “en público se ha comportado como él ha creído conveniente para la difusión y venta de su obra”.

Sin alcanzar los extravagantes extremos del pintor de Cadaqués, a Cela se le ha criticado mucho que nunca adquiriese más compromiso que consigo mismo. Pero es preciso corregir: tenía un compromiso grave e inextricable con la palabra, en el que hasta sus más acérrimos detractores reconocerán que nunca cejó, y todo lo demás le daba perfectamente igual. No hablemos sólo de los reconocimientos públicos nacionales e internacionales: su capacidad de trabajo, su afán experimentador -aun ya octogenario-, la valiosa ironía, la ternura omnipresente en sus textos, una labor lexicográfica rigurosísima y el hecho de haber convertido primero a Mallorca y luego a Padrón en importantes focos de cultura nos indican que Cela era mucho más que el personaje que accedió a enredarse en el patio de Monipodio de los premios de alguna pujante editorial.

Hoy queda la obra. La familia de Pascual Duarte, la novela española más traducida después del Quijote, supone un hito en la historia de las literaturas hispánicas. Acerca de La colmena, ese admirable retablo de la posguerra española censurado por las autoridades franquistas, escribió Alonso Zamora Vicente que “no estaba en la mente de Cela [...] escribir un libelo acusatorio. Pero [...] la estructura política se reconoció, se vio asaeteada de reproches y echó por el camino de enmedio”. La colmena marca un antes y un después en la narrativa universal del siglo XX; es, pese al carácter conservador que se atribuyó a su autor, una denuncia desnuda e irresponsable, y es también un catálogo veraz de seres humanos, por no hablar del despliegue de recursos técnicos que ofrece al gusto.

El verdadero creador lo es incluso a su pesar. Cualquiera de los libros menores del gallego habría sido saludado como gran hallazgo en la pluma de otros autores. Martín de Riquer afirmó con toda razón que Cela renovó la lengua castellana. Cuando los siglos ejerzan su labor imprescindible e inevitable de criba, es muy probable que CJC, ya sin título de nobleza ni premio Nobel, despojado de anécdotas y polémicas, lejos de etiquetas vacías como realismo y tremendismo, siga engrosando el escogido número de los que por sus merecimientos habitan el Parnaso. Amb l'Art. Última Hora.

domingo, 19 de febrero de 2006

Miró y Fernández Molina

[Antonio Fernández Molina, Vientos en la veleta, Zaragoza: Libros del Innombrable, 2005]

Antonio Fernández Molina (Alcázar de San Juan, 1927-Zaragoza, 2005) fue un inclasificable artista que dejó detrás de sí una obra abundante y polimórfica, en la que literatura y pintura fueron manifestaciones de un mismo espíritu incansable. En 1964 dejó su plaza de maestro en pueblos de La Mancha para mudarse a Palma y trabajar para Cela como secretario de redacción de Papeles de Son Armadans. En Mallorca entró en contacto con John Ulbricht, Robert Graves, Américo Castro y un sinfín de personalidades de las artes y las letras entre las que la de mayor influencia fue Joan Miró. Residió en La Bonanova, muy cerca de Cela y de Miró, hasta 1975, en que se mudó a Zaragoza; en 1969 había recibido el premio Ciudad de Palma por su novela Un caracol en la cocina.

Lo que nos interesa en el momento intensamente mironiano que atravesamos es su libro póstumo Vientos en la veleta, una colección de notas y recuerdos autobiográficos del polifacético autor que Libros del Innombrable publicó el pasado octubre. En su capítulo “Recuerdos de Miró”, Fernández Molina desgrana su acercamiento juvenil –insólito en un bachiller de la época– a la obra de Miró, su posterior acercamiento personal ya en su etapa mallorquina, su amistad con el artista y su familia, la afición del pintor por los objetos encontrados durante sus paseos, su condición de lector de poesía, su carácter, su vestimenta, su relación con el arte efímero y otros muchos aspectos del máximo interés. Se trata de un testimonio excepcional que, por su respeto, discreción, admiración, autorizado conocimiento y cariño infinito hacia el retratado, merece la pena hojear estos días. Para el que desconozca a Miró, puede constituir un delicadísimo primer acercamiento al artista y su obra. Última Hora.

lunes, 13 de febrero de 2006

Una convocatoria imprescindible

[Poesía española contemporánea. Círculo de Bellas Artes. Alcalá, 42. Madrid. Del 15 de febrero de 2006 al 14 de marzo de 2007.]

En lo que promete ser la convocatoria más importante del año en materia de poesía contemporánea, veinticuatro de los mejores poetas españoles vivos se darán cita en el Círculo de Bellas Artes en un ciclo coordinado por el incansable Jordi Doce. El programa comienza el 15 de febrero, a las ocho de la tarde, con una lectura conjunta del poeta madrileño Diego Jesús Jiménez (1942) y del barcelonés Eduardo Moga (1962). Siguiendo este esquema, los doce recitales, que se sucederán a un ritmo aproximadamente mensual, tendrán siempre como protagonistas a un poeta veterano y a uno de los que en la actualidad conforman la generación más activa, la que marca las líneas generales de hacia dónde tiende la poesía española. En todos los casos se trata de poetas de gran prestigio: a los dos mencionados hay que añadir a los jóvenes Vicente Valero, José Luis Rey, Mariano Peyrou, Julieta Valero, Guadalupe Grande, Jorge Riechmann, Juan Malpartida, Francisco León, Antonio Méndez Rubio, José María Micó y Ada Salas; y a los veteranos César Antonio Molina, Andrés Sánchez Robayna, Carlos Piera, Olvido García Valdés, Agustín Delgado, Antonio Gamoneda, Tomás Segovia, Álvaro Valverde, Jenaro Talens, José Corredor-Matheos y Clara Janés; la representación geográfica y de corrientes es completísima.

El coordinador del ciclo, Jordi Doce (Gijón, 1967), es poeta, crítico, ensayista y traductor de Paul Auster, Thomas de Quincey, William Blake, T. S. Eliot, Charles Tomlinson y Ted Hughes, entre otros. Colabora en revistas como Cuadernos Hispanoamericanos, Clarín y Solaria, entre otras, y ha sido subdirector editorial de Letras Libres. Ha publicado los poemarios La anatomía del miedo (Premio Antonio González de Lama; León, 1994), Diálogo en la sombra (Gijón, 1997), Lección de permanencia (Valencia, 2000), Otras lunas (Barcelona, 2002) y Gran angular (Barcelona, 2005), así como el libro en prosa Bestiario del nómada (Madrid, 2001). Son recientes su recopilación Hormigas blancas (Notas 1992-2003) (Madrid, 2005) y su ensayo Imán y desafío. Presencia del romanticismo inglés en la poesía española (Premio Casa de América; Barcelona, 2005). 13 Newsletter.

viernes, 13 de enero de 2006

Cartas a Louise Colet

[Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, traducción, prólogo y notas de Ignacio Malaxecheberría, Madrid: Ediciones Siruela, 1989 (2ª ed.: 2003).]

Para Roberto Vivero

Ni está de moda ni la edición es nueva. Tal vez por eso sea aún más recomendable la lectura de un escritor perspicaz como pocos y profesional seguramente como ninguno. Pese a tratarse de una colección de textos privados, sin voluntad de publicación, el escritor de gran talla aflora en la prosa vibrante, en la retórica, en la erudición literaria; por el mismo motivo, la espontaneidad permite acceder al lado más humano del consagrado. Coincidiendo con su relación con Louise Colet, escritora mediocre y amante apasionada, Gustave Flaubert (1821-1880) escribió su celebérrima novela Madame Bovary, considerada uno de los puntales de la narrativa francesa y occidental.

La edición de Siruela presenta una selección de 168 de las cartas que se conservan fruto de esa relación, aligeradas de repeticiones y nimiedades, en un período que corresponde a una etapa convulsa de la historia de Francia, que rueda de la monarquía orleanista a la Segunda República y al Segundo Imperio. Las primeras misivas (1846-1848) resultan cargantes por la almibarada densidad del juego de quereres y desquereres. En 1851 los amantes retoman su aventura y su correspondencia, tras un viaje a Oriente del roanés, que ahora es más maduro y conduce el intercambio hacia terrenos que le interesan más, sin perderse en alambicadas protestas de amor; hasta 1855, en que ella recibe una escueta y tajante nota de ruptura.

El joven que de vez en cuando abandona su refugio en Croisset para acercarse a París y visitar a su amante o relacionarse con un mundillo literario que en general desprecia es ya un escritor profesional. Los larguísimos párrafos que dedica a describir –y lamentar– lo ímprobo de su esfuerzo al componer su Bovary ilustran la tenacidad del autor de raza, que se sobrepone día tras día al tedio y al cansancio. Flaubert abomina de la inspiración y de los sentimientos; por el contrario, basa su trabajo en horas y horas de esfuerzo, de lucha contra el lenguaje y contra sí mismo y de estudio minucioso y reiterado de los clásicos (¡cuánto admiró a Shakespeare, a Sófocles, a Cervantes!), de las lenguas cultas –muertas y vivas–, de la filosofía y de otras materias que consideraba obligatorio conocer; todo lo cual le hace reconocerse inepto para la vida familiar.

La prosa de Flaubert está, además, salpicada de una mordacidad alimentada por su enorme perspicacia y a veces rayana en el sarcasmo. La ironía y una evidente tendencia aristocratizante tiñen sus opiniones sobre política, sobre la condición humana, sobre la condición de la mujer, sobre el amor, sobre el arte y la literatura. En cierta ocasión, a propósito de su calvicie incipiente, escribe: “mis cabellos caen como si fuesen convicciones políticas”. En otro punto afirma que “se hace crítica cuando no se puede hacer arte, igual que se hace uno delator cuando no se puede hacer soldado”... En conjunto, el volumen parece justificar los pareceres de Gide y Proust, para quienes el de Ruán no era tan importante por ser autor de Madame Bovary, Salambó o La educación sentimental como por habernos legado su correspondencia. 13 Newsletter.