jueves, 30 de noviembre de 2000

Cuando los números, desgraciadamente, cuadran

[Máximo Hernández, La eficiencia del cielo, Cambrils (Tarragona): Trujal, 2000.]

Hasta hace escasos años, Máximo Hernández había sido uno de esos poetas ocultos que desgranan su labor en la oscuridad de su cuarto, sin dar cuenta a nadie de sus hallazgos. Supuso su primer acercamiento a lo público la dirección, al alimón con José Gregorio Ojínaga, del Aula de Poesía de la llamada Escuela de Sabiduría Popular, academia de carácter no institucional que había nacido en Zamora como fruto del singular movimiento cívico que llevara a cabo la toma pacífica del antiguo Cuartel Viriato en 1994 y su posterior ocupación y uso por diversos colectivos. A finales de 1995, junto con Julio Marinas, Carlos Martín Miñambres, el citado Ojínaga y quien firma estas líneas, funda en la misma capital la Asociación Cultural Lucerna, en cuyo seno desarrolla diversas actividades creativas, gestoras, críticas y editoriales, siempre en torno al mundo de la poesía.

Estas experiencias lo animan a dar a conocer su creación y, en cuestión de apenas un lustro, publica varios poemarios y cuadernos poéticos, entre ellos Desde la isla (Zamora, 1998), Rumor de tu existencia (Cambrils, 1998), Cerimonial do tempo (Lisboa, 1998), Matriz de la ceniza (San Sebastián de los Reyes, 1999) y Ciudadano Humo (Padrón, 1999), así como un cuaderno de greguerías, Algo más que un paseo (Zamora, 1996). Ha participado en las antologías y poemarios colectivos Poeti europei (Roma, 1998), La alquitara poética (Béjar, 1998), Gatos, gatos, gatos. Bestiario (Madrid, 1999) y Tempestades de amor contra los cielos. Homenaje a José Agustín Goytisolo (Cambrils, 2000). Es habitual colaborador en tertulias y recitales, al igual que en revistas de creación como Los Cuadernos del Sornabique (Béjar), Cuadernos del Matemático (Getafe), Batarro (Almería), Prima Littera (Rivas-Vaciamadrid), El Extramundi y los papeles de Iria Flavia (Padrón) o Poesía, por ejemplo (Madrid). La alta calidad de su poesía, bien refrendada por su rápida difusión, fue reconocida en 1998 con la concesión del Premio Nacional de Poesía José Hierro a Matriz de la ceniza, un magnífico ejercicio de personalidad poética y uno de los libros de mayor rigor y lucidez publicados en España en los últimos años. De Matriz se puede elogiar el alarde métrico, la ausencia de compromiso con escuelas o capillitas, el cincelado de su compartimentación o la coherencia de su sistema de pensamiento.

Es ahora el turno de La eficiencia del cielo. Y lo primero que llama la atención en él es la exactitud minuciosa de su ensambladura, algo que, sin embargo, forma parte de la poética de Hernández y que siempre pugna por, cuando menos, asomar en sus libros. En este caso, como puede observar el lector, no existe tal asomo, sino aritmética insolencia: el poemario se divide en dos series paralelas, encabezadas por una cita bíblica cada una, y cada una de estas series a su vez en cinco secciones que constan de siete poemas de siete versos de siete sílabas...; y el título de cada poema es la suma de un heptasílabo y un sustantivo que, a modo de epítome, completa la breve composición. Hay que observar que, además, da paso a este complejo polinomio un poema introductorio de siete versos alejandrinos que se llama, precisamente, “Ajuste de cuentas”, y lo clausura el titulado “Resolver el problema: Álgebra”. El tradicional valor mágico del número siete preside todo el poemario y lo impregna de un simbolismo entre sacro e irreverente, y los múltiples paralelismos hacen más contundente si cabe la denuncia que los versos emiten contra el desengañador paso del tiempo. La cita del Evangelio de San Mateo que abre el libro aclara el enunciado de la ecuación: “setenta veces siete”.

Este encaje de bolillos métrico y arquitectónico podría parecer gratuito alarde si no reflejase también una fuerte voluntad de correlación conceptual. Las citas veterotestamentarias que abren las dos series manifiestan una impotente protesta: el pacto bíblico, expresado en términos numéricos que coinciden sospechosamente con las circunstancias biográficas del autor (“...y vuestros hijos serán nómadas cuarenta años en el desierto...”) se revela vano, no eficiente. La tierra de promisión que supuestamente nos espera en la edad adulta no contiene otra cosa que desazón, pérdida de la inocencia, despertar a la violencia o al tedio, conciencia de la mortalidad. Así, la palabra y el concepto de circo, que inicialmente acogen un espacio de diversión y maravilla para el niño, degeneran para abarcar en la segunda serie todo lo que de grotesco, por cruel o estéril, contiene el mundo. La escuela y las vacaciones, que en la primera parte son ámbitos inaugurales y esperanzados del conocimiento, en la segunda se reducen a apenas manuales de descarnadas lecciones cotidianas.

La eficiencia del cielo, a través de dos visiones del mundo contrapuestas y simbólicamente separadas por cuarenta años cuya solución de continuidad estriba en una desnuda cita del Deuteronomio, consigue que el lector perciba y sufra como brusco tránsito lo que habitualmente consiste en largo proceso: el paso de la lozanía a la decrepitud, de la inocencia a la hipocresía, del juego a la violencia, del aprendizaje a la alienación. En la percepción sensorial del niño, el sencillo “chaparrón de sal” que esperan las patatas asadas es nada menos que “sazón del mundo”; para los sentidos del hombre maduro, en cambio, el espectáculo milagroso del ocaso, interpretado en el genial, hermosísimo poema “Ojos entre dos luces: Crepúsculo”, no significa otra cosa que “labor y cansancio / trémulos, absolutos”. No cabe mayor abismo entre el entusiasmo y la desesperanza, y de aquí lo trágico del celestial incumplimiento. De aquí el duro reproche existencial.

Pues existencial es la raíz de la poesía de Máximo Hernández. No es, como decíamos antes, la primera vez que combina ese trasfondo filosófico con estructuras cerradas, diseñadas con criterios matemáticos; el entramado de Matriz de la ceniza ya era muy estricto. El afán del poeta por el orden, los números significativos y los ciclos viene de antes: ya en un poema extenso de 1992, “Círculo”, describía la vida como un girar casi eterno en una espiral de repeticiones y desencanto. La medida disposición de Matriz de la ceniza y de La eficiencia del cielo no sólo es, y lo es, gusto por la simetría y el unitarismo formal, ni tampoco la deformación profesional del funcionario que ha visto discurrir casi todos los aspectos de la vida en los litúrgicos términos del debe y el haber. Es, sobre todo, signo de la redondez de la existencia, y también de su misma inanidad, ominosa e indignante, que a veces llama a la rebelión y otras al desarraigo. Prólogo del libro.

martes, 31 de octubre de 2000

Fuerteventura, ¿1904?

Cierro hoy la lectura de Por Fuerteventura, el libro de viajes publicado en 1904 por el lanzaroteño Isaac Viera y reeditado con primor por el servicio de publicaciones del Cabildo de Fuerteventura.[1] De su centenar y medio de páginas, escritas en una prosa decimonónica y amiga de frases hechas y citas más bien necias que a veces llegan incluso a irritar al lector, éste puede, no obstante, entresacar información interesante y, sobre todo, contemplar el dibujo de un ambiente, de un momento histórico irrepetible.

Viera recorre la isla a principios de siglo y aplica en su descripción una ideología utilitarista y enemiga de caciquismos caducos, pero apegada al catolicismo y a lo políticamente correcto de la época. Intelectualmente poco denso, su formación literaria parecería extensa a juzgar por las numerosas y variadas citas (Dante, Quevedo, Duque de Rivas, Cervantes, Iriarte, Fray Luis...), si éstas no se integrasen artificialmente en su discurso ni causasen sensación de erudición vana, justo aquello para lo que las citas nunca deben servir.

Entrevera el autor pensamientos, descripciones de paisajes y tipos, algún episodio cinegético chusco, coplas más bien infames, reflexiones más o menos líricas y noticias biográficas de personajes de la historia y la actualidad majorera de entonces, sin excluir fragmentos próximos a los ecos de sociedad. Destacan las anécdotas narradas acerca del doctor Tomás Mena y Mesa, pero el periodista conejero también se detiene en el político Ramón F. Castañeyra, el industrial José Franchy del Castillo, el banquero Juan Rodríguez y González, etc. El discurso, no muy homogéneo, va y viene continuamente entre la tópica alabanza de aldea, por un lado, y una decidida confianza positivista en la ciencia y en el progreso económico, por otro.

Denuesta Viera la figura del antiguo cacique que se opone a las libertades, ejemplificada por Agustín Manrique de Cabrera, en cuya familia fuera hereditario el coronelato de la isla hasta el siglo XIX. Elogia encendidamente, en cambio, a elementos sobresalientes de la burguesía rampante como Ramón F. Castañeyra (el buen cacique del profesor Navarro Artiles) en Puerto del Rosario, Tomás Mena y Mesa en La Ampuyenta o Pedro Cabrera Brito en Pájara; al último lo llama “factotum de la política” en el sur de la Isla y “hombre que por su propio esfuerzo logró levantarse sobre el nivel de sus convecinos”.

Escribe en la página 67: “Contando, como cuenta Fuerteventura, con esas materias primas, las personas que imprimen la marcha del progreso de esta región hacen bien en trabajar de consuno por el mejoramiento de la clase proletaria y por el desarrollo industrial de este pueblo... Ese noble batallar de las clases directoras en pro de los intereses populares...”, etc. La nítida distinción entre artífices y beneficiarios del progreso y el entendimiento de la relación que existe entre ellos como filantrópica y, por consiguiente, no como algo justo ni exigible, remiten a épocas y regímenes remotos que los libros de historia incluyen en sus índices bajo el epígrafe Despotismo ilustrado.

Parece convencido don Isaac de la importancia del papel del notable, al estilo del grande hombre de Sarmiento o el héroe de Carlyle: el personaje que, por la sola virtud de su pronunciada personalidad y gracias a su natural generoso, determina el progreso de un pueblo. No nos debe sorprender que Viera mantenga semejante simpleza so capa de progresismo en torno a 1900: cien años más tarde, en Fuerteventura hay quienes aún confían los destinos políticos de la colectividad a la que pertenecen al más atroz personalismo, como si las ideologías -y las urnas- no existiesen.

Todavía hoy es oportuno recordar que los cargos públicos no regalan graciosamente nada, sino que invierten la hacienda pública, que proviene de los impuestos de todos, con la obligación de emplear criterios de equidad y de adecuación al beneficio de la comunidad. Son nuestros empleados, no nuestros padres. Canarias 7 Fuerteventura.

NOTAS

[1] Isaac VIERA, Por Fuerteventura (pueblos y villorrios), prólogo de J. Franchy y Roca, Puerto del Rosario: Cabildo Insular de Fuerteventura, 1999; reproducción facsimilar de la edición de Las Palmas: Imprenta y Litografía de Martínez y Franchy, 1904.

domingo, 16 de julio de 2000

La búsqueda de Juan Manuel de Prada

[Juan Manuel de Prada, Las esquinas del aire. En busca de Ana María Martínez Sagi, Barcelona: Planeta, 2000.]

Como el mismo Prada ha manifestado, su último libro es de difícil catalogación, aunque en el prólogo intente encuadrarlo en el género que los anglosajones han denominado quest. Podríamos hablar, en cualquier caso, de la biografía novelada de Ana María Martínez Sagi; pero, tratándose de un libro de tanta calidad, la adscripción a un género u otro resulta irrelevante. Las esquinas del aire retoma la veta que el autor ya había explotado en su cuento “Gálvez”, de El silencio del patinador (1995), en Las máscaras del héroe (1996), en Armando Buscarini o El arte de pasar hambre (1996) y en otros trabajos publicados en revistas sobre autores de nuestra bohemia anterior a la guerra civil. El volumen, por tanto, se aleja visiblemente del compromiso editorial que supuso su novela anterior para volver al más genuino compromiso con la literatura que siempre había caracterizado la obra de Prada. Es patente que el autor siente su última entrega, de igual forma que en La tempestad (1997) se palpaba una deplorable ausencia de cariño y de implicación personal, que se traslucía en la falta general de interés y de originalidad de la novela, por no hablar de los errores semánticos y sintácticos que sólo podían obedecer a una redacción apresurada y a una corrección descuidada.

El protagonista de la pesquisa en que consiste Las esquinas del aire sale de su ciudad natal (una pequeña capital de provincias de inmediata identificación, que siempre será mencionada como “mi ciudad levítica” y denostada por su palurdo provincianismo) para emprender la búsqueda del personaje de Ana María Martínez Sagi, encontrado por casualidad en las páginas de una colección de entrevistas de César González-Ruano. Prada cumple su difícil propósito de interesar al desocupado lector en una árida indagación de carácter más filológico o bibliográfico que detectivesco, y por el camino va convirtiendo a una escritora más bien mediocre en un personaje rico y cautivador y, por otro lado, emblemático de la evolución social e histórica de Cataluña y del resto de España en el siglo XX.

La prosa de Prada es una de las más cuidadas y exuberantes de nuestro presente narrativo. Muy consciente de que el buen lector espera de un libro literatura y no periodismo, ni mucho menos eso que segregan tantos autores que disfrazan su incultura y su desconocimiento del lenguaje tras el marchamo de lo joven (y, sí, me refiero a gente como Mestre, Mañas o Etxebarría), Prada permite que el lector, que ya casi estaba resignado, vuelva a ser feliz usando el diccionario, disfrutando de la inteligente inauguración de un uso traslaticio o sintiendo la necesidad de detener por unos instantes la lectura para reflexionar sobre un pensamiento que no sea pedestre ni zafio. Su complejidad sintáctica no hace concesiones, y su léxico abundantísimo, preñado de referencias culturales y populares y aún enriquecido por personales componentes figurados, simbólicos y metafóricos, siguen debiendo bastante al método de Gómez de la Serna. En esta ocasión, además, el autor deja de caer en los tics expresivos que todavía maculaban Las máscaras del héroe y que llegaban a hacer penosa la lectura de La tempestad.

Prada se muestra ducho en la creación de ambientes miserables y en la descripción de sentimientos mezquinos. Ya lo estuvo en sus anteriores libros, y en éste encontramos pasajes deslumbrantes e inquietantes como aquél en que narra la ruptura entre el protagonista y Gonzalo Martel, el viejo escritor fracasado (pp. 53-54). Sin embargo, el espíritu de resentimiento que parecía dominar los libros de Prada, un punto de vista que hacía de toda relación humana, y en especial de la amorosa, indecente comercio o corrupción irrespirable, se alivia en Las esquinas del aire notablemente. Persiste la mezquindad, literariamente tan fructífera, pero esta vez tratada como una arista más en una realidad poliédrica que abre algunas de sus ventanas a un concepto regenerador o luminoso del amor y de la amistad; así sucede entre el protagonista y Jimena, así llega a revelarse su amistad con Tabares y así se concibe también la relación que posteriormente se constituirá en fantasmal leitmotiv de la existencia y de la obra de Ana María Martínez Sagi.

Prada sabe que no hay narración de calidad sin una buena caracterización de los personajes. En los suyos advertimos un componente autobiográfico notable; el protagonista de la búsqueda es, en muchas ocasiones, trasunto del Prada de épocas pasadas, aunque no muy lejanas: un joven escritor que quiere huir de la ciudad provinciana que lo consume, que encuentra un estimulante contraste vital en Madrid y que se entusiasma en la persecución del fantasma de la Sagi. El personaje de Jimena es también rastreable en la biografía de Prada, y a este mismo respecto no es necesario aclarar nada acerca del genial personaje que conocemos como “el poeta Gimferrer”, hacia quien el relato connota una simpatía y una admiración que no impiden que el episodio protagonizado por el poeta catalán se convierta en uno de los ejemplos de explícita caricatura más sobresalientes y divertidos de nuestra literatura. En la caracterización, el autor recurre con frecuencia a los símiles cinematográficos, como si de esta forma pretendiera dotarlos de un rostro identificable por el lector o por él mismo. Así, el enfermo Martel “tenía un parecido pavoroso con Peter Cushing” (p. 20), y el rostro de la adorable Jimena “recordaba al de esas actrices de antaño, Sylvia Sidney o Gene Tierney” (p. 95), y además “es el vivo retrato de Machiko Kyo [...], la actriz fetiche de Mizoguchi” (p. 113). Por lo general, Prada cuida mucho la descripción de sus protagonistas, incluyendo minuciosamente su catadura física y sus enfermedades, su talla moral y los precedentes biográficos que explican su personalidad. En sus retratos, tanto individuales como colectivos, suele aparecer la sátira, como es el caso de los “escritores famosillos” que pueblan el mundillo literario español y entre los que es fácil reconocer a algún miembro lamentable de la más televisiva intelligentsia (pp. 86-87 y 171-172); e incluso una saludable autosátira.

No es posible que una novela aparezca sin error ni errata alguna, máxime cuando consta de casi seiscientas páginas en las que se despliega tal abundancia de vocablos y expresiones. Me disgusta bastante el tropiezo del autor en esa moda que consiste en asegurar que algo es “lo mejor” o “la crema” mediante la tonta expresión “estar en la pomada”, más propia de comentaristas deportivos, aunque sea en boca de un personaje y en tono coloquial (p. 60). Posible errata es “evacua” en vez de “evacúa” (p. 71), pero es reprobable solecismo la frase “como así [...] fue”, que hay que atribuir a su amplia difusión por la televisión (p. 121). En cierta ocasión utiliza Prada “catre” como sinónimo de “cabecera”, lo que constituye un despiste léxico (p. 411). Un “Yavhé” en vez de “Yahvé” es metátesis casi perdonable (p. 445), y, finalmente, el adjetivo “horras” aplicado como sinónimo de “vacías” al sustantivo “tripas”, una licencia quizá excesiva (p. 496). Así y todo, el manejo del lenguaje por parte de Prada, tanto por su conocimiento como por el partido que saca de insospechadas, novedosas posibilidades expresivas, supera al de todos sus coetáneos; solamente es precisa la consolidación de su dominio de los registros para que el zamorano sea reconocido sin reservas como el mejor prosista español de su generación y uno de los más destacados de los últimos cincuenta años.

Subsiste la duda que sobre la calidad de Prada como fabulador proyectó en su día su antiguo mentor, Francisco Umbral. Es cierto que lo mejor del zamorano (Las máscaras del héroe, Las esquinas del aire) ha salido de amplios y metódicos trabajos de documentación; y que el intento de auténtica ficción que supone La tempestad fue fallido. Personalmente atribuyo la baja calidad y el escaso poder de convicción de la novela ganadora del Planeta a su carácter de novela de encargo; y nunca olvido que uno de los mejores relatos breves que he leído nunca, “Los antípodas”, publicado en aquella curiosa antología de Lengua de Trapo llamada Páginas amarillas (1997), no está firmado por Borges ni por Cortázar, sino por Juan Manuel de Prada. Por otra parte, nada hay que objetar a las labores de documentación si su resultado es un libro tan profesionalmente literario, de lectura tan enjundiosa y que proporcione una perspectiva tan personal y desautomatizadora como Las esquinas del aire. Papel Literario. Prima Littera. La Página.