sábado, 8 de diciembre de 2007

Titanes de barrio

[Tomás Sánchez Santiago, Calle Feria, Sevilla: Algaida, 2007.]

En 2004, Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) publicó en El Extramundi un relato titulado “Los cocineros se aburren a las cinco”, que se anunciaba como parte de un libro de relatos en preparación, Tratado de comercio. Con el tiempo, aquella recopilación inédita creció, se transformó en otra cosa, mereció el XI Premio de Novela Ciudad de Salamanca y, con el título de Calle Feria, se nos entrega hoy sin que aún podamos asignarle género. Ni falta que hace.

Los fragmentos que componen el libro adoptan distintos formatos: ensayo, relato (en sus diversas modalidades), reseña cinematográfica, comunicado gubernativo, diálogo dramático, fórmula magistral, diario personal, experimento a lo Queneau, diálogo mayéutico, carta, columna periodística de opinión… La unidad de modelos tan dispares viene servida por un denso entramado de referencias directas e indirectas, basadas a veces en la repetición de elementos de la propia ficción y otras en el uso de índices narrativos; como cuando tras enumerar a los presentes en una reunión, el narrador matiza: “Al menos, esos”, confinando la omnisciencia a los límites de la memoria e identificando así la figura del narrador con la del escritor de memorias; o como cuando con respecto a un asunto se dice que “de eso ya se hablará”, para en su momento recordar que “algo se ha dicho ya”. Contribuye a la consistencia de Calle Feria el hecho de que todo lo que en ella se nos cuenta es parte de lo que estamos dispuestos a asumir si aceptamos la importancia de la palabra en nuestras vidas.

Los ingredientes de los relatos son también de lo más diverso, conformando un completísimo universo de ficción en el que todo encuentra su lugar: lo misterioso, lo fantástico (Poe, Shelley o Colodi son presencias detectables), la iniciación al sexo, el análisis psicológico, la historia, la crítica social y política, la reflexión antropológica, la estética, la metafísica, la historia, el elemento biográfico y lo pseudobiográfico… Las referencias a una ciudad no designada, aunque reconocible en la Zamora de posguerra, pasan por el empleo de bibliografía, prensa y documentación existente, pero también por la reconstrucción de personajes recordados, anónimos en algunos casos, pero reconocibles en sus nombres reales o ficticios y en sus rasgos carnosos, y de otros en absoluto anónimos, como Lorca, la artista Delhy Tejero o el pianista Miguel Berdión. “La ciudad” presenta un rostro triste, adecuado a la nación y el tiempo en los que se ubica; el autor habla de “una onomástica [callejera] calcificada por menciones que delataban el apocamiento de la ciudad”, o de “el sabor de arpillera que dominaba la ciudad”, o de “la ciudad gobernada por el gemido indigesto propio de un país con olor a orín envejecido, encelado en conservar en hielo negro, amortecida y triste, la canción de la vida”. Veremos que Sánchez Santiago no ha querido entregar este retrato colectivo sin posicionarse decididamente en una interpretación teñida de ideología.

También existen en Calle Feria referencias a textos ajenos y propios. Entre los ajenos, destaca el empleo a lo largo de sus páginas de diversas variaciones de un conocido verso de Bécquer (“¡Llevadme con vosotras!”) que resume a la perfección las diversas modalidades de la estrategia de la evasión que emergen ante la realidad doliente de una ciudad sometida y gris: el cine, la emigración, la literatura. En cuanto a los textos propios, el libro menciona o integra muy acertadamente materiales presentes en sus libros anteriores: el relato El descendiente (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 1992); el ya citado “Los cocineros se aburren a las cinco”, desde el que podemos rastrear algún personaje; el poemario El que desordena (Barcelona, DVD, 2006), del que se extrae el elogio de “los desobedientes”, “los que desordenan el mundo”, mientras que a otro personaje se lo nombra “el que no descansa”; los artículos publicados en El Norte de Castilla y recogidos en Salvo error u omisión (Segovia, Caja Segovia, 2002), uno de los cuales, “Tratado de comercio” se reproduce íntegramente; Los pormenores (León, Asociación Cultural “La Armonía de las Letras”, 2007), su más reciente colección de textos breves, que a ratos es un complemento de Calle Feria; y el indispensable ensayo Zamora y la vanguardia (Valladolid, Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, 2003), en cuya estela crea y contextúa con la máxima verosimilitud anécdotas narrativas en torno a las figuras de Berdión, Lorca, su amigo José Antonio Rubio Sacristán (aprovechando la visita de Lorca a Zamora en el verano de 1928 e incluyendo una carta real del granadino al zamorano) o Delhy Tejero; la anécdota que sirve de base a este último capítulo la aporta la edición en que Sánchez Santiago colaboró de Los cuadernines de la toresana (Zamora, Diputación, 2004). El conjunto de la obra del autor forma por sí un sólido microcosmos de ideas y propuestas; y, en esta ocasión, al lado de todo este material de acarreo, un efectivo filón de relatos de ficción original compone un vivo mosaico de realidad.

La soledad y la incomunicación son leitmotive del libro: frente a los personajes del cine, dice el narrador, “nosotros sólo éramos coleccionistas de la intemperie”. El cruce ciego de cartas que cierra el relato, en el que se suceden los intentos frustrados de comunicación por parte de los dos corresponsales y de un funcionario de correos que busca información sobre su madre en quienes no se la podrán dar, es muy significativo. Porque Calle Feria es una galería de solitarios; mantiene un evidente tono elegíaco en relación con la muerte de un pasado en el que sosteníamos un mayor y mejor contacto con los otros y con los objetos (“La higiene comercial acabó también con esa fiesta de los objetos”), en que el comercio era más humano y se correspondía con una riqueza verbal que dignificaba el empleo del lenguaje y a sus usuarios.

Y porque entre los protagonistas fundamentales de este libro de lenguaje deslumbrante se encuentran las mismas palabras. En Calle Feria tienen una importancia especial los nombres de las cosas y su adecuación a la realidad exenta de trampa, “la transparencia de esa relación directa que hay en la vida de esos ámbitos entre el nombre y la cosa”. La calle Feria, también protagonista principal, “era una pajarería de palabras sin orden que iban y venían en todas direcciones: palabras de reclamo y regateo, palabras de oficio…” que enriquecían a sus portadores y diferenciaban al barrio del resto de la ciudad. No sólo el narrador y su amigo Muñoz, sino también el poeta Lorca se engolfan en las palabras hasta derivar en algún momento en una auténtica fiesta de palíndromos, monodias vocálicas y juegos de todo tipo. “Había en las palabras”, se dice en algún momento, “la energía y el calambre que no tenía aquella vida gris de hierro y sombra”. Junto al prestigio de la palabra escrita está el de la palabra escuchada, y los pobladores de la calle admiran a quien tiene “el don de contar, o sea, el don de atascar la vida en el tiempo y mantenerla allí quieta, sin poder para hacer envejecer las cosas de la existencia” mientras se desarrolla el relato. Las personas se relacionan y se salvan, pues, contándose historias, sean reales o ficticias (“invención o sucedido”): en lo que podría constituir una concisa poética de Calle Feria, el narrador recuerda que “nos dedicábamos a coleccionar historias donde la verdad y la ficción se acomodaban por su cuenta, sin excesivos miramientos por parte nuestra”. Y entre los textos escritos tiene un papel importante el recurso a las escrituras autobiográficas, cotidianas u ordinarias, las que conservan la inexactitud y el desorden que son propios de lo no profesional: las cartas que se cruzan a lo largo del libro, el diario de un barbero (que a veces se desliza inadvertida pero muy fundadamente hacia el poema en versículos), los cuadernos de notas de una artista.

No es extraño que un autor tan consciente del papel del lenguaje en nuestra existencia lo domine como lo hace Sánchez Santiago. Su prosa es de de una claridad cervantina, apoyada mucho menos en la adjetivación que en la exactitud léxica y en un sabio aprovechamiento de las posibilidades de la sintaxis; así, leemos que “borrar Hernán “ciudad” y poner en su lugar “nación” no le pareció punto de desmesura”, o que “aparecer el paquidermo tosiendo en la puerta del bar con la respiración calamitosa y sin fuelle y hacerse un silencio repentino en el serano, todo era uno”. Metáforas (“la lana sudada de aquellos años”) y símiles (“los ojos claros y grandes como dos charcas de luz”), tasados y certeros, conforman una retórica comedida en que prima la oportunidad sobre el alarde; el lirismo hace aparición en varios momentos; y un humor maduro y sin estridencias impregna de inteligencia prácticamente todo el discurso. El registro se adapta con éxito a un mundo creado con raíces en un barrio castellano, y así en cierta ocasión un personaje ordena: “Tomar, darle esto”, y no “tomad, dadle esto”, mientras un funcionario habla de “copiar por fuera aparte” en lugar de “copiar aparte” o “por separado”. La exhaustividad nos obliga a señalar tres o cuatro deslices, como aquél en que el juego oulipiano desemboca en neologismo defectuoso (“onomorfológica” por “onomatomorfológica”, p. 293), o ese otro en que “se cultiva la desmedida” en vez de “la desmesura” (p. 117). Un despiste semántico convierte una vida tal vez ascética en “una existencia ecuménica” (p. 81), y me sigue disgustando el tan generalizado empleo de la expresión “como así fue” (aquí sólo en la p. 133) en vez de “y así fue” o “como sucedió”.

Permea esta ficción de honda calidad literaria un sistema de pensamiento igualmente denso. Sánchez Santiago toma claramente partido por el bando de los perdedores (de la guerra civil, de la historia, del mercado o del conflicto entre sexos). Toda la obra del zamorano es una reivindicación de la dignidad del sometido, del silenciado, del humilde, y así lo recoge uno de los narradores cuando dice: “Papá asentía heladamente a todo, con aquella dignidad que le salía para mostrar que obedecer no era exactamente lo mismo que estar de acuerdo con lo que se le imponía”. El autor apuesta por la conservación de la memoria de los vencidos y clama contra las guerras: “Toda guerra se inicia por ideas, cosa de mentalidad, y acaba en esa dedicación salvaje que es abrir cuerpos, desordenarlos, hacerlos desaparecer. El imperio brutal de lo físico”. La crítica social y política del franquismo y su censura que encierran las reseñas cinematográficas de Mature muestra cómo los brillantes extremos de la inocencia y la ironía se tocan, contra la mediocridad de lo establecido por la fuerza: “vivimos en un lugar donde lo normal lo es todo. Y donde la excepción está prohibida”. Todos los oprimidos tienen una voz en Calle Feria: las mujeres reducidas a “su función primaria y meramente animal de procrear”, los marginados y, por oposición al orgulloso centro de la ciudad, esos paradójicos “titanes de barrio que sin saberlo representaban en su sinsentir todas las posibilidades del ser humano”.

Con estas premisas (el amor por el lenguaje, el compromiso con los silenciados de la Historia), el autor necesariamente ha de preguntarse por la responsabilidad del escritor y del artista, y lo hace en forma de debate y básicamente en la voz de Muñoz, el alter ego del protagonista-narrador: “el escritor encuentra, nunca busca”, dice, y también, no obstante: “lo que nos gusta es escribir, o sea darle otra coherencia al mundo, tal vez una coherencia sobresaltada.” La reflexión sobre el sentido de la literatura y el arte llevan a Muñoz a desdeñar el David y afirmar que “la hermosa falta de culminación de las cosas, como los Esclavos de Miguel Ángel, eso es lo que está lleno de certeza […]. La gente […] no sabe que la perfección no es más que otra forma de la ilusión”. Un relato inconcluso sería, por tanto, “una apuesta contra el orden falaz de las culminaciones, a favor de las Cenicientas transgresoras y no de los príncipes redentores”. En el mismo sentido se manifiesta el narrador del relato que protagoniza la pintora Delhy Tejero, quien “creyó ciegamente que el Arte debía salir del secuestro de las ideologías y de los intereses mediante la preeminencia de la Belleza sobre todo lo demás. La belleza nos salvaría, sí. Ay. No sabía que la belleza es aliado principal para negociar con ventaja a favor de lo sombrío, de lo sórdido, de lo siniestro”. El narrador busca “en cualquier sitio menos en la belleza –la Belleza– culminada y lista para deslumbrar. Anestesia estética que permite manejar sin remordimientos los bisturís criminales justo al lado”. Y afirma: “Hay horas del mundo en que el Arte, más que nunca, no debe ser una respuesta esperada sino una pregunta incómoda y capital, llena de retortijones”. Así respira Calle Feria, una fábula magnífica que es, al mismo tiempo, un comprometido monumento a la complejidad de la existencia. Turia.

lunes, 8 de octubre de 2007

La palabra y la carne del náufrago. Eduardo Moga: el poeta del no ser

Durante demasiados años, en España parecía imposible aprovechar la pertinencia de las estrategias que Carlos Bousoño había catalogado en la poesía contemporánea (con objetos de estudio tan ilustres como Machado, Juan Ramón, Lorca o Aleixandre) en el análisis de una poesía de aspiraciones tan mansas como furiosas eran las de algunos de sus practicantes.[1] No obstante, una corriente multiforme, desatendida en los circuitos mayoritarios, ninguneada en los foros oficiales y en las editoriales señeras, pero viva y discretamente vibrante –al calor de la obra de unos pocos resistentes como José Ángel Valente o Antonio Gamoneda–, seguía creyendo en la poesía como revulsivo del lenguaje y de la conciencia y practicándola sin renunciar a los hallazgos de las vanguardias. Éstas, contra lo que nos habían asegurado, no habían muerto. El ejemplo de Eduardo Moga (Barcelona, 1962) demuestra que esa corriente ha seguido tremendamente activa durante la travesía del desierto figurativo que sufrimos y seguimos sufriendo, pese a su actual descrédito. Moga, poeta pero también ensayista, antólogo y crítico literario de fundado prestigio, bebe en las fuentes de los místicos españoles, de los románticos y los simbolistas franceses, de Rimbaud, del surrealismo, de Rilke, de Aleixandre, de Álvarez Ortega: de la tradición irracionalista de la poesía.

Su segundo libro, Ángel mortal (1994), demuestra una madurez de estilo notabilísima en quien cifra en él su arranque como poeta.[2] La amada o, mejor, el sexo entendido como puerta entre el ser y el no ser, es central en el poemario y plantea líneas temáticas que van a alimentar la obra de Moga hasta hoy. Aparece el tiempo de la mortalidad y aparece el cuerpo, perfeccionado en el sexo, como único remedio posible contra esa mortalidad: “Sólo sé que el ser apresa el tiempo en la exactitud del latido”, dice el autor en el poema IV, y afirma que en el orgasmo sólo existe “un pensamiento sensorial […]/, ajeno a las consecuencias de la carne”. El sexo permite al hombre avistar un ser que nace de la comunión: “nos hemos sido […]/, dejándonos caer hasta las profundidades del cuerpo, hemos completado nuestro yo” (V). Pero es que el sexo es, explícitamente, factor de fluidez, de comunicación: así lo manifiestan el símil “no como los bordes de una herida,/ sino como una vulva que conecta dos espacios” (XI) o los versos que siguen: “A la desposesión, al saber que se abandona/ en el recuerdo, aún puedo oponer tu himen salado./ [...] Tu sangre tiene ventanas” (XVI). Frente a la luz del día, que nos devuelve a una realidad entreverada de caos, de contradicción, de ilegibilidad, la noche es un ámbito de confusa libertad, “una marea que reúne/ las superficies perdidas. No niega la luz: la escora, la lleva adentro” (XVIII).

Si en Ángel mortal y en libros posteriores asistimos a la redención por el sexo (el cuerpo es lo único a lo que podemos asirnos en lo hondo de este caos identitario), éste prácticamente desaparece en La luz oída (1996),[3] que se concentra en plantear el conflicto de “nuestra radical/ penumbra” (824-825): la luz de la realidad (“la luz se oye”, se decía en Ángel mortal, VI) sólo sirve para acentuar este rasgo. Se ha dicho que La luz oída es una cosmogonía, pero estrictamente no hay tal.[4] Todo el proceso de generación de un mundo consistente a partir del caos inicial es de carácter visionario; de hecho, en ese caos conviven alusiones a las paleociencias, pero también al presente natural e industrial: se trata de un caos no primordial, que pertenece más al dominio de la conciencia (observemos que el primer verso sitúa el origen de la energía en el interior: “Qué dentro hay un sol”). El poeta se plantea, pues, cuestiones metafísicas y ontológicas y propone el lenguaje como esquema de creación, es decir, de ordenación del mundo (ya en Ángel mortal aparecía la palabra como factor de orden: “La razón está en el verbo. Las palabras son la medida”, XI). Cuando el nacimiento de la vida es inminente, aparece un núcleo “casi poema/ ya” (53-54). Cuando, como en la génesis natural de la tierra, interviene el mar como matriz imprescindible, se nos dice que “el mar es la primera palabra”. El caos inicial se va superando y comprobamos que el paso siguiente es el logos: “Qué/ ley ampara a la vida […]/ que todavía no consuma el verbo/ previsto por los dioses” (186-192), se pregunta el poeta. Por otro lado, “Los embriones […]/ anidan en el verbo” (386-389), y “Cada corazón es un verbo que progresa/ a la sombra de un vértice anterior” (441-442). Todo lo cual, sin embargo, no exime al hombre de un miedo que en La luz oída es “regreso” (264) o “equilibrio” (485) y parece ineludible: todo lo dicho sobre la palabra parece insuficiente. En el poema hay una vena presocrática que hace que todo se desmorone en materia, en átomos, en reticentes alusiones a la unidad, al uno, a lo inmóvil, pero también al río heraclitiano, que “no corre en un solo sentido” (224). En algún momento el proceso creador-visionario se interrumpe y, con la realidad, surge la irónica evidencia de la mortalidad: “el águila/ respeta las palabras que el hombre emplea en su árida/ liturgia, aunque la abatan” (678-680). La unidad surgida del caos gracias al logos “simplifica/ las bandadas a un solo pájaro, los rebaños/ a una sola ecuación, las palabras a un solo/ palimpsesto. Los ríos regresan, humillados,/ a la única fuente donde los hombres nunca/ podrán interrogarlos” (688-693), es “un vasto dogal” (699). La palabra, por tanto, tampoco sirve, porque todo acto de creación lleva en potencia el germen de la destrucción que acaecerá en debido ciclo.

En este contexto de opresiva contradicción, “El latido insiste, contra toda/ lógica; el cirro tiene venas, conocimiento/ que se hace carne” (744-746). De nuevo acude la voz lírica al cuerpo, dada la insuficiencia de la palabra; pero tampoco es bastante y, mientras todo lo que es índice de vida decae o desaparece en alud imparable, la voz apostrofa desesperadamente al ser, lo que inmediatamente la coloca en una posición declarada de desamparo y, para concretar del todo, en el terreno del no ser: “Espera, ser, que no se enfríe el polen” (783). “Todo/ quiere aún existir, todo anhela un lugar/ donde instalar su voz. Espera, ser […]./ No te vayas”, implora (795-803). La conclusión es que “Siempre lo hemos sabido: somos error, error/ que camina y construye pirámides” (811-812). En un “mar de silencio”, “todo se anula/ y dolorosamente recomienza” (822-823) y constatamos nuestra “sola ambición de eludir el crónico/ esqueleto, mas yendo hacia él” (829-830).

Es evidente en La luz oída la influencia de la poesía más metafísica de Álvarez Ortega, y sobre todo de su libro Génesis.[5] En él están las densas negaciones, el significado del ojo, de la mirada, el origen del caos sin palabras, la reflexión sobre el no ser, el llanto de la piedra, el permanente pugilato entre luz y oscuridad, las negras nieves, las luces oscuras. Alguien escribió a propósito del andaluz las siguientes palabras: “Las inquietudes metafísicas […] alcanzan su punto álgido en Génesis (1967): la autodestrucción y desamparo abarcan todo el libro que representa un renacer a la realidad última de la muerte, un madurar rilkiano de nuestro ciclo vital que tiene en el fin su cumbre”.[6] Estas líneas se ajustan como un guante a La luz oída, un libro capital para la comprensión de la evolución posterior de la obra moguiana. De Génesis proviene la expresión de la duda ontológica por medio de un proceso universal y milenario; sin embargo, en Moga el horror vacui impone un discurso mucho más intenso y torrencial, que impacta por acumulación. Los poemas de Álvarez Ortega, mesurados en su extensión y en su dicción casi aforística, aspiran a persuadir con suavidad, mientras que los poemas de Moga inundan la conciencia con la brillantez de sus imágenes. Lo que en uno es concepto ilustrado, en el otro se vuelve profusión gongorina y, tras las lecciones de la modernidad, visionaria.

Una estética nocturna o antimatinal preside, por tanto, los primeros libros de Moga, pues la mañana representa aquello que deja al descubierto la inanidad de nuestras existencias. Sólo la noche y sus sombras permiten el reencuentro con el cuerpo, la inmersión en un “pensamiento sensorial” que permita eludir la realidad palpable del no ser. La plaquette La ordenación del miedo (1997),[7] que consta de cinco poemas, movió a un buen crítico a afirmar que “Moga nos sitúa al borde de un ocaso virtual, de un mundo que camina hacia el cansancio, de algunos territorios donde sólo es posible la sensación de vientos acabados”.[8] Poco después, El barro en la mirada (1998) quiere culminar un ciclo de experimentación con el verso tradicional.[9] Su tono acentúa el matiz existencial de la infinita pregunta en que consiste toda la obra del barcelonés. Más centrado en lo temporal, este libro cuestiona el sentido de la pérdida en nuestras vidas, para concluir que ésta es precisamente su componente más definitivo, una “fatalidad trágica que camina a nuestro lado, porque vivir es un constante ir deshojándonos de todo lo que fuimos”.[10] Reencontramos al ángel mortal: un “Ángel sin causa, desaparecido/ en el incendio de las sombras; ángel/ de sudor, que copula con el barro,/ que, golpeado por el alba, siembra/ invierno en la mirada” (p. 11). Y reencontramos, como declaración inicial, la definición del hombre como ser mortal, como ser más cómodo en lo nocturno que, sin embargo, ha de vérselas con la luz hostil. El tono, la dicción e incluso la disposición circular recuerdan aún a La luz oída. Lo que en éste era un canto único en alejandrinos blancos, en El barro en la mirada son cinco cantos en endecasílabos igualmente blancos, que conservan el aire épico y recurren al debate entre el caos y el orden que el discurso genesíaco aportaba al primero. Se puede decir que El barro en la mirada es una variación formalmente más experta de lo que ya había sido bien desarrollado en el Adonais del 95, enderezada hacia el sentimiento de pérdida (ese “fragor de la ausencia”, p. 19). El sujeto no se reconoce, de su persona no es capaz de apreciar sino el tiempo que la asedia, de la vieja redención por el cuerpo no tiene más que el recuerdo y teme el olvido (p. 50). “El yo”, dice, “es llovizna sin descifrar” (p. 30). Es fundamental en este libro el lamento por el tiempo que se sucede y que va acumulando muerte sobre lo que creímos vida. En las imágenes empiezan a menudear los vocablos relacionados con la enfermedad, con la mutilación, con la decadencia física: la muerte ya no es sólo la certeza de un destino, sino algo cada vez más tangible.

El discurso de El corazón, la nada (1999) sigue la línea de sus anteriores libros, aunque en este momento abandone el verso para escribir casi cien páginas organizadas en versículos.[11] Un vistazo a la solapa del libro anticipa que se trata de “una reflexión sobre el inacabable ciclo de creación y destrucción que rige los sentimientos y las cosas”. Se divide en tres partes, a saber una de carácter amoroso, otra acerca del paso del tiempo y una tercera sobre la identidad propia. El poemario, más allá de su estructura tripartita, es una pormenorizada declaración de la imposibilidad de aferrarse a nada o, dicho de otro modo, la conciencia de que no hay más remedio que aferrarse a la incertidumbre. Ésta es la dura y humanísima condición del hombre, y así lo resume la última línea del libro: “Cuánto ahogo. Cuánto ser”. Permanecen en el vocabulario moguiano la seminal negación (“en mí vibra el no, espermatozoide oscuro”, p. 65), la oposición entre luz y oscuridad, el sexo (ahora como “antigua obscenidad que nos sumergía en pureza”, p. 27, o como “lujuria que como ántrax se desmorona”, p. 65). En este libro, de fraseo muy dinámico y que, liberado del corsé de la métrica, retoma la sintaxis desenvuelta de Ángel mortal, el tú y el yo están incomunicados sistemática e inevitablemente, la vida y la muerte no tienen límites claros, los objetos permanecen desordenados, el amor y la decepción confluyen en la indefinición. El yo hace del contacto físico fundamento de la existencia; el frío y la ausencia hacen, por tanto, que el yo y la misma realidad pierdan sentido; la incomprensibilidad del ser abre paso a la conciencia de la nada como única realidad perceptible. Tomás Sánchez Santiago escribió a propósito de este conflicto: “El poeta, en su afán por descender hasta ese abismo en que consistimos, lejos de cualquier otro argumento accidental, sabe que sufrirá ese despedazamiento de la identidad […] y, por eso, se aferra a los sentidos como única tabla en que salvarse”.[12] Como ya hemos comprobado en libros anteriores, la voz lírica tampoco confía en el lenguaje, que no deja de ser un factor de distorsión que hay que superar en difícil proceso mental similar a la esquizofrenia: “Anochece. Si digo “anochece”, me equivoco” (p. 60).

Los dos libros siguientes de Moga se centran en el tema del amor y la carne (que nunca van separados del autoconocimiento, de la búsqueda de la palabra definitiva, de la duda ontológica). En los catorce poemas que componen Unánime fuego (1999),[13] el hablante lírico reflexiona sobre diversos aspectos del sexo: el deseado, el alcanzado, el satisfactorio, el fallido, el sexo como refugio, el sexo como escritura de uno mismo. El sexo de la amada, aquí, “huele a espíritu”, “es una casa consagrada” (XI). “Refugiado en tu vulva”, afirma el yo, “sé que en el vacío hay sendas” (XIII). En La montaña hendida (2002),[14] en cambio, hay menos de reflexión y más del apasionamiento que, formalmente, nos devuelve en parte a cierto discurso de Ángel mortal cercano a lo místico. En esta entrega, el autor no emplea el sexo como expediente lírico, como refugio frente al no ser, ni siquiera como uno de los temas principales; se trata del tema central y único, y por primera vez Moga emplea un lenguaje directo, descriptivo y sin ambages donde todos los vocablos convienen y todas las modalidades del sexo encuentran su espacio. El autor cita a Ovidio (“Dicere quae puduit, scribere iussit amor”) en el frontispicio que antecede a veinte poemas de disposición gráfica agitada y zigzagueante como el propio contenido. La densidad visionaria es menor que en otros libros y se da una seria renovación en las imágenes utilizadas y en los recursos a que acude la voz lírica para intensificar la transmisión de la duda: cierta inteligente acumulación de interrogación retórica, frente al discurso fundamentalmente asertivo hasta ese momento más frecuente en la obra de Moga.

Como espoleado por la experiencia de La montaña hendida, en que el poema se apega más a la realidad física que a la duda metafísica, Moga se decide a explorar las posibilidades expresivas de lo cotidiano en el magnífico Las horas y los labios (2003).[15] En treinta hermosas composiciones en prosa, el hablante lírico despliega su exhaustiva reflexión a lo largo de todos los momentos y lugares de una jornada de su vida. Desde que se levanta hasta que se acuesta, el sujeto lírico da fe de cada objeto, de cada circunstancia sobre la que recae su pensamiento como parte de un ciclo explícito: el último verso repite el primero, cerrando un círculo opresivo pero también demostrando que “un día es todos los días”.[16] En este contexto, y por medio del aprovechamiento de discursos heterogéneos que encajan naturalmente en el mismo y que se descontextúan y realzan entre sí (flujo de conciencia, conversaciones escuchadas, conversaciones telefónicas, lecturas de diarios, textos legales, fragmentos de poemas, publicidad, etc.), el poeta hace que regresen la interrogación sobre la identidad (“¿Soy yo el que me mira?”, a propósito de un espejo en II), las dudas sobre el propósito de la existencia, el acoso incesante del sexo, la necesidad de la escritura como única playa practicable para el náufrago.[17] Mortalidad, carnalidad y lenguaje son, aquí como siempre, los ejes sobre los que pivota, circular o pendular, su poesía,[18] y que se entrecruzan en paradojas temporales y conceptuales como la que sigue: “He caminado por la muerte. He oído el crepitar de la nada. Soy el que sobrevive a su disgregación: el que se ha ido” (XVIII). O, tras la descripción del acto de enviar una carta y un libro a un amigo, se traducen en nuevas preguntas, esta vez en feliz prosopopeya: “El buzón perdura. El buzón es irónico y obeso. Rechinante de sol, quiere preguntarme a quién me abrazo, en qué consiste la noche, por qué escribo a quien, como yo, ha de deshacerse en el tiempo, pero sólo ve pasar el polvo” (XXI).

En la tradición de los poetas que, desde Adriano hasta Pound, no creen en un alma trascendente y, no obstante, dialogan con lo que quiera que esa alma sea, se inserta Soliloquio para dos (2006), el último de los poemarios escritos por Eduardo Moga y a mi juicio uno de los mejores.[19] En su caso el diálogo es áspero, lleno de recriminaciones, combativo, desesperado. Moga ha defendido en toda ocasión una poesía apasionada; esta vez la pasión viene exigida por una suerte de paroxismo inquisitivo, que ya apuntaba en La montaña hendida con otra finalidad, un extremado bucear en algunas de las preocupaciones existenciales que desde siempre dan grosor a la poesía de este autor: la nada, el cuerpo frente a la nada, la necesidad del lenguaje y sus límites frente a la nada. Es la fiebre del alma lo que “unce al ser” al yo poético: un yo abandonado a la nada sólo adquiere sentido en virtud del espíritu que lo anima, pero este espíritu se reconoce como “fiebre”, es decir, como pasión, enfermedad, provisionalidad extrema. En estos términos se desarrolla todo el libro, que investiga las aparentemente múltiples intersecciones del ser y la nada y deja con eficacia en el alma (valga la expresión) la sensación de que la existencia no consiste en otra cosa que un perpetuo cuestionar la existencia. El alma es interpelada en cuanto proceso físico mensurable: “dime si dictas tú mi sangre/ o es mi sangre la que te articula” (p. 20) y el hablante se pregunta si es “red de aminoácidos”, “alboroto de átomos”, “maleza molecular” o “rizoma eléctrico” (p. 27), mas de forma infructuosa: “[¿o bien obedeces] a la persuasión del mito/ y al ascua de la voluntad?” (p. 28). ¿O bien es el alma –se pregunta el yo– el espíritu creador y fruidor que nos anima (“¿Eres la proposición séptima del Tractatus,/ la escena de los limones en Venganza,/ la seda helada del Kyle of Tongue?/ ¿O lo que deposito en esta blanca/ negrura: una brizna de eternidad,/ una mentira que el ritmo transforma/ en certeza […]?”, p. 43). También apela el yo al alma en la condición de consuelo espiritual en que tradicionalmente se sustenta su gran predicamento: “¿Es ése también, alma, tu nombre?/ ¿El de quien incurre en el silencio/ para que mengüe la desolación?” (p. 31). El discurso es aquí factor (necesario) de conflicto, frente a la mentira piadosa o el silencio (voluntarios) que aminoran la angustia. Soliloquio para dos es la obra madura, experta y sustanciosa de un escritor a cuyas entregas los lectores españoles, hastiados de la obviedad y la escualidez de la poesía al uso, nos asomamos como animales famélicos.[20]

Mucho antes de Soliloquio, y como consecuencia de su actividad como traductor y de su afán por el experimento formal, Moga había cultivado el género del haikú. Su último libro publicado, Los haikús del tren (2007), condensa su pensamiento en la concisión y los estrictos límites del poema japonés, aunque supongan una estación inusual en el brillante y ya extenso recorrido del poeta.[21]

Componente esencial de la poesía de Moga es, como hemos visto, la retórica.[22] Tanto la clásica como la contemporánea encuentran su lugar en un taller donde se conoce bien el valor de estar bien surtido de herramientas potentes. No es necesario ponderar el uso de la lítote, la elipsis, la antítesis o el oxímoron en sus libros; tampoco el de la enumeración caótica, manejada con destreza tal que se puede permitir subvertirla, dirigirla sigilosamente e ironizar, apenas ocultando que las cadenas no son aleatorias, sino conscientes y por algún motivo lógicas (Ángel mortal, XV). La imagen visionaria puebla el discurso moguiano de arriba a abajo. Son frecuentes en él las imágenes encadenadas, de componentes paradójicos y metafóricos y de la osadía de la que sigue: “un negro, en cuyo alto lomo de quelonio arraigan hambrientas espigas” (Ángel mortal, VII), donde a la erudición léxica se añade la fusión de conceptos antitéticos; o de la densidad semántica de la siguiente: “¿Por qué no me dirimes, alma,/ y expugnas mi ceniza inexpugnable?” (Soliloquio para dos, p. 51), de una economía sorprendente, de una apretada polisemia. También practica Moga con frecuencia la ruptura de sistema: “quien mastica/ mi podredumbre, ¿es hombre o nunca?”, se pregunta la voz lírica de El barro en la mirada (p. 26); o va más allá del oxímoron para alzar asociaciones no basadas en la contradicción, sino en un fértil cruce de campos semánticos: un vallejiano “cadáver exacto” nos choca porque no solemos aplicar términos matemáticos o propios de la cuantificación a los objetos inanimados, máxime cuando participan de la consideración de tabú; pero es precisamente de esta condición inopinada de donde surge la contundencia de la imagen. La paradoja y la sinestesia, muchas veces violentísimas, son herramientas características del autor, como todas aquéllas que de cualquier forma impliquen confusión o contraste. Moga recurre profusamente a los sentidos; sus imágenes suelen ser agresivamente sensoriales. En El corazón, la nada, tan dado al juego de opuestos, encontramos fragmentos como el siguiente: “Ahora un cuchillo me da su risa, y en ese instante se circuncida el sol, retoña la penumbra intacta, camina la nada hasta el dolor. El no supura tacto” (p. 56). La cláusula traba lo luminoso con la ofensa y el límite, o relaciona términos del no ser con actos y sentidos puramente físicos, valiéndose de un intermediario que denota dolor; de esta forma, inocula en el lector un sentimiento de carencia o desvalimiento insoslayable. La sinestesia y un léxico rico en matices cromáticos son uno de los puntos que unen esta poesía con la de Saint-John Perse. Y la manipulación que el catalán ejerce sobre los sentidos satura la oración de significados en todas direcciones: “el agua de una guitarra empapa el aire; sus gotas monetales/ repican en los rincones con claridad de ánfora” (Ángel mortal, X), escribe, y a la sonoridad que sugieren significantes y significados, que se entrecruzan sin respeto alguno por la física, se añade el rumor de las aliteraciones.

La tradición que Eduardo Moga reivindica es la de la vanguardia internacional, y antes las del Romanticismo y el Barroco. Moga, sin duda uno de los críticos españoles que mejor manejan la retórica tanto tradicional como contemporánea, en su jugoso prólogo a la antología Poesía pasión defiende el apasionamiento en la poesía: “la tensión en el centro de su práctica poética”, la “saturación significativa del lenguaje”.[23] Su apuesta se resume en la defensa de la imagen frente al concepto, del cuidado del ritmo y de la intensificación metafórica, que se concreta en procedimientos sustitutivos de diversos tipos: la visión, el símbolo, la manipulación de la sintaxis, la elipsis... Es prácticamente imposible encontrar un verso de Moga que no rebose de significados (o que no sobrecoja de silencios). Armado de sus herramientas, el poeta nos impide olvidar el naufragio existencial que a todos atañe, aun consciente de que no hay nadie que escuche el canto de los náufragos; de que nadie comparte sus nocturnos ímpetus, cuyas huellas duran lo que cada día tarda la marea en arrastrar y confundir su semilla. Quimera.

NOTAS

[1] Carlos Bousoño, Teoría de la expresión poética, Madrid: Gredos, 1952.
[2] Eduardo Moga, Ángel mortal, prólogo de Rosa Navarro Durán, Barcelona: Ediciones del Serbal, 1994. Antes había publicado Razón de ser, Salamanca: INICE, 1992 (premio La Mesa de Mármol).
[3] Moga, La luz oída, Madrid: Rialp, 1996 (premio Adonais 1995).
[4] “Cosmogonía construida con elementos surreales”, dice Víctor García de la Concha, “La luz oída”, ABC, 24 de junio de 1996.
[5] Manuel Álvarez Ortega, Génesis, Madrid: Visor, 1975.
[6] Francisco Ruiz Soriano, “La poesía de Álvarez Ortega”, Donaire. Revista de la Embajada de España en Londres, núm. 12, Londres, abril de 1999.
[7] Moga, La ordenación del miedo, Cambrils: Trujal, 1997.
[8] Manuel Quiroga Clérigo, “Inacabables eneros”, Papel Literario, suplemento del Diario Málaga-Costa del Sol, Málaga, 15 de febrero de 1998.
[9] Moga, El barro en la mirada, Barcelona: DVD, 1998.
[10] Ramón García Mateos, “El barro en la mirada”, Papel Literario, suplemento del Diario Málaga-Costa del Sol, Málaga, 31 de mayo de 1998.
[11] Moga, El corazón, la nada, Madrid: Bartleby, 1999.
[12] Tomás Sánchez Santiago, “El corazón, la nada”, El Norte de Castilla, edición Zamora, Valladolid, 26 de diciembre de 1999.
[13] Moga, Unánime fuego, Lisboa: Tema, 1999; segunda edición con ilustraciones de Juan Luis Goenaga, Madrid: Galería Luis Burgos, 2007.
[14] Moga, La montaña hendida, Vitoria: Bassarai, 2002.
[15] Moga, Las horas y los labios, Barcelona: DVD, 2003.
[16] Sánchez Santiago, “Eduardo Moga o la conciencia de la exclusión”, Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 648, Madrid, junio de 2004.
[17] Analiza muy bien este “acopio de intertextos” y su “efecto dialógico” y “contrapuntístico” José Antonio Llera, “El ansia y la visión”, Riff Raff, segunda época, núm. 24, Zaragoza, invierno de 2004. Otro buen crítico considera esa incorporación de “fragmentos de insobornable realidad” motivo del recurso a la prosa y consecuencia de la familiaridad del autor con los poetas realistas norteamericanos: Carlos Jiménez Arribas, “La redención y el rapto”, Quimera, número 251, Barcelona, diciembre de 2004.
[18] Manuel Rico, “La oscura trastienda”, El País, Madrid, 17 de enero de 2004.
[19] Moga, Soliloquio para dos, con ilustraciones de José Noriega, prólogo de Tomás Sánchez Santiago, Santa Coloma de Gramenet: La Garúa, 2006.
[20] Juan Luis Calbarro, “Poesía carnosa (sobre el alma y la nada)”, Paralelo Sur, núm. 5, Barcelona, junio de 2007.
[21] Moga, Los haikús del tren, Almería: El Gaviero, 2007.
[22] A propósito de Las horas y los labios, José Antonio Llera resume este denso trabajo retórico en tres aspectos fundamentales: la sinestesia, la personificación y el irracionalismo como un “código omniabarcante” que se sirve de imágenes visionarias (Llera, art. cit.).
[23] Moga (ed.), Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles, Zaragoza: Libros del Innombrable, 2004.

sábado, 25 de agosto de 2007

Hölderlin en Zamora

[Máximo Hernández, La conspiración del dolor, Lanzarote: Cíclope Editores, 2007.]

Cerca ya del final de Hiperión, el protagonista cuenta a Belarmino cómo se encuentra tras superar el impacto de la muerte de Diótima: “Amigo, estoy tranquilo, pues no quiero tener nada mejor que lo que tienen los dioses. ¿No debe sufrir todo lo que existe, y más profundamente cuanto más excelso es? ¿No sufre la sagrada naturaleza?” Esa hebra hölderliniana presta su tensión al tejido del último y excelente poemario de Máximo Hernández, La conspiración del dolor.

Haber tenido la ocasión de leer anteriores borradores del libro permite observar que, desde que todavía inédito se titulaba Del dolor aprendido, ha sufrido diversas modificaciones y reorganizaciones. Entre otros cambios, el libro ha perdido con los años el tono pedagógico que le daba armazón y se le han caído los poemas de reproche con el fin de allanarle el terreno a la expresión de la aceptación. Para el poeta, el dolor es consustancial a la vida, y asumirlo es parte principalísima del aprendizaje vital, por más que sea al mismo tiempo una derrota: “Sólo nos queda entonces/ vivir con el dolor,/ contra el dolor vivir/ para intentar vencerlo,/ en el mundo del sueño,/ con la dulce inacción/ de nuestra muerte viva.” La derrota y la resignación aparecen en este poemario, desde su primer texto, como remates ineludibles de la comprensión del dolor que nos constituye. Y así nos encontramos con un poeta para el que la oposición entre el día (la conciencia) y “los alegres jilgueros de la noche” (el sueño) marca el compás del drama del hombre.

El poeta Ángel Fernández Benéitez lo ha dicho hará un par de meses: el libro, tras enhebrar tres secciones de corte reflexivo, concluye con una cuarta (a mi juicio la mejor) en que Hernández recurre al tono del cántico. En esta última sección, el yo establece los términos de su particular pacto con el dolor: en “El decorado” denuncia el engaño a que nos someten nuestras ilusiones, que finalmente se revelan como eso, mera ilusión tras la que anida el sufrir. El sentimiento de estafa vital se prolonga en “La trampa”, en que se pregunta rimbaudianamente por su identidad y, sobre todo, por el sentido de la palabra poética. En “La nervadura del silencio”, por fin, la voz lírica identifica vivir con resistir, con “sólo [esperar] el final del tiempo/ y de la historia”, y acepta la imposibilidad de “ser en la palabra”, la fatídica incapacidad del poema de enfrentar con éxito el dolor, en un juego de confusión entre muerte y vida que cierra circularmente el libro y nos vuelve a remitir a Hölderlin.

Pues si en Hernández el dolor es consustancial a la existencia y, por consiguiente, su aceptación es necesaria, Hiperión concluía su párrafo a Belarmino con las siguientes palabras: “el bienestar sin sufrimiento es sueño, y sin muerte no hay vida. […] El dolor es digno de habitar en el corazón humano y de emparentarse contigo, ¡oh naturaleza!” Que uno de los textos centrales de La conspiración del dolor se titule “Reconocimiento y diagnóstico: Hölderlin crece en el aire de Tubinga”, y que en él Scardanelli, el alter ego del escritor ya enfermo, firme al pie con fecha de 11 de mayo de 2000, viene a sorprender a los escépticos que descreíamos de las teorías de la reencarnación. Luke.

sábado, 11 de agosto de 2007

El fotógrafo de la tristeza

Trayendo a Palma a Martín Chambi (Coaza, 1891-Cuzco, 1973), la Fundación Telefónica y el Solleric hacen justicia a quien fue probablemente el fotógrafo peruano más importante de todos los tiempos (información aquí). Activo en los años veinte a cincuenta, reconocido en toda Sudamérica y después semiolvidado, su figura fue reivindicada en los setenta por Edward Ranney. Tras una muestra en el MoMA de Nueva York (1979), Chambi alcanza también Europa y llega a España en 1990 gracias a la Editorial Lunwerg y al Círculo de Bellas Artes de Madrid, en una memorable exposición itinerante.

Maestro de todos los géneros, el Chambi que más me interesa es el que nos hace llegar el retrato minucioso de una sociedad, la cuzqueña, que entra en la modernidad de las motocicletas, la fotografía y los deportes europeos sin haber abandonado nunca el pasado: un pasado que parece prolongarse sin límite y del que cincuenta años después volvería a dar parecido testimonio Manja Offerhaus, de la mano de Julio Cortázar. El enorme interés etnográfico de la obra de Chambi no es menor que el relacionado con la historia social del Perú. Las desigualdades, sin mediación de manifiesto alguno, nos golpean en toda su brutalidad.

Se ha dicho que sus paisajes tienen magia; y, en efecto, todos exudan una especie de pátina espiritual que, más allá de su valor documental, los inscribe en la historia del arte. Macchu-Picchu, Wiñay Wayna, la misteriosa Piedra de los Doce Ángulos cuzqueña… Chambi era un genio del claroscuro; tanto su aprovechamiento de la luz del alba y del ocaso y de los efectos meteorológicos como su trabajo de laboratorio fueron ejemplares.

Él fue uno de los que nos enseñaron a respetar el mundo indígena del que él mismo procedía. Pero, sobre todo, y en cualquiera de sus manifestaciones, Chambi transmite el aliento veraz de una cultura instalada en la melancolía: el viejo drama indígena, la melodía del huayno o el yaraví, el mundo ancho y ajeno de Ciro Alegría, la aculturación, Arguedas, el “perdonen la tristeza” de Vallejo, la miseria en las manos y en los pies del campesino... Chambi toma todo ese legado antropológico y nos lo devuelve traducido en imágenes. Última Hora.

lunes, 4 de junio de 2007

Barroeta reconoce su deuda con Vallejo

[José Barroeta, Todos han muerto. Poesía completa 1971-2006, Canet de Mar (Barcelona): Ediciones Candaya, 2006. Texto leído en el homenaje Once lecturas de José Barroeta, librería Casatomada, Palma de Mallorca, 25 de mayo de 2007.]

Cuando vuelvo a César Vallejo me pregunto por qué diablos dejé de releerlo para leer otros libros, otros autores que jamás se muestran capaces de devolverme a ese universo roto y doliente, pero completo y magnífico universo al fin, y un universo que me dice. Estos autores casi siempre me dejan alguna melancolía, la vaga sensación de haber perdido el tiempo desde la última relectura del peruano. La respuesta a por qué diablos hago otras cosas que no sean releer a Vallejo se me presenta en raras ocasiones. Hoy se da una de ellas, y la respuesta es que existen otros mundos: otros poetas como José Barroeta, escasos pero radiantes; libros como el que comentamos.

Y no es casual que Barroeta me suscite sensaciones o pasiones similares a las que me envolvieron cuando descubrí, ya hace muchos años, al poeta de Santiago de Chuco. En algún punto del prólogo del libro, Víctor Bravo habla de “atmósfera vallejiana”, pero hay más. ¿O es que acaso alguien va a creer casual que uno de los mejores poemas de Barroeta, su primer libro y ahora esta recopilación se titulen Todos han muerto?

Uno de los poemas póstumos de Vallejo, titulado “La violencia de las horas” y correspondiente a finales de los años veinte, consiste en una relación de los personajes de su pueblo que cuenta como muertos. Su primer verso es el siguiente: “Todos han muerto”. La casualidad suele estar lejos de los genios: cuando Barroeta titula una de sus propias composiciones con este verso de Vallejo no hace sino declararse heredero de alguna deuda oscura. Como el peruano, hace en su poema un repaso de cotidianidades extintas, de personajes del recuerdo. Como en el poema del peruano, el hablante lírico visita una aldea en la que todos han desaparecido y en la que la memoria causa una dislocada perplejidad e, incluso, cierta definitiva desgana.

Matizado por el paso de un cuarto de siglo, Barroeta publica en 1996 Culpas de juglar. En sus páginas hace explícita la deuda contraída por medio de un “Homenaje a Vallejo”. En este poema manifiesta y también asume explícitamente unas coincidencias básicas con su maestro: la imposibilidad de decir, el recurso a la metonimia de los huesos y los miembros corporales, la previsión de la propia muerte, el reconocimiento del no ser... En “Todos han muerto” decía Barroeta: “Me acostumbré a la idea de saberlos/ callados bajo tierra”; ahora le dice a Vallejo: “Yo no te pregunto cómo será tu muerte de poeta/ enterrado entre nosotros”. La muerte se instala con suavidad en el discurso barroetiano, con cierta indiferencia incluso, porque confiesa que le “gustaba más la nada que el olvido”.

En su día, Vallejo había cerrado su poema citado con el siguiente verso: “Murió mi eternidad y estoy velándola”, una afirmación también plena de desesperada resignación. Barroeta salda en su “Homenaje” las cuentas pendientes con un sobrecogedor verso final que declara identificación y gratitud: “tú te pareces a la muerte y a lo que viví”. Luke. Adamar.

domingo, 1 de abril de 2007

Poesía carnosa (sobre el alma y la nada)

[Eduardo Moga y José Noriega, Soliloquio para dos, prólogo de Tomás Sánchez Santiago, Barcelona: La Garúa, 2006.]

“Animula vagula, blandula,/ hospes comesque corporis”: Elio Adriano, en hora cercana a la de la muerte, apostrofaba a su alma como a “huésped y compañera del cuerpo”. Recordando al descreído emperador sevillano, Ezra Pound conversó amistosamente con un alma a la que también sentía ajena a lo sobrenatural y más bien proclive a los juegos de los sentidos: “What hast thou, O my soul, with paradise?”. En esa tradición del poeta que no cree en un alma trascendente y, no obstante, dialoga con lo que quiera que esa alma sea, se inserta Soliloquio para dos, el último poemario de Eduardo Moga (Barcelona, 1962), ilustrado por José Noriega (Valladolid, 1948). Sin embargo, en su caso el diálogo es áspero, lleno de recriminaciones, combativo, desesperado. Moga, poeta, crítico y teórico de la poesía, ha defendido en muchas ocasiones una poesía apasionada: “la tensión en el centro de [la] práctica poética”, la “saturación significativa del lenguaje” (en el prólogo de su antología de poesía joven Poesía Pasión, Zaragoza, 2004). En esta ocasión la pasión viene exigida por una suerte de paroxismo inquisitivo, un extremado bucear en algunas de las preocupaciones existenciales que desde siempre dan grosor a la poesía de este autor: la muerte, la nada, la necesidad del lenguaje y sus límites.

El poemario comienza poniendo en tela de juicio el dualismo platónico y luego aristotélico: “Dime, alma, qué cincel has empleado/ para que sea yo tu forma”. El yo poético rehúsa identificarse positivamente con un cuerpo al que el alma dé forma, en un diálogo en que, por tanto, el alma no se enfrenta al cuerpo, sino al yo. El esquema aristotélico cuatripartito materia/ forma, potencia/ acto sigue presente en el planteamiento de la cuestión esencial del poemario: “¿Qué extraña potencia, alma,/ constituyen mis manos?/ ¿Son las tuyas?” (p. 19). Es la fiebre del alma lo que “unce al ser” al yo poético: un yo abandonado a la nada sólo adquiere sentido en virtud del espíritu que lo anima, pero este espíritu se reconoce como “fiebre”, es decir, como pasión, enfermedad, provisionalidad extrema.

Y en esos términos se desarrolla todo el libro, que no es sino un torrente de interrogaciones, una larga sucesión de preguntas sin respuesta que indagan las aparentes múltiples intersecciones del ser y la nada y que dejan con eficacia en el alma (valga la expresión) la sensación de que la existencia no consiste en otra cosa que un perpetuo cuestionar la existencia. El alma es interpelada en cuanto proceso físico mensurable: “dime si dictas tú mi sangre/ o es mi sangre la que te articula” (p. 20) y el hablante se pregunta si es “red de aminoácidos”, “alboroto de átomos”, “maleza molecular” o “rizoma eléctrico” (p. 27), mas de forma infructuosa: “[¿o bien obedeces] a la persuasión del mito/ y al ascua de la voluntad?” (p. 28). ¿O bien es el alma –se pregunta el yo– el espíritu creador y fruidor que nos anima (“¿Eres la proposición séptima del Tractatus,/ la escena de los limones en Venganza,/ la seda helada del Kyle of Tongue?/ ¿O lo que deposito en esta blanca/ negrura: una brizna de eternidad,/ una mentira que el ritmo transforma/ en certeza […]?”, p. 43). También apela el yo al alma en la condición de consuelo espiritual en que tradicionalmente se sustenta su gran predicamento: “¿Es ése también, alma, tu nombre?/ ¿El de quien incurre en el silencio/ para que mengüe la desolación?” (p. 31). El discurso es factor (necesario) de conflicto, frente a la mentira piadosa o el silencio (voluntarios) que aminoran la angustia.

Así, la identidad del yo se presenta negada, inasible o fragmentaria, asociada a menudo a los espejos que no reflejan, al humo o, muy significativamente, a la imposibilidad del diálogo: “¿Por qué desconozco tu idioma […]?” (p. 20); “¿Por qué no recalas en mis signos […]?” (p. 23). El hablante no puede reconocer al alma porque tampoco se reconoce ni a sí ni su discurso sino como “palabras que son sólo la oscuridad/ de ser yo” (p. 27), como “el yo/ y su no ser” (p. 31). La inutilidad de negar el alma reverbera en contradicciones acumuladas: “te niego, alma […]./ Y oigo tu levedad,/ que me atenaza; y aquilato/ tu soplo homicida,/ el fluir de tu ausencia/ por mis capilares/ y mi ropa” (p. 23); “No me habitas, alma,/ aunque me construyas./ No te siento,/ pero estás en mí” (p. 27). La dramática realidad vivida por la primera persona poética es abrumadora cuando afirma: “Descreo de ti, alma,/ porque tengo frío: porque soy” (p. 24), declarando el desabrigo de la intemperie consustancial a la existencia.

Este desamparo empuja a la voz lírica a exhortar al alma a hacerse presente y abolir el mal sueño de la razón y sustituirlo por la certidumbre y sus frutos: “¿Por qué, alma, […]/ no derogas mi exilio/ en los nombres, en mi nombre,/ y me trasladas a mí,/ a esto que soy, matemático y animal,/ para que experimente el miedo y me ciegue la esperanza?”; el hablante se vuelca en la abdicación como último recurso: “Ven, alma,/ tatúame, polinízame,/ secuéstrame […]. Y cuando me hayas poseído, oh, alma,/ revélame tus ecuaciones […];/ entrégate para que pueda negarte […]/ hasta que las cosas sean ideas,/ y las ideas, raíces.” (pp. 32-36). Pero hacia la mitad del poema todo se desenvuelve en negación y los versos giran en torno a la idea de la nada, “que es resquebrajarse de espejos/ y salpicaduras de noche/ e imposibilidad de decir/ estoy aquí,/ me llamo Eduardo,/ escribo,/ me consumo” (p. 44). La negación intelectual del alma en absoluto supone satisfacción, puesto que lleva aparejada la propia inexistencia: “En la nada habito, alma:/ en ti./ Tú no existes. Yo no existo./ La nada tiende puentes a la materia:/ me corrompo cuando hablo,/ cuando envejezco,/ cuando nazco: en cada uno de los momentos/ en que alcanzo mis límites” (p. 47). Versos memorables aprietan la tuerca de la desesperación, proclaman el “hambre absoluta”, el “no rostro”, y afirman que la nada “es férrea,/ como un cráneo,/ y presenta engranajes,/ y contiene teléfonos,/ y me documenta”, presentándose pues como cárcel, sistema y verdadero espíritu que alienta dentro del yo (pp. 47-48).

El yo lírico insiste en increpar al alma y pedirle pruebas, a veces en términos bélicos en que la polisemia del verbo “dirimir” me parece genial resumen del poema: “¿Por qué no puedo creerte? […]/ ¿Por qué no me dirimes, alma,/ y expugnas mi ceniza inexpugnable,/ y delimitas mi perímetro […]?” (pp. 51-52). La imposibilidad de reconocerse como uno hace también imposible el reconocimento del otro y el amor: “Pero yo no amo, alma,/ sino que permanezco en mí,/ prisionero de mí,/ esposado a mis entrañas,/ y huelo tu penumbra”, y dentro de sí el hablante se regodea en la carencia en imágenes de enorme potencia: “mi voz se encallece […]/ y entra en mí,/ como si dentro fuese a hallarme;/ ahí acredito la maldad de mi sonrisa,/ el barro con el que me bautizaron,/ la luz amputada que me amputa” (pp. 55-56). La duda cierra el poemario con la misma indefinición con que se abrió: “Dime si soy,/ o si eres tú,/ este sol nocturno que me ciega” (p. 64), pide la voz del poeta, y lo único que queda de manifiesto es la oscuridad.

Es de destacar que en este poemario no aparece uno de los temas básicos en la obra de Eduardo Moga: el cuerpo, el sexo. La explicación la da el propio poeta en su divertido epílogo al libro: Sololiquio para dos fue, originalmente, una propuesta de José Noriega, a cuyas ilustraciones debían acompañar los poemas de Moga. En este proyecto, Noriega mancha o manipula imágenes extraídas de revistas de contactos, de las que se infiere una enorme desolación. Moga, cuya participación en el proyecto no debía ceñirse a la colección de “penes erectos y vulvas en close-up” que aparecen en las fotografías, decidió retomar su evidente componente de desamparo vital en un sentido más existencial y arrinconar el elemento puramente físico, que en un libro ilustrado de la manera mencionada hubiera resultado redundante.

La profusión de imágenes en Soliloquio para dos es avasalladora, como es habitual en Moga –deudor en la teórico y en lo práctico de poetas como Aleixandre, Pound o Álvarez Ortega–, quien aplica a su discurso existencial los argumentos intuitivos y filológicos que defendiera en su prólogo a la antología ya mencionada, Poesía pasión: el uso de la imagen frente al concepto, la manipulación del ritmo y la intensificación metafórica, que se desarrollan mediante procedimientos sustitutivos que, a grandes rasgos, componen una tipología retórica delimitada por la amplificación visionaria, la radicalización simbólica, la ruptura sintáctica y la elipsis. Es prácticamente imposible encontrar un verso de Eduardo Moga que no rebose de significados (o que no sobrecoja de silencios). En este sentido, el barcelonés no ha dejado nunca de crecer desde Ángel mortal (Barcelona, 1994); Soliloquio para dos es la obra madura, experta y sustanciosa de un escritor a cuyas entregas los lectores españoles, hastiados de la obviedad y la escualidez de la poesía al uso, nos asomamos como el comensal que, tras habérsele exigido prolongada dieta vegetariana, ve cómo desde la puerta de la cocina alguien le aproxima, tal vez por primera vez en años, un plato que a duras penas basta para contener un desbordante, sanguinolento y humeante chuletón de ternera de Aliste. Adamar. Paralelo Sur.