domingo, 4 de octubre de 1998

La sola materia

[Mª Ángeles Pérez López, La sola materia, Alicante: Aguaclara, 1998. Premio Tardor de Poesía.]

Nacida en Valladolid en 1967, Mª Ángeles Pérez López es profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca. En esta ciudad participa en las actividades del grupo literario Brujazul. Por su libro La sola materia (Alicante: Aguaclara, 1998) ha sido galardonada en Castellón con el último Premio Tardor de Poesía, uno de los actualmente más prestigiosos del panorama poético español, y ha recibido críticas elogiosas.

Lo primero que llama la atención de su poesía es un don especial que sólo algunos poetas escogidos tienen y que hace que sus palabras se sucedan de acuerdo con un ritmo formal espléndido incluso cuando no lo pretenden. En La sola materia inaugura una producción más acorde con la métrica pero no por ello más rítmica, ya que en sus entregas anteriores: el cuaderno Geografía personal (Barcelona: Cafè Central, 1995) y Tratado sobre la geografía del desastre (México: Universidad Autónoma Metropolitana, 1997), en las que el verso de Mª Ángeles raramente se ajustaba a medida alguna, las palabras fluían con un ritmo natural que denotaba armonía interior, moderación en los contenidos y en el ánimo de la creadora. Esta armonía interior permea los versos y los dota de un fuerte poder de convicción, y un ritmo basado en el endecasílabo y el heptasílabo pasa a ser solamente un factor más en la autenticidad que destila La sola materia.

Leyendo más despacio encontramos además que Mª Ángeles nos presta su atentísima conciencia de lo que sucede a nuestro alrededor a través de metáforas cotidianas, caseras, en que los enseres más usuales nos sirven para la revelación del mundo. La voz poética se muestra extremadamente sensible al dolor propio y al ajeno y nos enseña cómo en los objetos a los que estamos más habituados, y en los cuerpos que creemos conocer mejor (el nuestro, el de quienes amamos), se encuentra una conexión con el alma que muchas veces pasamos por alto. En estos poemas descubrimos una mirada minuciosa sobre la realidad, que a veces llega a extremos sorprendentes, y una fuerte conciencia del poder del deseo (“A veces sé que soy como reina del mundo”), del poder de los principios y también, paradójicamente, de la persistencia del dolor.

Vivir es, por tanto y al igual que la labor del poeta, un eterno batallar por restablecer el orden que requerimos y que alguna vez hemos creído percibir. Y el agua en sus diversas manifestaciones (agua, mar, lluvia, llanto, vaho) se convierte en metáfora protagonista en esta tarea de ordenar el mundo ("esa llamada primitiva y sonora / de la ropa que aguarda su doblez, / su trazado perfecto y perpendicular / por el vaho insidioso de la plancha caliente").

Pero no sólo el agua: elementos extraídos de la realidad más tangible pueblan La sola materia y la dotan de su humana consistencia; ya una primera serie de los poemas que luego dieron lugar a este libro se llamó Poemas domésticos. Son ollas, sartenes y cazuelas, cafeteras, bañeras, lavadoras, camas y otros objetos cercanos que establecen una relación estrecha con el espíritu. Los objetos limitan un espacio propio, un refugio en el que la voz poética no es indulgente consigo misma, sino que se mueve y se pregunta activamente por las claves en que afirmar esa vuelta al orden deseado. Y los objetos son pura y simplemente materiales, materiales hasta la exaltación de los sentidos; su relación con el alma de la voz lírica llega a superar el simbolismo y se identifican de forma física y palpable con los sentimientos, con la memoria, con el paso del tiempo o con el sexo por medio de lazos de diversa condición pero que están ahí y, sin embargo, sólo la sensibilidad nos permitirá reconocer. Ejemplos magníficos son los poemas VII y XII.

No solamente los objetos conforman el espacio poético: un puñado de personajes imprescindibles (amores, amigos, familiares), los libros, los viajes; en resumen, diversas referencias a la realidad más próxima de la autora sirven también para marcar el terreno afectivo, el cuartel general en que reagrupar las tropas del deseo. Nunca poemas tan materiales tuvieron tanta alma. Papel Literario (Diario Málaga-Costa del Sol).

miércoles, 1 de abril de 1998

Ineficaz exhortación al olvido

[Ada Salas, La sed, Madrid: Hiperión, 1997.]

El segundo poemario de Ada Salas (Cáceres, 1965), Variaciones en blanco (Madrid: Hiperión, 1994), galardonado con el IX Premio de Poesía Hiperión, había supuesto una poética novedosa en el panorama literario español, una clara voluntad de distinción a través del uso consciente del silencio, del blanco y otros recursos tipográficos, de los espacios que bien utilizados adquieren tanta significación como los mismos versos. Los poemas de Variaciones en blanco eran destellos fugacísimos, brevísimos textos en que una apretada yuxtaposición de impresiones conseguía desautomatizar la percepción de la realidad y la iluminaba con nuevos matices. Los motivos y temas (la soledad, el sexo, la voz y el silencio, la ausencia) aparecían en fogonazos de inspirada dicción.

Significa La sed un tránsito hacia un estilo más discursivo, más continuo, en el que no solamente los poemas que lo integran experimentan un leve crecimiento cuantitativo (constan de más versos), sino que el mismo poemario aparece más como un todo en el que los distintos fragmentos son semejantes a las piezas de un puzzle y conforman un solo y consciente pensamiento. Se destaca en la lectura del poemario, por encima de todo, la conciencia de una ausencia que lo anega todo, desde el abandono amoroso hasta la pérdida familiar. Los temas del anterior libro de Ada Salas reaparecen obsesivamente y se aglutinan en torno a esa ausencia omnipresente.

El poemario comienza con una petición explícita: pide la voz lírica “la sed”, pide “no respirar”, invoca al olvido y renuncia a la certeza. El dolor nace con la insolencia de lo que es natural, y el sujeto rehúye la claridad y se refugia en la noche. Ésta es “propicia”: en ella las metáforas alumbran un mundo de suave sensualidad que impregna muchos de los poemas y que, sin embargo, se asocia a la ausencia, a la sombra. La noche (quizá símbolo de la inconsciencia, de la feliz irresponsabilidad) es mansedumbre, es quietud; pero en algún lugar de desesperanza se queja la voz lírica de que “acaso / ni la noche se asoma a mi suplicio / y el peso de la luz / ... / sólo en mí se sucede”.

El día, la luz, el tiempo son “como una playa sedienta de naufragio”, “como preguntas de la muerte”, son desconocimiento y confusión; y las imágenes de despojamiento sólo encuentran contrapeso en la oscuridad y en la sencillez de la noche (“sálvame, oscuridad”, escribe Ada en algún momento). La luz de la vida cotidiana se asocia a los muertos, y la noche al olvido: “aguardo fieramente naufragar en la sombra”.

La memoria es una forma de la conciencia y, como tal, es repudiada en varias ocasiones. No sólo la noche es olvido: también lo es la palabra. Contra el brillo de las cosas, llegamos a “la palabra que nos niega”, y esto es deseable para la voz lírica. La voz es mineral, es autónoma con respecto al sentimiento, y así la escritura es también instrumento de salvación. La importancia de la voz es un elemento quizás dentro del relevante papel que en el libro cumplen, entre otras, las imágenes de tipo sonoro: son palabras que aparecen en La sed “ruido”, “rumor”, silencio”, “canto”, “grito”, “susurra”, “fragor”, “enmudece”, “palabra”, “violines” y “ecos”; y en algún verso confiesa el sujeto del poema: “cómo nombro los ruidos”. Junto a lo sonoro, las locuciones relacionadas con el fuego y la luz (“hoguera”, “fuego”, “quemada”, “incendia”, “brillo”) y el reiterado recurso a la “herida” componen un dolorido universo existencial expresado en términos carnales, sin estridencias pero con los matices más ineludibles de lo sensorial.

Se puede entender La sed como un solo poema cuyos fragmentos siguen combinando con maestría, como ya sucedía en Variaciones en blanco, el encabalgamiento, la aparente ruptura del endecasílabo y los blancos de la página para dotar a palabras escogidas, como suspendidas en el espacio, de un sentido más intenso. Es este libro un minucioso reconocimiento del dolor y una exhortación al olvido que al lector le resulta difícil atender, pues se trata, en fin, de un libro memorable. La Página.

sábado, 17 de enero de 1998

Julio Vélez o la dignidad de la palabra. Notas provisionales sobre 'Los fuegos pronunciados'

[Julio Vélez, Los fuegos pronunciados, Madrid: Endymión, 1985.]

Desde el mismo título, el tercer libro del poeta moronense Julio Vélez (Utrera, 1946-Dax, 1992) insiste, entre otros leitmotive (como el amor, el sexo, la vida, la muerte, la utopía), en el valor de la palabra como instrumento vital de creación o de liberación. Varias veces a lo largo de toda la primera parte del libro, amor, vida y utopía aparecen asociados como facetas inseparables de una misma realidad: el sexo hace en III “que a revolución me suene el alma”; el “corazón” es “como un día subversivo” en IV; el objeto del amor equivale en IX a un “rozar dormido e insurgente”; en XVI “tú eres la libertad, amor”; en XX, el sentimiento amoroso “infringe leyes,/ códigos”. Y vamos a ver que amor, vida y utopía se manifiestan y realizan en la palabra.

Así, muy significativamente, ya en el poema I los “fuegos pronunciados” (la utopía, el amor) son dotados de un carácter necesario o providencial (“¿Qué habría sido de nosotros?/ sin los sueños,/ sin los fuegos pronunciados [...]?”) y el instrumento de su propagación (“de lengua en lengua”) es un elemento a la vez sexual y comunicativo. En el poema VIII, en que un sujeto lírico en horas bajas declara su convencimiento de que la vida sólo es un precario esquivar la muerte, identifica ésta con el silencio (“Al cabo,/ sólo el silencio/ indica el sonido/ de los labios”) y, por tanto, asocia sensu contrario vida y palabra. El lenguaje es similar al amor en XII cuando las “sílabas lluviosas” del poema son como sus “labios líquidos”, y el mismo poema como “la más hermosa/ de las mujeres”.

En XIII, una vez más, el amor y la poesía residen en un particular uso del lenguaje: “me encuentro sólo/ habitado de hermosas palabras:/ las que tú pronuncias/ sobre mi corazón”. El uso connotador del verbo “pronunciar” es, como vemos, fundamental desde el título del volumen hasta el poema XX, en que el beso se pronuncia. En XXIII “la ternura [...] me pronuncia”, pero además el cuerpo (lo material) es “tan caligrafía”. Durante una serie larga de poemas, el lenguaje pierde el abrumador protagonismo de que gozaba hasta aquí para reaparecer en XXXVII, donde un yo lírico apasionado cree en el milagro de restaurar el recuerdo edénico por medio del pronunciar o nombrar. En XXXVIII, la voz poética sigue siendo antídoto contra la desesperanza. Y en “Yrena libre por amor”, amor y libertad aparecen ligados a la palabra; todos ellos enfrentados al paso del tiempo.

En el título del libro póstumo de Julio Vélez, Escrito en la estela de El último ángel caído (Madrid, Libertarias/Prodhufi, 1993), aparecerá de nuevo el lenguaje (si bien ya no “pronunciado”, sino “escrito”) como elemento motor del discurso; el prólogo de Anthony Leo Geist señala suficientemente su papel central.

El último poema de Los fuegos, “Yrena libre por amor”, me parece de transición con Escrito en la estela: si el primero había sido un libro heterogéneo en apariencia (lírico, de sujeto fragmentario, temas diversos, estructura atomizada y poemas casi minimalistas, en palabras del profesor Geist), estaba, no obstante, dotado de unos leitmotive firmes y no diferentes de los que recorren, en un discurso más compacto y desde el punto de vista de sujetos definidos y complementarios, Escrito en la estela. “Yrena libre por amor” retoma el discurso neomítico que, en descripción del crítico norteamericano, caracteriza el Laocoonte, desaparece en Los fuegos y reaparecerá en el libro póstumo.

Si en los poemas previos escaseaban los cultismos (“lúdicro” en vez de “lúdico” en X; “hieródulas” en XV) frente a los vulgarismos (“escalichaíto” en VIII; “encogiíto” y “salpicaíto” en XXV), el caló (XXXII) o los neologismos de cuño popular (“índiga” en XXXVII), en “Yrena libre por amor” el vocablo culto aparece con profusión, incluido algún americanismo: “figles”, “clavicordios”, “tahalíes”, “colañas”, “clepsidras”, “cónsonos”, “coirón”, “vinco”, “vinchas”. De acuerdo con una técnica que Vélez emplea con asiduidad, este uso alienante o extrañante del hipercultismo y un chorro de imágenes de estirpe surrealista contribuyen a caracterizar el discurso neomítico del que habla el profesor Geist. Y en esto “Yrena” es precedente de Escrito en la estela.

Todavía encuentro otro punto común, quizá más curioso que definitivo, pero sí muy sugerente, entre el último poema de Los fuegos y el libro póstumo. El mismo Geist recuerda en su prólogo a Escrito en la estela, a propósito del último ángel caído de Vélez, al Angelus Novus de Paul Klee y al “Ángel de la Historia” que Walter Benjamin asocia con este cuadro en sus Tesis sobre la filosofía de la historia. Benjamin interpreta que “sopla una tormenta del Paraíso; se ha enredado en las alas del ángel con tal violencia que ya no las puede cerrar. Este viento lo empuja irremisiblemente hacia el futuro, que está a sus espaldas, mientras el montón de escombros delante de él crece hacia el cielo. Esta tormenta es la que llamamos el progreso”. La visión –que enlaza a Klee, Vélez, Benjamin y Geist– de un ángel de alas inmovilizadas que se ve arrastrado hacia el futuro se prefigura en “Yrena libre por amor”: ¿qué es, si no, ese “vigía del tiempo futuro” que, en medio de un caos de movimientos ascendentes y descendentes, sabe que “la libertad no es su vuelo”? Batuecas (suplemento cultural de Tribuna de Salamanca).