sábado, 25 de agosto de 2007

Hölderlin en Zamora

[Máximo Hernández, La conspiración del dolor, Lanzarote: Cíclope Editores, 2007.]

Cerca ya del final de Hiperión, el protagonista cuenta a Belarmino cómo se encuentra tras superar el impacto de la muerte de Diótima: “Amigo, estoy tranquilo, pues no quiero tener nada mejor que lo que tienen los dioses. ¿No debe sufrir todo lo que existe, y más profundamente cuanto más excelso es? ¿No sufre la sagrada naturaleza?” Esa hebra hölderliniana presta su tensión al tejido del último y excelente poemario de Máximo Hernández, La conspiración del dolor.

Haber tenido la ocasión de leer anteriores borradores del libro permite observar que, desde que todavía inédito se titulaba Del dolor aprendido, ha sufrido diversas modificaciones y reorganizaciones. Entre otros cambios, el libro ha perdido con los años el tono pedagógico que le daba armazón y se le han caído los poemas de reproche con el fin de allanarle el terreno a la expresión de la aceptación. Para el poeta, el dolor es consustancial a la vida, y asumirlo es parte principalísima del aprendizaje vital, por más que sea al mismo tiempo una derrota: “Sólo nos queda entonces/ vivir con el dolor,/ contra el dolor vivir/ para intentar vencerlo,/ en el mundo del sueño,/ con la dulce inacción/ de nuestra muerte viva.” La derrota y la resignación aparecen en este poemario, desde su primer texto, como remates ineludibles de la comprensión del dolor que nos constituye. Y así nos encontramos con un poeta para el que la oposición entre el día (la conciencia) y “los alegres jilgueros de la noche” (el sueño) marca el compás del drama del hombre.

El poeta Ángel Fernández Benéitez lo ha dicho hará un par de meses: el libro, tras enhebrar tres secciones de corte reflexivo, concluye con una cuarta (a mi juicio la mejor) en que Hernández recurre al tono del cántico. En esta última sección, el yo establece los términos de su particular pacto con el dolor: en “El decorado” denuncia el engaño a que nos someten nuestras ilusiones, que finalmente se revelan como eso, mera ilusión tras la que anida el sufrir. El sentimiento de estafa vital se prolonga en “La trampa”, en que se pregunta rimbaudianamente por su identidad y, sobre todo, por el sentido de la palabra poética. En “La nervadura del silencio”, por fin, la voz lírica identifica vivir con resistir, con “sólo [esperar] el final del tiempo/ y de la historia”, y acepta la imposibilidad de “ser en la palabra”, la fatídica incapacidad del poema de enfrentar con éxito el dolor, en un juego de confusión entre muerte y vida que cierra circularmente el libro y nos vuelve a remitir a Hölderlin.

Pues si en Hernández el dolor es consustancial a la existencia y, por consiguiente, su aceptación es necesaria, Hiperión concluía su párrafo a Belarmino con las siguientes palabras: “el bienestar sin sufrimiento es sueño, y sin muerte no hay vida. […] El dolor es digno de habitar en el corazón humano y de emparentarse contigo, ¡oh naturaleza!” Que uno de los textos centrales de La conspiración del dolor se titule “Reconocimiento y diagnóstico: Hölderlin crece en el aire de Tubinga”, y que en él Scardanelli, el alter ego del escritor ya enfermo, firme al pie con fecha de 11 de mayo de 2000, viene a sorprender a los escépticos que descreíamos de las teorías de la reencarnación. Luke.

sábado, 11 de agosto de 2007

El fotógrafo de la tristeza

Trayendo a Palma a Martín Chambi (Coaza, 1891-Cuzco, 1973), la Fundación Telefónica y el Solleric hacen justicia a quien fue probablemente el fotógrafo peruano más importante de todos los tiempos (información aquí). Activo en los años veinte a cincuenta, reconocido en toda Sudamérica y después semiolvidado, su figura fue reivindicada en los setenta por Edward Ranney. Tras una muestra en el MoMA de Nueva York (1979), Chambi alcanza también Europa y llega a España en 1990 gracias a la Editorial Lunwerg y al Círculo de Bellas Artes de Madrid, en una memorable exposición itinerante.

Maestro de todos los géneros, el Chambi que más me interesa es el que nos hace llegar el retrato minucioso de una sociedad, la cuzqueña, que entra en la modernidad de las motocicletas, la fotografía y los deportes europeos sin haber abandonado nunca el pasado: un pasado que parece prolongarse sin límite y del que cincuenta años después volvería a dar parecido testimonio Manja Offerhaus, de la mano de Julio Cortázar. El enorme interés etnográfico de la obra de Chambi no es menor que el relacionado con la historia social del Perú. Las desigualdades, sin mediación de manifiesto alguno, nos golpean en toda su brutalidad.

Se ha dicho que sus paisajes tienen magia; y, en efecto, todos exudan una especie de pátina espiritual que, más allá de su valor documental, los inscribe en la historia del arte. Macchu-Picchu, Wiñay Wayna, la misteriosa Piedra de los Doce Ángulos cuzqueña… Chambi era un genio del claroscuro; tanto su aprovechamiento de la luz del alba y del ocaso y de los efectos meteorológicos como su trabajo de laboratorio fueron ejemplares.

Él fue uno de los que nos enseñaron a respetar el mundo indígena del que él mismo procedía. Pero, sobre todo, y en cualquiera de sus manifestaciones, Chambi transmite el aliento veraz de una cultura instalada en la melancolía: el viejo drama indígena, la melodía del huayno o el yaraví, el mundo ancho y ajeno de Ciro Alegría, la aculturación, Arguedas, el “perdonen la tristeza” de Vallejo, la miseria en las manos y en los pies del campesino... Chambi toma todo ese legado antropológico y nos lo devuelve traducido en imágenes. Última Hora.