Me manda José María Castrillón su poemario reciente, La vieja munición (Santa Cruz de Tenerife: Ediciones Idea, 2005), y la convalecencia me permite leer. Habrá más consideraciones sobre este buen libro, pero de momento me conmueve la lectura del poema "Memorial de la ciudad":
La ciudad
se supo tiempo
en el invierno en que se hizo
necesaria para otros hombres,
más al norte, habitantes del frío.
Y fue humilde.
Levantada sobre el limo
no hizo plaza en su centro la memoria.
Así ha llegado hasta mí
que soy dolor del limo,
frágil acomodo del tiempo,
arrebujado en la necesidad
bajo el mismo invierno.
Siempre el tiempo, siempre la memoria. Y, no sé por qué, yo me he acordado de Gaspar Meana -otro asturiano admirable- y sus dibujos de guerreros que llegan desde mares septentrionales, desembarcan en las playas astures, humillan ciudades, aplacan su frío. Y con Castrillón sé que su frío es también el nuestro. Y nuestra fiebre.
martes, 29 de noviembre de 2005
domingo, 20 de noviembre de 2005
Lo que dura dura
[Daniel Chavarría, Lo que dura dura, Barcelona: Ediciones B, 2005. Premio Ciudad de Palma "Camilo José Cela". 220 pp.]
El uruguayo Daniel Chavarría (1933) ha ganado numerosos premios con sus catorce novelas. Cuando en enero de 2005 se le otorgó el Premio Ciudad de Palma “Camilo José Cela”, ya había merecido, por ejemplo, el Dashiell Hammett gijonés (1992) o el cubano Casa de las Américas (2000). Chavarría se define como escritor cubano; no en vano reside desde 1969 en la isla caribeña y ejerce la docencia en su universidad. Habitual de la Semana Negra de Gijón, es, no obstante, algo más que un autor de novela negra.
La trama de Lo que dura dura tiene un núcleo principal de intriga; su retrato del lumpen habanero, su conocimiento de los tráficos clandestinos, del mundo de la hermandad abacuá o del ambiente carcelario sostienen el argumento. Pero la novela quiere también justificar en alguna medida la igualdad revolucionaria que predica el régimen: sus personajes, como arrastrados por el espíritu de la tragedia griega en versión yoruba, afrontan la marginalidad como resultado de un hado inatacable, o bien ascienden los peldaños de la educación oficial y se incorporan con éxito al engranaje social gracias a sus dotes y esfuerzo, independientemente de su color y de su clase. La ausencia de crítica política no excluye un enfoque desprejuiciado y plural de una realidad bastante lejana a la que venden Cubatur o Sol Meliá. Si a una trama ágil y equilibrada –no deslumbrante, pero efectiva– le añadimos una anécdota de partida de gran comicidad, un manejo diestro de los registros lingüísticos, acierto en la caracterización y una gran fidelidad a la función social de los ritos sincréticos afrocubanos, ciertamente nos plantamos ante dos o tres horas de refrescante lectura. Última Hora.

La trama de Lo que dura dura tiene un núcleo principal de intriga; su retrato del lumpen habanero, su conocimiento de los tráficos clandestinos, del mundo de la hermandad abacuá o del ambiente carcelario sostienen el argumento. Pero la novela quiere también justificar en alguna medida la igualdad revolucionaria que predica el régimen: sus personajes, como arrastrados por el espíritu de la tragedia griega en versión yoruba, afrontan la marginalidad como resultado de un hado inatacable, o bien ascienden los peldaños de la educación oficial y se incorporan con éxito al engranaje social gracias a sus dotes y esfuerzo, independientemente de su color y de su clase. La ausencia de crítica política no excluye un enfoque desprejuiciado y plural de una realidad bastante lejana a la que venden Cubatur o Sol Meliá. Si a una trama ágil y equilibrada –no deslumbrante, pero efectiva– le añadimos una anécdota de partida de gran comicidad, un manejo diestro de los registros lingüísticos, acierto en la caracterización y una gran fidelidad a la función social de los ritos sincréticos afrocubanos, ciertamente nos plantamos ante dos o tres horas de refrescante lectura. Última Hora.
martes, 15 de noviembre de 2005
Una promesa de las letras catalanas
[Melcior Comes, L'estupor que us espera, Barcelona: Empúries, 2005. Premio Documenta de Narrativa. 158 pp.]
Con veinticinco años, Melcior Comes (Sa Pobla, 1980) es un escritor. Al margen del número de novelas publicadas (la primera fue L’aire i el món, València: Tres i Quatre, 2004) y de premios recibidos (el Ciutat d’Elx “Antoni Bru” 2003 y el Documenta 2004), la entidad de su segunda novela, L’estupor que us espera, nos permite hablar de un auténtico profesional de las letras, dotado del talento y la ambición suficientes como para llegar a lo más alto.
Con motivo de la publicación de su primera novela, Comes recibió el saludo entusiasta de Sebastià Alzamora en Avui y el positivo pero moderado de Joan Josep Isern en Caràcters. Isern destacaba la capacidad del mallorquín para crear un mundo propio, “un microcosmos cerrado, obsesivo, muy personal y, sin embargo, enormemente atractivo”, compuesto de paisajes, relaciones personales y referentes intelectuales (el ajedrez, el juego de palabras). En el contrapeso, el crítico señalaba la pérdida del control del relato en ocasiones en que el narrador se dejaba arrastrar por asuntos de su interés. Ahora que Comes ha publicado L’estupor, al entusiasmo un tanto agreste del imparable, de nuevo en Avui, y a la erudición más calculada de Damià Pons en Última Hora se vuelve a sumar, quisquillosa, la opinión en el diario barcelonés de un Isern que sigue apostando por un futuro brillante para Comes y se detiene de forma muy general en las ideas de un “microcosmos definido por el exceso como rasgo definidor” y de un “notable instinto narrativo y lingüístico”, pero declara una novela imperfecta al fin y al cabo, a la que le sobra –afirma, como único argumento en contra– la aparición de personajes reales: Baltasar Porcel, Calixto Bieito y Rutger Hauer. Y es que a este libro y a este autor (contra lo que les sucede a muchos: unos pocos genios porque no la necesitan, y demasiados otros porque no les aprovecharía) le hará mucho favor un poco de sana crítica.
Cuando uno afirmaba en la primera línea que Comes es un escritor, y no, por ejemplo, que L’estupor sea una gran novela, escribía muy precisamente lo que quería escribir. En la prosa de Comes se advierte un impulso narrador de una potencia natural y de unos recursos muy notables para su edad. Tanto es así que, como señaló acertada aunque superficialmente Isern, hay ocasiones en que al narrador le puede el personaje. El lector sigue con placer los sucesivos episodios de la novela, aunque en ningún momento de su recorrido llega a reconocer un argumento, de forma que, cuando alcanza el final y todo se resuelve en una breve, peculiar y sobrevenida historia de amor redentor, la novela queda en parte frustrada. Pese a la eficacia evocadora, al uso esporádico de imágenes de cierta brillantez lírica, a una asombrosa maestría en la creación de personajes, a la destreza descriptiva, a un lenguaje ágil y de gran complejidad sintáctica, riqueza léxica y éxito connotativo (esto último es importantísimo) y a la sabia combinación de reflexión no banal y sensualidad a flor de piel –de, en fin, cierta exaltación neorromántica y rimbaudiana–, Comes, por los pelos, no logra su objetivo.
Me apasionan sus personajes. La tieta Elvira es uno de los más atractivos que me he echado al coleto en los últimos años. Marzio Volpe es memorable, aunque resuenen en él ecos románticos demasiado estridentes, con los consiguientes tics verbales y escenográficos. Don Jaume Pons, maestro de esgrima, es un divertido personaje de comedia; y, en general, todos los que pasean por las páginas de L’estupor son ricos, redondos, sugerentes. También como narrador de anécdotas está Comes maduro. Son simpáticas las fases del libro en que un histriónico Baltasar Porcel alecciona y renueva los ánimos del protagonista, o en que éste intenta sin éxito arruinar la reputación de un odioso Calixto Bieito a quien la indigencia moral e intelectual parece fortalecer. El relato de la creación de la compañía teatral por Marzio y el protagonista es sencillamente genial, y el remate del episodio hilarante. Lo mismo se puede decir de casi todas las escenas; porque en esto consiste el libro, en una sucesión de escenas muy conseguidas. Así lo reconoce el autor en una entrevista publicada en Diario de Mallorca en junio de este año: “Escribo a base de escenas que trabajo como unidades [...]. Cuando tengo ya diversas escenas las retoco para que encajen”. Hay que decir que el trabajo de las distintas escenas es excelente; pero su encaje es defectuoso, porque el lector –como bien se lamentaba Isern– no llega a comprender la función de unas con respecto a otras, muy probablemente debido a la ausencia de una estructura verdaderamente equilibrada. No negaré que exista en el libro una voluntad estructural; pero carece de homogeneidad y las digresiones narrativas, por interesantes que resulten, en lugar de enriquecerla, la debilitan.
En definitiva, se trata de un buen libro que habría podido aspirar a ser mejor; tal vez sean responsables la juventud y la impaciencia de un autor al que entre líneas se le adivina tatuada, a fuego sobre el cuerpo y sobre el alma, la gran literatura. Si no nos equivocamos, no hay que lamentarse: madurará y lo disfrutaremos todos.

Con motivo de la publicación de su primera novela, Comes recibió el saludo entusiasta de Sebastià Alzamora en Avui y el positivo pero moderado de Joan Josep Isern en Caràcters. Isern destacaba la capacidad del mallorquín para crear un mundo propio, “un microcosmos cerrado, obsesivo, muy personal y, sin embargo, enormemente atractivo”, compuesto de paisajes, relaciones personales y referentes intelectuales (el ajedrez, el juego de palabras). En el contrapeso, el crítico señalaba la pérdida del control del relato en ocasiones en que el narrador se dejaba arrastrar por asuntos de su interés. Ahora que Comes ha publicado L’estupor, al entusiasmo un tanto agreste del imparable, de nuevo en Avui, y a la erudición más calculada de Damià Pons en Última Hora se vuelve a sumar, quisquillosa, la opinión en el diario barcelonés de un Isern que sigue apostando por un futuro brillante para Comes y se detiene de forma muy general en las ideas de un “microcosmos definido por el exceso como rasgo definidor” y de un “notable instinto narrativo y lingüístico”, pero declara una novela imperfecta al fin y al cabo, a la que le sobra –afirma, como único argumento en contra– la aparición de personajes reales: Baltasar Porcel, Calixto Bieito y Rutger Hauer. Y es que a este libro y a este autor (contra lo que les sucede a muchos: unos pocos genios porque no la necesitan, y demasiados otros porque no les aprovecharía) le hará mucho favor un poco de sana crítica.
Cuando uno afirmaba en la primera línea que Comes es un escritor, y no, por ejemplo, que L’estupor sea una gran novela, escribía muy precisamente lo que quería escribir. En la prosa de Comes se advierte un impulso narrador de una potencia natural y de unos recursos muy notables para su edad. Tanto es así que, como señaló acertada aunque superficialmente Isern, hay ocasiones en que al narrador le puede el personaje. El lector sigue con placer los sucesivos episodios de la novela, aunque en ningún momento de su recorrido llega a reconocer un argumento, de forma que, cuando alcanza el final y todo se resuelve en una breve, peculiar y sobrevenida historia de amor redentor, la novela queda en parte frustrada. Pese a la eficacia evocadora, al uso esporádico de imágenes de cierta brillantez lírica, a una asombrosa maestría en la creación de personajes, a la destreza descriptiva, a un lenguaje ágil y de gran complejidad sintáctica, riqueza léxica y éxito connotativo (esto último es importantísimo) y a la sabia combinación de reflexión no banal y sensualidad a flor de piel –de, en fin, cierta exaltación neorromántica y rimbaudiana–, Comes, por los pelos, no logra su objetivo.
Me apasionan sus personajes. La tieta Elvira es uno de los más atractivos que me he echado al coleto en los últimos años. Marzio Volpe es memorable, aunque resuenen en él ecos románticos demasiado estridentes, con los consiguientes tics verbales y escenográficos. Don Jaume Pons, maestro de esgrima, es un divertido personaje de comedia; y, en general, todos los que pasean por las páginas de L’estupor son ricos, redondos, sugerentes. También como narrador de anécdotas está Comes maduro. Son simpáticas las fases del libro en que un histriónico Baltasar Porcel alecciona y renueva los ánimos del protagonista, o en que éste intenta sin éxito arruinar la reputación de un odioso Calixto Bieito a quien la indigencia moral e intelectual parece fortalecer. El relato de la creación de la compañía teatral por Marzio y el protagonista es sencillamente genial, y el remate del episodio hilarante. Lo mismo se puede decir de casi todas las escenas; porque en esto consiste el libro, en una sucesión de escenas muy conseguidas. Así lo reconoce el autor en una entrevista publicada en Diario de Mallorca en junio de este año: “Escribo a base de escenas que trabajo como unidades [...]. Cuando tengo ya diversas escenas las retoco para que encajen”. Hay que decir que el trabajo de las distintas escenas es excelente; pero su encaje es defectuoso, porque el lector –como bien se lamentaba Isern– no llega a comprender la función de unas con respecto a otras, muy probablemente debido a la ausencia de una estructura verdaderamente equilibrada. No negaré que exista en el libro una voluntad estructural; pero carece de homogeneidad y las digresiones narrativas, por interesantes que resulten, en lugar de enriquecerla, la debilitan.
En definitiva, se trata de un buen libro que habría podido aspirar a ser mejor; tal vez sean responsables la juventud y la impaciencia de un autor al que entre líneas se le adivina tatuada, a fuego sobre el cuerpo y sobre el alma, la gran literatura. Si no nos equivocamos, no hay que lamentarse: madurará y lo disfrutaremos todos.
jueves, 13 de octubre de 2005
Frutos de la pasión
[Eduardo Moga (selección, introducción y notas), Poesía Pasión. Doce jóvenes poetas españoles, Zaragoza: Libros del Innombrable, 2004.]
Durante demasiados años, un libro tan fundamental para nuestro entendimiento de la poesía hispánica, y de la poesía en general, como es Teoría de la expresión poética permaneció en triste desuso. No era posible aprovechar ni su brillantez teórica ni la pertinencia de las estrategias que Carlos Bousoño había catalogado en la poesía contemporánea (con objetos de estudio tan ilustres como Machado, Juan Ramón, Lorca o Aleixandre) para el análisis de una poesía de aspiraciones literarias tan mansas como furiosas eran las de algunos de sus practicantes. Sin embargo, una corriente multiforme, desatendida en los circuitos mayoritarios, ninguneada en los foros oficiales y en las editoriales señeras, pero viva y discretamente vibrante –al calor de la obra de unos pocos resistentes como José Ángel Valente o Antonio Gamoneda–, siguió creyendo en la poesía como revulsivo del lenguaje y de la conciencia y practicándola sin renunciar a los hallazgos de las vanguardias. Éstas, contra lo que nos habían asegurado, no habían muerto, aunque sí atravesaban una etapa muy prolongada de ostracismo.
La tradición que Eduardo Moga (Barcelona, 1962) reivindica en su antología Poesía Pasión es ésa: la de la vanguardia internacional, y antes la del Romanticismo, y antes la del Barroco. Moga, sin duda uno de los críticos españoles que mejor manejan la retórica tanto tradicional como contemporánea, defiende en su jugoso prólogo el apasionamiento en la poesía: “la tensión en el centro de su práctica poética”, la “saturación significativa del lenguaje”. A los argumentos intuitivos añade una batería de razones filológicas que se resume en una poundiana defensa del uso de la imagen frente al concepto, de la manipulación del ritmo y de la intensificación metafórica; y que se desarrolla en la apuesta por unos procedimientos sustitutivos que, a grandes rasgos, suponen un cuadrilátero tipológico delimitado por la amplificación visionaria, la radicalización simbólica, la ruptura sintáctica y la elipsis. Moga, él mismo poeta deudor de Aleixandre y Álvarez Ortega, recoge explícitamente buena parte de sus conceptos de Bousoño y los reelabora a la vista de los años pasados, sin rehuir el debate contra el figurativismo poético dominante en la España de los ochenta y los noventa que, precisamente, ha venido caracterizándose por su estrechez visionaria, su lenguaje cauto y comedido y un prosaísmo del que el buen realismo nunca fue sinónimo.
Esta antología, por tanto, es en parte un banderín de enganche para poetas apasionados, pero también un magnífico ejercicio de crítica literaria en que se analiza con rigor la obra de doce jóvenes nacidos entre 1968 y 1978. Lejos de la homogeneidad, junto al torrente libertario de Enrique Falcón se encuentra el silencioso discurso existencial de Marta Agudo, o el simbolista de Francisco León o Rafael-José Díaz. El lenguaje sensorial y sincopado de Víctor M. Díez convive junto al realismo depurado por la elipsis de Pablo García Casado. Bruno Marcos Carcedo, Julieta Valero, Marcos Canteli, Alicia Sivestre, Antonio Lucas y Christian Tubau completan una nómina abierta cuyos criterios e insuficiencias declara el propio antólogo en la introducción. Entre todos contribuyen a la calidad de un libro que, a la vez que se constituye en decidida propuesta estética, reúne una espléndida y significativa colección de versos. 13 Newsletter.

La tradición que Eduardo Moga (Barcelona, 1962) reivindica en su antología Poesía Pasión es ésa: la de la vanguardia internacional, y antes la del Romanticismo, y antes la del Barroco. Moga, sin duda uno de los críticos españoles que mejor manejan la retórica tanto tradicional como contemporánea, defiende en su jugoso prólogo el apasionamiento en la poesía: “la tensión en el centro de su práctica poética”, la “saturación significativa del lenguaje”. A los argumentos intuitivos añade una batería de razones filológicas que se resume en una poundiana defensa del uso de la imagen frente al concepto, de la manipulación del ritmo y de la intensificación metafórica; y que se desarrolla en la apuesta por unos procedimientos sustitutivos que, a grandes rasgos, suponen un cuadrilátero tipológico delimitado por la amplificación visionaria, la radicalización simbólica, la ruptura sintáctica y la elipsis. Moga, él mismo poeta deudor de Aleixandre y Álvarez Ortega, recoge explícitamente buena parte de sus conceptos de Bousoño y los reelabora a la vista de los años pasados, sin rehuir el debate contra el figurativismo poético dominante en la España de los ochenta y los noventa que, precisamente, ha venido caracterizándose por su estrechez visionaria, su lenguaje cauto y comedido y un prosaísmo del que el buen realismo nunca fue sinónimo.
Esta antología, por tanto, es en parte un banderín de enganche para poetas apasionados, pero también un magnífico ejercicio de crítica literaria en que se analiza con rigor la obra de doce jóvenes nacidos entre 1968 y 1978. Lejos de la homogeneidad, junto al torrente libertario de Enrique Falcón se encuentra el silencioso discurso existencial de Marta Agudo, o el simbolista de Francisco León o Rafael-José Díaz. El lenguaje sensorial y sincopado de Víctor M. Díez convive junto al realismo depurado por la elipsis de Pablo García Casado. Bruno Marcos Carcedo, Julieta Valero, Marcos Canteli, Alicia Sivestre, Antonio Lucas y Christian Tubau completan una nómina abierta cuyos criterios e insuficiencias declara el propio antólogo en la introducción. Entre todos contribuyen a la calidad de un libro que, a la vez que se constituye en decidida propuesta estética, reúne una espléndida y significativa colección de versos. 13 Newsletter.
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domingo, 9 de octubre de 2005
Salinas de Baleares
Cuando es necesario que una institución privada programe una exposición para que sepamos algo de esas joyas de nuestro patrimonio que son las salinas, es que algo no funciona. El magnífico montaje que abre Sa Nostra hasta finales de noviembre en la calle Concepción, Les salines de les Balears: el paisatge inventat, viene a paliar en parte el desinterés que por esta manifestación de la cultura balear y por su conservación demuestran las instituciones públicas.
Miquel Frontera, biólogo prestigioso y excelente fotógrafo, ha coordinado una labor de campo y de documentación inédita en ese terreno. Sus conmovedoras imágenes del paisaje salinero realzan el aspecto estético que estas industrias presentan, en peculiar intersección de botánica, zoología y geología. Frontera es también autor de los textos de un catálogo editado con un gusto exquisito y todo el rigor exigible, que será desde ahora referencia bibliográfica. A uno le gustaría poder llenar siempre la columna de elogios tan merecidos.
La exposición y su catálogo sirven al visitante para conocer el vocabulario particular y preciso que atañe al laboreo de la sal, que no quedó bien recogido en los mejores diccionarios generales, como el Alcover-Moll. Pero también para enredarse minuciosamente en sus aspectos técnicos, su historia, su geografía, su naturaleza y su etnografía; o para asistir, en un salto atrás de medio siglo, a las faenas propias de una durísima actividad tradicional que supuso un recurso fundamental en las economías insulares. La selección de fotografías de archivo es bellísima; destaca la serie de Català-Roca de los años cincuenta. Cuando uno sabe que sólo las salinas de Formentera han sido protegidas mediando declaración de Bien de Interés Cultural, que sólo las de Ibiza han sido estudiadas con cierta intensidad y que la mayor parte de ellas duermen un sueño de abandono y amenazan con desaparecer, uno no entiende nada. Última Hora.
Miquel Frontera, biólogo prestigioso y excelente fotógrafo, ha coordinado una labor de campo y de documentación inédita en ese terreno. Sus conmovedoras imágenes del paisaje salinero realzan el aspecto estético que estas industrias presentan, en peculiar intersección de botánica, zoología y geología. Frontera es también autor de los textos de un catálogo editado con un gusto exquisito y todo el rigor exigible, que será desde ahora referencia bibliográfica. A uno le gustaría poder llenar siempre la columna de elogios tan merecidos.
La exposición y su catálogo sirven al visitante para conocer el vocabulario particular y preciso que atañe al laboreo de la sal, que no quedó bien recogido en los mejores diccionarios generales, como el Alcover-Moll. Pero también para enredarse minuciosamente en sus aspectos técnicos, su historia, su geografía, su naturaleza y su etnografía; o para asistir, en un salto atrás de medio siglo, a las faenas propias de una durísima actividad tradicional que supuso un recurso fundamental en las economías insulares. La selección de fotografías de archivo es bellísima; destaca la serie de Català-Roca de los años cincuenta. Cuando uno sabe que sólo las salinas de Formentera han sido protegidas mediando declaración de Bien de Interés Cultural, que sólo las de Ibiza han sido estudiadas con cierta intensidad y que la mayor parte de ellas duermen un sueño de abandono y amenazan con desaparecer, uno no entiende nada. Última Hora.
martes, 13 de septiembre de 2005
Para leer
[Fernando Báez, Historia universal de la destrucción de libros. Desde las tablillas sumerias a la guerra de Irak, Barcelona: Destino, 2004.]
Gabriel Zaid asevera que, si leyéramos un libro al día, nuestra incultura crecería cada día diez mil veces más que nuestra cultura. La explicación: diariamente se publican diez mil libros en el mundo. La boutade del mexicano, que no pretende desprestigiar la lectura, sino animar a la contención editorial, adquiere otro interés tras la revelación del venezolano Fernando Báez (San Félix de Guayana, 1963) en su Historia universal de la destrucción de libros (2004): los libros de que hoy disponemos son sólo una pequeña parte de los que alguna vez existieron. Así, podríamos aprovechar el esquema paradójico de Zaid y afirmar que, si fuésemos capaces de leer en una vida todos los libros de la tierra, nuestra incultura seguiría siendo, así y todo, infinitamente mayor que nuestra cultura.
Báez se crió en una biblioteca a orillas del Orinoco que desapareció durante una crecida del gran río. “Creo que toda mi vida se ha regido por el deseo de justificar ese episodio, que por eso me convertí en un experto en la materia”, ha declarado en alguna ocasión. La búsqueda de esa justificación lo ha llevado a ser considerado hoy uno de los mayores expertos del mundo en bibliotecas. Entre sus obras más recientes se encuentran, además de la reseñada, Historia de la antigua biblioteca de Alejandría (2003) y La destrucción cultural de Iraq (2004).
Haciendo un exhaustivo repaso por la historia de la destrucción de los libros, Báez se detiene en los resultados de las guerras, de la prohibición o caída en desgracia de determinados autores, de las plagas de xilófagos, de la represión política o religiosa o del descuido. Desde Platón a Goebbels, todos los biblioclastas aparecen en las páginas de su Historia, que ha sido calificada por Noam Chomsky como “el mejor libro sobre este tema en mucho tiempo”. El autor visitó Irak en 2003 en calidad de miembro de una comisión que investigaba la destrucción de las bibliotecas, museos y yacimientos arqueológicos iraquíes durante la guerra y la posguerra. En la Biblioteca Nacional de Bagdad se habían quemado un millón de libros, entre ellos primeros ejemplares de Averroes, Avicena o Las mil y una noches. También habían desaparecido las bibliotecas de la Universidad de Basora, el Museo de Mosul, Kirkuk, la vieja Nínive... La cuna de la cultura occidental ha sido y está siendo objeto de un terrible genocidio cultural, o memoricidio, como dice el ensayista, que nada tiene que envidiar a los días de las quemas de libros por los nazis. Asiria, Egipto, Grecia, Israel, China, Roma, el mundo cristiano, el mundo árabe, la América de la conquista, los anabaptistas, la Inquisición, las revoluciones, la guerra civil española, el bibliocausto nazi, las grandes dictaduras del siglo XX, los Balcanes e Irak no son sino tristes avatares del miedo del hombre a la palabra. Como recuerda un Fernando Báez agorero, “cuando usted lee estas líneas, al menos un libro está desapareciendo para siempre”. 13 Newsletter.

Báez se crió en una biblioteca a orillas del Orinoco que desapareció durante una crecida del gran río. “Creo que toda mi vida se ha regido por el deseo de justificar ese episodio, que por eso me convertí en un experto en la materia”, ha declarado en alguna ocasión. La búsqueda de esa justificación lo ha llevado a ser considerado hoy uno de los mayores expertos del mundo en bibliotecas. Entre sus obras más recientes se encuentran, además de la reseñada, Historia de la antigua biblioteca de Alejandría (2003) y La destrucción cultural de Iraq (2004).
Haciendo un exhaustivo repaso por la historia de la destrucción de los libros, Báez se detiene en los resultados de las guerras, de la prohibición o caída en desgracia de determinados autores, de las plagas de xilófagos, de la represión política o religiosa o del descuido. Desde Platón a Goebbels, todos los biblioclastas aparecen en las páginas de su Historia, que ha sido calificada por Noam Chomsky como “el mejor libro sobre este tema en mucho tiempo”. El autor visitó Irak en 2003 en calidad de miembro de una comisión que investigaba la destrucción de las bibliotecas, museos y yacimientos arqueológicos iraquíes durante la guerra y la posguerra. En la Biblioteca Nacional de Bagdad se habían quemado un millón de libros, entre ellos primeros ejemplares de Averroes, Avicena o Las mil y una noches. También habían desaparecido las bibliotecas de la Universidad de Basora, el Museo de Mosul, Kirkuk, la vieja Nínive... La cuna de la cultura occidental ha sido y está siendo objeto de un terrible genocidio cultural, o memoricidio, como dice el ensayista, que nada tiene que envidiar a los días de las quemas de libros por los nazis. Asiria, Egipto, Grecia, Israel, China, Roma, el mundo cristiano, el mundo árabe, la América de la conquista, los anabaptistas, la Inquisición, las revoluciones, la guerra civil española, el bibliocausto nazi, las grandes dictaduras del siglo XX, los Balcanes e Irak no son sino tristes avatares del miedo del hombre a la palabra. Como recuerda un Fernando Báez agorero, “cuando usted lee estas líneas, al menos un libro está desapareciendo para siempre”. 13 Newsletter.
miércoles, 24 de agosto de 2005
Nuestro pasado en los anuncios
La imponente colección de carteles de Carlos Velasco Murviedro es única en su género, por lo que contiene de evocación y por la calidad pragmática e, incluso, artística de sus piezas: no por nada encontramos en algunas de ellas las firmas de algunos de los mejores cartelistas profesionales del siglo XX, como Néstor de la Torre o Rafael de Penagos. Recuerdo haber disfrutado enormemente en alguna de las exposiciones que periódicamente promocionan el tesoro del profesor Velasco.
Durante muchas décadas la única nota de color en una realidad gris (por la penuria económica, por la miseria intelectual, porque los soportes del cine, la televisión y la fotografía aún eran en blanco y negro) la aportaron los carteles publicitarios. La evolución de la estética de los anuncios muestra bien a las claras la de los gustos artísticos y la moda reinantes; su evolución temática, los hábitos de consumo de los españoles o sus necesidades. Reclama nuestra atención, entre otros elementos, la aparente inalterabilidad del papel desempeñado por la mujer en la publicidad a través de los casi cien años que cubre la colección: ama de casa eficiente, esposa y madre pundonorosa, destinataria de detergentes concentrados, cremas para el cutis, tintes, desatascadores, perchas plegables...
Otros aspectos son evaluables en la colección: la idealizada representación de la figura humana, y en particular de la del niño; las tendencias plásticas (el modernismo y el art-deco elevaron el cartelismo a la categoría de arte) e ideológicas (la grisura del franquismo, con su yugo y sus flechas tan presentes); el regionalismo; el estado de la sanidad española: esos anuncios, entrañables y a veces terribles, de magnesia granulada, bebidas estomacales, plantas laxantes, campañas antituberculosas, calmantes, pastillas contra el catarro, tónicos contra el raquitismo o pomadas prácticamente mágicas que curan desde una bronquitis hasta un forúnculo; las técnicas de márquetin o la penetración de la imaginería y la fraseología publicitarias en el lenguaje ciudadano. El mundo del consumo y del reclamo publicitario, al cabo, refleja las características de un pueblo con mayor rigor e inmediatez que el más sesudo tratado de sociología. En este caso se trata del catálogo vivo de una época de nuestra historia anterior a la aparición y dominio de la omnipotente televisión.
Está regalando Última Hora una selecta muestra de esa gran colección, “Anuncios antiguos de les Illes Balears”, en formato de imanes ilustrados. En esas imágenes y en sus correspondientes textos podremos recorrer una de las manifestaciones humanas más significativas del siglo pasado, la publicidad; y, a través de ella, la evolución de nuestra calidad de consumidores y, también, de ciudadanos. En la selección se ha atendido al pasado insular, incidiendo con frecuencia, por tanto, en los temas del turismo y los transportes y, por otro lado, prescindiendo de los ejemplares con más carga ideológica o de contenido más dramático (los de campañas sanitarias, por ejemplo), en lo que pretende ser un recuerdo amable de lo que fue la oferta publicitaria de la centuria pasada. Última Hora.
Durante muchas décadas la única nota de color en una realidad gris (por la penuria económica, por la miseria intelectual, porque los soportes del cine, la televisión y la fotografía aún eran en blanco y negro) la aportaron los carteles publicitarios. La evolución de la estética de los anuncios muestra bien a las claras la de los gustos artísticos y la moda reinantes; su evolución temática, los hábitos de consumo de los españoles o sus necesidades. Reclama nuestra atención, entre otros elementos, la aparente inalterabilidad del papel desempeñado por la mujer en la publicidad a través de los casi cien años que cubre la colección: ama de casa eficiente, esposa y madre pundonorosa, destinataria de detergentes concentrados, cremas para el cutis, tintes, desatascadores, perchas plegables...
Otros aspectos son evaluables en la colección: la idealizada representación de la figura humana, y en particular de la del niño; las tendencias plásticas (el modernismo y el art-deco elevaron el cartelismo a la categoría de arte) e ideológicas (la grisura del franquismo, con su yugo y sus flechas tan presentes); el regionalismo; el estado de la sanidad española: esos anuncios, entrañables y a veces terribles, de magnesia granulada, bebidas estomacales, plantas laxantes, campañas antituberculosas, calmantes, pastillas contra el catarro, tónicos contra el raquitismo o pomadas prácticamente mágicas que curan desde una bronquitis hasta un forúnculo; las técnicas de márquetin o la penetración de la imaginería y la fraseología publicitarias en el lenguaje ciudadano. El mundo del consumo y del reclamo publicitario, al cabo, refleja las características de un pueblo con mayor rigor e inmediatez que el más sesudo tratado de sociología. En este caso se trata del catálogo vivo de una época de nuestra historia anterior a la aparición y dominio de la omnipotente televisión.
Está regalando Última Hora una selecta muestra de esa gran colección, “Anuncios antiguos de les Illes Balears”, en formato de imanes ilustrados. En esas imágenes y en sus correspondientes textos podremos recorrer una de las manifestaciones humanas más significativas del siglo pasado, la publicidad; y, a través de ella, la evolución de nuestra calidad de consumidores y, también, de ciudadanos. En la selección se ha atendido al pasado insular, incidiendo con frecuencia, por tanto, en los temas del turismo y los transportes y, por otro lado, prescindiendo de los ejemplares con más carga ideológica o de contenido más dramático (los de campañas sanitarias, por ejemplo), en lo que pretende ser un recuerdo amable de lo que fue la oferta publicitaria de la centuria pasada. Última Hora.
domingo, 14 de agosto de 2005
Avelino o la justa medida
[Avelino Hernández, Mientras cenan con nosotros los amigos, Canet de Mar: Candaya, 2005.]
En un coloquio sobre literatura escuché, ya hace años, una de las más grandes majaderías que recuerdo aplicada a los escritores. Un bienintencionado postulaba que quien es capaz de escribir versos hermosos por fuerza ha de ser una bellísima persona, suma humana de bondad y desinterés. Basta con conocer por encima algunas biografías para saber que no sólo esto no es cierto, sino que, antes bien, muchos escritores fueron y son víctimas irredentas de su crueldad, su egolatría, su inmadurez, su venalidad, sus celos, su mezquindad y su vanagloria. Por no hablar de complejos y perversiones.
No conocí a Avelino Hernández. Sin embargo, dos buenos amigos míos lo fueron también de él y, como todo el que lo conoció, cantan sus alabanzas. Uno de ellos me hace notar cómo, habiendo vivido tan poco tiempo entre los mallorquines, llegó a alcanzar con éstos la familiaridad y el afecto que a los insulares a veces cuesta tanto otorgar. Muy pocos años –antes de que una enfermedad tan injusta como todas hiciese presa en su cuerpo– y, sin embargo, los homenajes le llueven en ésta que fue la última de sus muchas tierras. Parece que Avelino haya sido ese escritor de talante excepcional que justifica la creencia de bienintencionados como aquél que recordaba antes.
Y sí: sólo alguien de una categoría humana excepcional podría rezumarla como él lo hace en Mientras cenan con nosotros los amigos, su novela póstuma; o lo que quiera que sea, que tan venturosamente renueva nuestra fe en la lectura. En sus páginas encuentra uno la justa medida de casi todo: el amor por los objetos que nos rodean (no idolatría, no avaricia, sino regusto por los recuerdos a ellos asociados), la amistad, los amores rotos sin tragedia, los correspondidos sin aspavientos, la soledad fructífera y la compañía bien aprovechada, un modelo ético de vida, un dolor por la muerte matizado cálidamente en sus difíciles aristas...
Los próximos a Avelino vislumbrarán tras los personajes que pueblan su libro personas reales, amigos que fueron del escritor y que, sin duda, habrían preferido no protagonizar un libro de póstumas fraternidades, tan hermoso y triste a la vez. También reconocerán en algún capítulo a cierto poeta célebre que, con su ambición, contradice torpemente las premisas de la amistad. Los no iniciados, en cambio, tendrán el privilegio de asistir vírgenes a narraciones ejemplares, a diálogos tan densos de pensamiento como aquéllos del Siglo de Oro y, sin embargo, tan cercanos que constituyen un manual actualizado de sano estoicismo. Última Hora.

No conocí a Avelino Hernández. Sin embargo, dos buenos amigos míos lo fueron también de él y, como todo el que lo conoció, cantan sus alabanzas. Uno de ellos me hace notar cómo, habiendo vivido tan poco tiempo entre los mallorquines, llegó a alcanzar con éstos la familiaridad y el afecto que a los insulares a veces cuesta tanto otorgar. Muy pocos años –antes de que una enfermedad tan injusta como todas hiciese presa en su cuerpo– y, sin embargo, los homenajes le llueven en ésta que fue la última de sus muchas tierras. Parece que Avelino haya sido ese escritor de talante excepcional que justifica la creencia de bienintencionados como aquél que recordaba antes.
Y sí: sólo alguien de una categoría humana excepcional podría rezumarla como él lo hace en Mientras cenan con nosotros los amigos, su novela póstuma; o lo que quiera que sea, que tan venturosamente renueva nuestra fe en la lectura. En sus páginas encuentra uno la justa medida de casi todo: el amor por los objetos que nos rodean (no idolatría, no avaricia, sino regusto por los recuerdos a ellos asociados), la amistad, los amores rotos sin tragedia, los correspondidos sin aspavientos, la soledad fructífera y la compañía bien aprovechada, un modelo ético de vida, un dolor por la muerte matizado cálidamente en sus difíciles aristas...
Los próximos a Avelino vislumbrarán tras los personajes que pueblan su libro personas reales, amigos que fueron del escritor y que, sin duda, habrían preferido no protagonizar un libro de póstumas fraternidades, tan hermoso y triste a la vez. También reconocerán en algún capítulo a cierto poeta célebre que, con su ambición, contradice torpemente las premisas de la amistad. Los no iniciados, en cambio, tendrán el privilegio de asistir vírgenes a narraciones ejemplares, a diálogos tan densos de pensamiento como aquéllos del Siglo de Oro y, sin embargo, tan cercanos que constituyen un manual actualizado de sano estoicismo. Última Hora.
viernes, 22 de julio de 2005
"Som 122 condemnats"
[Antoni Ferrer Tramunt, Cartes d'un condemnat a mort, al cuidado de Josep Suàrez Ferrer, presentaciones de Antoni Serra y Josep Clara, Palma de Mallorca: Moll, 2004.]
Cartes d’un condemnat a mort incluye la transcripción de un diario y de las cartas que en 1938-1939 escribió a su familia Antoni Ferrer Tramunt, campesino originario del pueblo gerundense de Llançà, militante del POUM y soldado republicano. Su sobrino Josep Suàrez Ferrer, un personaje conocido en Baleares por su compromiso civil desde su cargo en la organización ATTAC Mallorca, da cuenta en el libro del significado que para él tuvo la figura de Ferrer, así como de las circunstancias en que fueron conservados y publicados sus papeles, “la millor herència que podria rebre”, y el miedo de su madre a su publicación de las cartas: “la por alienada que la dictadura havia sembrat en el cor de totes les persones ferides per aquelles circumstàncies viscudes”. El lector imaginará el grado de patetismo, pero también de denuncia, que encierra el volumen.
Los papeles de familia suelen certificar actitudes individuales que, por su contenido ético y por su carácter manifiestamente compartido, suponen un valioso material para el historiador social. En el mismo sentido, el prólogo de Antoni Serra aporta su propio testimonio acerca de la guerra y la posguerra en Mallorca, un panorama de su reflejo en la literatura insular y la narración de un caso análogo que se vivió en su propia familia, desde un punto de vista marcadamente subjetivo e, incluso, visceral; calificativo éste que no desagradará al novelista de Sóller.
A las noticias habituales en las correspondencias de soldados (la salud, los envíos de ropa, artículos de consumo o dinero, los cambios de destino, la añoranza de la familia), cuando concluye la guerra y Ferrer resulta detenido por militantes falangistas, sus cartas desde las prisiones de Figueras y Gerona adquieren un tono trascendente y un sencillo pero firme sistema pensamiento. En ellas arde un huracán de reflexiones: la implicación de Ferrer en el comité antifascista de su pueblo, la ideología, los recuerdos de infancia, el amor por los padres y la hermana, la certeza de la proximidad de la muerte, la tranquilidad ante el destino, la conciencia limpia y, finalmente, las despedidas. El caso de Ferrer es semejante al de otros asesinados por el franquismo; pero su serenidad va más allá de lo habitual. Hasta el último momento, sus palabras sirven de bálsamo para sus familiares, otorgan a su novia el beneplácito para que busque “l’home que pugui fer-te feliç” y, en suma, a todos ofrecen motivos para la esperanza.
Al leer la transcripción de Calendari d’un pres, escrito en un cuadernillo minúsculo durante el mes y medio que duró su cautiverio e interrumpido sólo el día previo a su ejecución, asistimos a la expresión máxima de esa serenidad. -Notario del drama, Ferrer apunta detalles de su detención y procesamiento, pero también novedades sobre los compañeros de prisión y los que van siendo ejecutados. Sólo en contadas ocasiones se permite lamentar moderadamente “les dolentes hores de la nit”. Gracias a su notable entereza y al esfuerzo de su sobrino Josep y de la Editorial Moll, hoy contamos con un magnífico testimonio del género de vida de los condenados a muerte del franquismo inicial, así como de algunas de las interioridades de la indigna farsa judicial a que se los sometió. Última Hora.

Los papeles de familia suelen certificar actitudes individuales que, por su contenido ético y por su carácter manifiestamente compartido, suponen un valioso material para el historiador social. En el mismo sentido, el prólogo de Antoni Serra aporta su propio testimonio acerca de la guerra y la posguerra en Mallorca, un panorama de su reflejo en la literatura insular y la narración de un caso análogo que se vivió en su propia familia, desde un punto de vista marcadamente subjetivo e, incluso, visceral; calificativo éste que no desagradará al novelista de Sóller.
A las noticias habituales en las correspondencias de soldados (la salud, los envíos de ropa, artículos de consumo o dinero, los cambios de destino, la añoranza de la familia), cuando concluye la guerra y Ferrer resulta detenido por militantes falangistas, sus cartas desde las prisiones de Figueras y Gerona adquieren un tono trascendente y un sencillo pero firme sistema pensamiento. En ellas arde un huracán de reflexiones: la implicación de Ferrer en el comité antifascista de su pueblo, la ideología, los recuerdos de infancia, el amor por los padres y la hermana, la certeza de la proximidad de la muerte, la tranquilidad ante el destino, la conciencia limpia y, finalmente, las despedidas. El caso de Ferrer es semejante al de otros asesinados por el franquismo; pero su serenidad va más allá de lo habitual. Hasta el último momento, sus palabras sirven de bálsamo para sus familiares, otorgan a su novia el beneplácito para que busque “l’home que pugui fer-te feliç” y, en suma, a todos ofrecen motivos para la esperanza.
Al leer la transcripción de Calendari d’un pres, escrito en un cuadernillo minúsculo durante el mes y medio que duró su cautiverio e interrumpido sólo el día previo a su ejecución, asistimos a la expresión máxima de esa serenidad. -Notario del drama, Ferrer apunta detalles de su detención y procesamiento, pero también novedades sobre los compañeros de prisión y los que van siendo ejecutados. Sólo en contadas ocasiones se permite lamentar moderadamente “les dolentes hores de la nit”. Gracias a su notable entereza y al esfuerzo de su sobrino Josep y de la Editorial Moll, hoy contamos con un magnífico testimonio del género de vida de los condenados a muerte del franquismo inicial, así como de algunas de las interioridades de la indigna farsa judicial a que se los sometió. Última Hora.
jueves, 30 de junio de 2005
Ese Chinaski me cae gordo
[Charles Bukowski, Poemas de la última noche de la tierra, traducción y prólogo de Eduardo Moga, DVD: Barcelona, 2004.]
Son legión los admiradores de Charles Bukowski (Andernach, Alemania, 1920-Los Ángeles, 1994). Su fama se basa en parte en sus valores literarios, que han despertado y despiertan opiniones contrapuestas, pero sobre todo en una actitud salvaje ante la sociedad que, por la evidencia de su carácter autobiográfico (un 90% de su contenido, según el propio autor), hace del personaje y alter ego del escritor, Hank Chinaski, un creíble antihéroe urbano. Un lenguaje atroz, un estilo directo y casi desprovisto de lirismo, la permanente apología de la bebida, los contenidos sexuales explícitos y un somerísimo barniz existencial que intenta dotar de cierta elevación a las reflexiones de Bukowski hicieron de su obra el fetiche de muchos jóvenes lectores norteamericanos y europeos (aunque Luis Ingelmo me recuerde, con buenas razones, el carácter algo más lírico y retórico del primer Bukowski). En un contexto pacato y deshumanizado como el de los Estados Unidos, semejante puesta en solfa del sueño americano había de convertirse en éxito editorial. El prólogo de Eduardo Moga a la recentísima edición española del último poemario publicado por Bukowski en vida hace una semblanza breve e imprescindible del escritor, a quien, frente a lo que sugiere su mayor fama en Europa como narrador, reclama ante todo poeta.
Su tolerancia –cuando no franca reivindicación– hacia la embriaguez y la violencia gratuita son permanentes. El cigarrillo y la botella aparecen como constantes referentes de un concepto puramente material de la existencia, y también como tic estético: encender el cigarrillo, servir la copa sirven como contrapuntos físicos frente a las reflexiones más presuntamente trascendentes (“Pregunta y respuesta”). Este recurso a la provocación, que a veces cae en lo adolescente (las erecciones de “El idiota”, o las borracheras de “Resacas”), por los mismos motivos por los que, por encima de consideraciones literarias, encandila a lectores juveniles y poco avisados, resulta irritante para el lector conservador, y lo persuade de que está ante un personaje inmaduro vital y literariamente en el que los valores éticos, tanto individuales como sociales, brillan por su ausencia. Y, no obstante, nada complacía tanto al viejo Buk como ser consciente de que sus palabras irritaban al burgués. Por otra parte, la expresión más descuidada que sencilla –muy inferior a la de, por ejemplo, Raymond Carver– y la aparente falta de calado de su discurso (escribe poemas absolutamente baladíes, como “Buda, mi colega”) pueden inclinar a considerar a Bukowski y a su obra como un mero sarampión literario o comercial, que causó sensación en su momento y que se caerá de los manuales en cuanto las décadas hagan su necesaria labor de decantación. Pese a todo, Bukowski, tenido popularmente por padre del llamado realismo sucio (por encima de Carver y otros a quienes se aplicó más atinadamente), sigue fulgurando por encima de toda una cohorte de imitadores que no alcanzan una mínima parte de su humanidad.
En Poemas de la última noche de la tierra, como en el resto de su obra, es frecuente el recurso a la violencia y al desenfreno. Se trata a veces de una mera apología de los mismos, como cuando en “Un coche rojo brillante” se regodea en sus comportamientos antisociales. Lo natural de esa violencia la hace aparecer otras veces inextricablemente asociada a la ternura, como en “Mi colega el chico del aparcamiento del hipódromo”. Pero hay en otras ocasiones un empleo diligente y explícito de la paradoja: la violencia verbal frente a una ecuanimidad que resuena en el absurdo (“D”), o el contraste entre la admiración de la voz poética por los filósofos y la violencia aparentemente gratuita del resentido (“Días como cuchillas de afeitar, noches infestadas de ratas”).
Porque la voz de Hank Chinaski es en la mayor parte de las ocasiones la voz del resentimiento y el egoísmo: “está bien seguir/ aquí/ para ver lo que/ ha sido/ de los/ demás”, escribe en “Espera, que me troncho”. Casi siempre reflexiona sobre sí mismo o sobre lo que le afecta directamente, mientras que rara vez expresa preocupación por lo ajeno, altruismo ni escrúpulo ético alguno. En poemas como “El teléfono”, “Sé amable” o “Chapoteando” llega a hacer daño la falta de compasión que demuestra hacia sus semejantes: todos son sus enemigos (“Limosnas”). La libertad deseada no aparece casi nunca como anhelo de índole social, ni siquiera como aspiración individual de contenidos éticos, basada en teorías más o menos libertarias, sino como poco más que un antisocial deseo de liberarse de compromisos y obligaciones. El rencor contra el padre, asociado a vívidos recuerdos de las comidas familiares y de las palizas, nos llega como aparente justificación de la inadaptación del personaje en “Cena, 1933”, “No comen como nosotros” o “El matón”. Así mismo hay constantes alusiones al trabajo como factor de alienación y causa de rencores, como es el caso de “Chispa” y “Quemado”. Parece que la percepción del poeta sobre su propia vida es que la única forma de ponerla en valor es convertirla en poesía, aun en la forma rudimentaria y escuálida en que la escribe. Sólo ser sujeto poético da sentido a la vida de Hank Chinaski, y esto es lo único que se la hace soportable a Charles Bukowski. Nadie más romántico, pues, que el poeta de Andernach, uno de cuyos leitmotive –máxime en un libro casi póstumo– es la frecuente alusión al infierno como final próximo, aceptado e incluso enorgullecedor. Con esta interpretación de Chinaski como moderno héroe romántico (inadaptado y rebelde, hedonista, individualista, violento,con tendencias autodestructivas y suicidas) cuadran también sus simpatías hacia el fascismo y hacia personajes fascistas o filofascistas como Mussolini (en “Persiana bajada” afirma tener colgado de la pared un retrato del Duce), Hamsun, Pound, Céline, etc.
En dos hermosos poemas titulados “La muerte se está fumando mis puros” y “El escritor”, Bukowski se ufana del terreno ganado a la muerte por medio de la escritura. Es su única victoria y su verdadero orgullo. En efecto, la vocación de escritor de Bukowski y su pasión por la palabra lo salvan. Por un lado, desprecia a los poetas que no viven en “Tú, mira esto”; pero reflexiona con momentánea seriedad sobre la relación del escritor con su lector en “Pregunta y respuesta” o “La carta de una fan”; sobre los períodos de sequía creativa en “En este tiempo”, “Cuenta de 8” o “Sólo un Cervantes”; y acerca de las diferencias que separan al verdadero escritor de “la política de la cosa”, a escribir de “triunfar escribiendo”, en “Entre carreras”. En “Ellos y nosotros” no quiere ser “como ellos” –Faulkner, Hemingway, etc.–, sino “uno de ellos”. Hay sendos catálogos de lecturas e influencias en “La palabra” y en “Orden de bateo:”, poemas en los que Bukowski sustituye el rigor crítico del que carece por una contextuación autobiográfica de la lectura, en el primer caso, y por una sencilla alegoría beisbolística en el segundo. Hay homenajes particulares como “Hola, Hamsun”, “Céline con cesta y bastón” o “Qué escritor”, dedicado a e. e. cummings. En “Aire negro y frío”, por fin, Bukowski identifica la escritura como único remedio contra una muerte que siente cada vez más cercana.
Hallamos una lúcida visión infantil de la muerte en “El hombre de los ojos hermosos”. Pero Poemas de la última noche de la tierra es un libro pródigo en alusiones a la muerte. La conciencia de la decadencia física, la vejez y la enfermedad es clara en “¿Bebe Ud.?”. Ante la proximidad del final, Bukowski/Chinaski llega a ablandarse y reconoce las figuras que le fueron simpáticas, las mujeres amadas o admiradas. Frente a la omnipresente convicción de la nada, un intento de autopersuadirse de la supervivencia, de la victoria frente a la muerte, se hace proclama en “Vosotros sabéis y yo sé y tú sabes”. El matiz existencial, aparte alguna mención a Sartre, se encuentra en los desesperanzados mensajes contenidos en “Destrozado con el primer aliento”. A veces, leemos recorridos o resúmenes más o menos caóticos que intentan justificar una trayectoria vital (“Paseando por la jaula”). Otras, el personaje se complace en la comprobación de que todas las vidas son en el fondo igualmente vacías. Bukowski se ríe de sí mismo en “Persiana bajada” y en dos poemas muy similares (“Equivocado” y “La toalla”) que contraponen los leves incordios de la convivencia, aquellos pequeños episodios domésticos que parecen importantes a las mujeres, y ciertas alusiones semisolemnes a la Historia y al Tiempo, relacionados con su propia afición a las carreras (lo verdaderamente importante). Excepcional es la manifestación de la conciencia del éxito: en “Transporte”, el ascenso social a lo largo de su carrera se ilustra por medio de una gradual sustitución de unos medios de transporte por otros más cómodos y caros; al final, se explicita la satisfacción por el triunfo en la vejez.
En el apartado social, por así llamarlo –ya vimos cómo la atención del poeta se suele fijar en sí mismo–, la previsión de una recesión como la del 29 en “Un cafetín” no supone en Bukowski solidaria conciencia ciudadana, sino una manifestación más de su concepto paradójico de la realidad: cerrar su biografía en medio de una depresión económica parecida a la que vivió en su infancia, ahora que es un poeta acomodado, se le debe antojar justicia metafísica. En “Nosotros, los dinosaurios” encontramos una visión apocalíptica y ciertamente infantil –de cine malo– del destino de la humanidad. Por último, clama eficazmente contra el gregarismo en “Una zona de descanso”.
El estilo de Bukowski es, por encima de todo, espontáneo. Su llaneza suele convertir el poema en mera reflexión que en muy poco se diferencia de la prosa menos alambicada; así sucede especialmente en “Dos tipos duros” o en “Ramillete”. Otras veces, el poema añade a la sencillez estilística una concepción constructiva similar a la del relato breve: es el caso de los inquietantes “Un suceso raro” y “La retirada de Bonaparte”. Gusta a veces el autor, eso sí, de entreverar impresiones vagamente líricas o tiernas con la realidad más prosaica e, incluso, desagradable (“Un cafetín”). Los limitados esfuerzos retóricos de Bukowski se pueden anotar rápidamente. El prologuista de esta edición de DVD destaca, además del recurso al lenguaje soez (lamentos, insultos, tacos), las interrupciones y los silencios. Este uso de la elipsis es característico, y probablemente uno de los rasgos bukowskianos más imitados por sus seguidores. Me permito añadir al catálogo de figuras dos muy importantes: la ironía –que ejerce con pericia sobre los demás, sobre sí mismo o sobre su propio pensamiento, en su sentido más vulgar o bien en el más elevado de conciencia de la mortalidad, desajuste entre las aspiraciones el hombre y las limitaciones de su pequeñez– y la paradoja, que ya hemos entrevisto. Las escasas metáforas y comparaciones que demuestran cierta elaboración suelen ir asociadas a la decrepitud o al vacío: “la realidad es una naranja/ seca” (“Destrozado con el primer aliento”), “y el sol es como un/ guante amarillo que/ me atrapa” (“El largo paseo”). En contadas ocasiones, estas imágenes son brillantes y concisas: “los días son aún/ martillos,/ flores” (en “Ni más ni menos”). Menos de los dedos de una mano son suficientes para contar las composiciones que, en este poemario de cuatrocientas cincuenta páginas, se sirven de construcciones oníricas o visionarias para sus propósitos; es el caso de “En una niebla densa”. Y, por hablar de la dispositio y en relación con su debilidad por los silencios, Bukowski hace un uso casi arbitrario del blanco y de la distribución versal en la página, más acorde con el ritmo de pensamiento que con cualquier otra consideración gráfica. No hay que olvidar, por último, el espléndido trabajo del traductor de este volumen, el poeta Eduardo Moga, que ha encontrado las palabras que vierten a un castellano natural y efectivo expresiones procedentes del slang norteamericano y de un contexto sociocultural muy lejano.
La poesía de Charles Bukowski es un grito. Como tal, diversas características lo conforman y lo limitan: es una voz muy sincera que sale de lo más hondo, sin mixtificación alguna. Puede molestar, puede herir la sensibilidad del que lo escucha. No ha sido elaborado. No requiere mucha sofisticación. No tiene nada que ver con los alaridos impostados de tantos Chinaskis de salón como nos han fatigado en las últimas décadas. El gran defecto y la gran virtud de la poesía de Bukowski es su torrencialidad: probablemente buena parte de su producción, y en particular de Poemas de la última noche de la tierra, es repetitiva y prescindible. Es evidente que no todos sus versos se salvan; pero su lectura es, así y todo, necesaria: el caleidoscópico conjunto habla no solamente de la férrea voluntad de alguien que quiere ser escritor, y serlo de verdad, sin atenciones a la fama ni compromisos con el poder; además, compone un completísimo retablo de la cultura norteamericana –de la occidental– que nos atañe a todos. Nos cae mal Hank Chinaski: es un tipo asocial, probablemente un inmaduro y un degenerado, con seguridad un mal ejemplo. No sólo asombra a los ingenuos: también incomoda a los buenos lectores. Es, por todo ello, el espejo en que mirarnos, el que nos devuelve la imagen más humana, menos mentirosa de nosotros mismos. Cuadernos del Matemático.

Su tolerancia –cuando no franca reivindicación– hacia la embriaguez y la violencia gratuita son permanentes. El cigarrillo y la botella aparecen como constantes referentes de un concepto puramente material de la existencia, y también como tic estético: encender el cigarrillo, servir la copa sirven como contrapuntos físicos frente a las reflexiones más presuntamente trascendentes (“Pregunta y respuesta”). Este recurso a la provocación, que a veces cae en lo adolescente (las erecciones de “El idiota”, o las borracheras de “Resacas”), por los mismos motivos por los que, por encima de consideraciones literarias, encandila a lectores juveniles y poco avisados, resulta irritante para el lector conservador, y lo persuade de que está ante un personaje inmaduro vital y literariamente en el que los valores éticos, tanto individuales como sociales, brillan por su ausencia. Y, no obstante, nada complacía tanto al viejo Buk como ser consciente de que sus palabras irritaban al burgués. Por otra parte, la expresión más descuidada que sencilla –muy inferior a la de, por ejemplo, Raymond Carver– y la aparente falta de calado de su discurso (escribe poemas absolutamente baladíes, como “Buda, mi colega”) pueden inclinar a considerar a Bukowski y a su obra como un mero sarampión literario o comercial, que causó sensación en su momento y que se caerá de los manuales en cuanto las décadas hagan su necesaria labor de decantación. Pese a todo, Bukowski, tenido popularmente por padre del llamado realismo sucio (por encima de Carver y otros a quienes se aplicó más atinadamente), sigue fulgurando por encima de toda una cohorte de imitadores que no alcanzan una mínima parte de su humanidad.
En Poemas de la última noche de la tierra, como en el resto de su obra, es frecuente el recurso a la violencia y al desenfreno. Se trata a veces de una mera apología de los mismos, como cuando en “Un coche rojo brillante” se regodea en sus comportamientos antisociales. Lo natural de esa violencia la hace aparecer otras veces inextricablemente asociada a la ternura, como en “Mi colega el chico del aparcamiento del hipódromo”. Pero hay en otras ocasiones un empleo diligente y explícito de la paradoja: la violencia verbal frente a una ecuanimidad que resuena en el absurdo (“D”), o el contraste entre la admiración de la voz poética por los filósofos y la violencia aparentemente gratuita del resentido (“Días como cuchillas de afeitar, noches infestadas de ratas”).
Porque la voz de Hank Chinaski es en la mayor parte de las ocasiones la voz del resentimiento y el egoísmo: “está bien seguir/ aquí/ para ver lo que/ ha sido/ de los/ demás”, escribe en “Espera, que me troncho”. Casi siempre reflexiona sobre sí mismo o sobre lo que le afecta directamente, mientras que rara vez expresa preocupación por lo ajeno, altruismo ni escrúpulo ético alguno. En poemas como “El teléfono”, “Sé amable” o “Chapoteando” llega a hacer daño la falta de compasión que demuestra hacia sus semejantes: todos son sus enemigos (“Limosnas”). La libertad deseada no aparece casi nunca como anhelo de índole social, ni siquiera como aspiración individual de contenidos éticos, basada en teorías más o menos libertarias, sino como poco más que un antisocial deseo de liberarse de compromisos y obligaciones. El rencor contra el padre, asociado a vívidos recuerdos de las comidas familiares y de las palizas, nos llega como aparente justificación de la inadaptación del personaje en “Cena, 1933”, “No comen como nosotros” o “El matón”. Así mismo hay constantes alusiones al trabajo como factor de alienación y causa de rencores, como es el caso de “Chispa” y “Quemado”. Parece que la percepción del poeta sobre su propia vida es que la única forma de ponerla en valor es convertirla en poesía, aun en la forma rudimentaria y escuálida en que la escribe. Sólo ser sujeto poético da sentido a la vida de Hank Chinaski, y esto es lo único que se la hace soportable a Charles Bukowski. Nadie más romántico, pues, que el poeta de Andernach, uno de cuyos leitmotive –máxime en un libro casi póstumo– es la frecuente alusión al infierno como final próximo, aceptado e incluso enorgullecedor. Con esta interpretación de Chinaski como moderno héroe romántico (inadaptado y rebelde, hedonista, individualista, violento,con tendencias autodestructivas y suicidas) cuadran también sus simpatías hacia el fascismo y hacia personajes fascistas o filofascistas como Mussolini (en “Persiana bajada” afirma tener colgado de la pared un retrato del Duce), Hamsun, Pound, Céline, etc.
En dos hermosos poemas titulados “La muerte se está fumando mis puros” y “El escritor”, Bukowski se ufana del terreno ganado a la muerte por medio de la escritura. Es su única victoria y su verdadero orgullo. En efecto, la vocación de escritor de Bukowski y su pasión por la palabra lo salvan. Por un lado, desprecia a los poetas que no viven en “Tú, mira esto”; pero reflexiona con momentánea seriedad sobre la relación del escritor con su lector en “Pregunta y respuesta” o “La carta de una fan”; sobre los períodos de sequía creativa en “En este tiempo”, “Cuenta de 8” o “Sólo un Cervantes”; y acerca de las diferencias que separan al verdadero escritor de “la política de la cosa”, a escribir de “triunfar escribiendo”, en “Entre carreras”. En “Ellos y nosotros” no quiere ser “como ellos” –Faulkner, Hemingway, etc.–, sino “uno de ellos”. Hay sendos catálogos de lecturas e influencias en “La palabra” y en “Orden de bateo:”, poemas en los que Bukowski sustituye el rigor crítico del que carece por una contextuación autobiográfica de la lectura, en el primer caso, y por una sencilla alegoría beisbolística en el segundo. Hay homenajes particulares como “Hola, Hamsun”, “Céline con cesta y bastón” o “Qué escritor”, dedicado a e. e. cummings. En “Aire negro y frío”, por fin, Bukowski identifica la escritura como único remedio contra una muerte que siente cada vez más cercana.
Hallamos una lúcida visión infantil de la muerte en “El hombre de los ojos hermosos”. Pero Poemas de la última noche de la tierra es un libro pródigo en alusiones a la muerte. La conciencia de la decadencia física, la vejez y la enfermedad es clara en “¿Bebe Ud.?”. Ante la proximidad del final, Bukowski/Chinaski llega a ablandarse y reconoce las figuras que le fueron simpáticas, las mujeres amadas o admiradas. Frente a la omnipresente convicción de la nada, un intento de autopersuadirse de la supervivencia, de la victoria frente a la muerte, se hace proclama en “Vosotros sabéis y yo sé y tú sabes”. El matiz existencial, aparte alguna mención a Sartre, se encuentra en los desesperanzados mensajes contenidos en “Destrozado con el primer aliento”. A veces, leemos recorridos o resúmenes más o menos caóticos que intentan justificar una trayectoria vital (“Paseando por la jaula”). Otras, el personaje se complace en la comprobación de que todas las vidas son en el fondo igualmente vacías. Bukowski se ríe de sí mismo en “Persiana bajada” y en dos poemas muy similares (“Equivocado” y “La toalla”) que contraponen los leves incordios de la convivencia, aquellos pequeños episodios domésticos que parecen importantes a las mujeres, y ciertas alusiones semisolemnes a la Historia y al Tiempo, relacionados con su propia afición a las carreras (lo verdaderamente importante). Excepcional es la manifestación de la conciencia del éxito: en “Transporte”, el ascenso social a lo largo de su carrera se ilustra por medio de una gradual sustitución de unos medios de transporte por otros más cómodos y caros; al final, se explicita la satisfacción por el triunfo en la vejez.
En el apartado social, por así llamarlo –ya vimos cómo la atención del poeta se suele fijar en sí mismo–, la previsión de una recesión como la del 29 en “Un cafetín” no supone en Bukowski solidaria conciencia ciudadana, sino una manifestación más de su concepto paradójico de la realidad: cerrar su biografía en medio de una depresión económica parecida a la que vivió en su infancia, ahora que es un poeta acomodado, se le debe antojar justicia metafísica. En “Nosotros, los dinosaurios” encontramos una visión apocalíptica y ciertamente infantil –de cine malo– del destino de la humanidad. Por último, clama eficazmente contra el gregarismo en “Una zona de descanso”.
El estilo de Bukowski es, por encima de todo, espontáneo. Su llaneza suele convertir el poema en mera reflexión que en muy poco se diferencia de la prosa menos alambicada; así sucede especialmente en “Dos tipos duros” o en “Ramillete”. Otras veces, el poema añade a la sencillez estilística una concepción constructiva similar a la del relato breve: es el caso de los inquietantes “Un suceso raro” y “La retirada de Bonaparte”. Gusta a veces el autor, eso sí, de entreverar impresiones vagamente líricas o tiernas con la realidad más prosaica e, incluso, desagradable (“Un cafetín”). Los limitados esfuerzos retóricos de Bukowski se pueden anotar rápidamente. El prologuista de esta edición de DVD destaca, además del recurso al lenguaje soez (lamentos, insultos, tacos), las interrupciones y los silencios. Este uso de la elipsis es característico, y probablemente uno de los rasgos bukowskianos más imitados por sus seguidores. Me permito añadir al catálogo de figuras dos muy importantes: la ironía –que ejerce con pericia sobre los demás, sobre sí mismo o sobre su propio pensamiento, en su sentido más vulgar o bien en el más elevado de conciencia de la mortalidad, desajuste entre las aspiraciones el hombre y las limitaciones de su pequeñez– y la paradoja, que ya hemos entrevisto. Las escasas metáforas y comparaciones que demuestran cierta elaboración suelen ir asociadas a la decrepitud o al vacío: “la realidad es una naranja/ seca” (“Destrozado con el primer aliento”), “y el sol es como un/ guante amarillo que/ me atrapa” (“El largo paseo”). En contadas ocasiones, estas imágenes son brillantes y concisas: “los días son aún/ martillos,/ flores” (en “Ni más ni menos”). Menos de los dedos de una mano son suficientes para contar las composiciones que, en este poemario de cuatrocientas cincuenta páginas, se sirven de construcciones oníricas o visionarias para sus propósitos; es el caso de “En una niebla densa”. Y, por hablar de la dispositio y en relación con su debilidad por los silencios, Bukowski hace un uso casi arbitrario del blanco y de la distribución versal en la página, más acorde con el ritmo de pensamiento que con cualquier otra consideración gráfica. No hay que olvidar, por último, el espléndido trabajo del traductor de este volumen, el poeta Eduardo Moga, que ha encontrado las palabras que vierten a un castellano natural y efectivo expresiones procedentes del slang norteamericano y de un contexto sociocultural muy lejano.
La poesía de Charles Bukowski es un grito. Como tal, diversas características lo conforman y lo limitan: es una voz muy sincera que sale de lo más hondo, sin mixtificación alguna. Puede molestar, puede herir la sensibilidad del que lo escucha. No ha sido elaborado. No requiere mucha sofisticación. No tiene nada que ver con los alaridos impostados de tantos Chinaskis de salón como nos han fatigado en las últimas décadas. El gran defecto y la gran virtud de la poesía de Bukowski es su torrencialidad: probablemente buena parte de su producción, y en particular de Poemas de la última noche de la tierra, es repetitiva y prescindible. Es evidente que no todos sus versos se salvan; pero su lectura es, así y todo, necesaria: el caleidoscópico conjunto habla no solamente de la férrea voluntad de alguien que quiere ser escritor, y serlo de verdad, sin atenciones a la fama ni compromisos con el poder; además, compone un completísimo retablo de la cultura norteamericana –de la occidental– que nos atañe a todos. Nos cae mal Hank Chinaski: es un tipo asocial, probablemente un inmaduro y un degenerado, con seguridad un mal ejemplo. No sólo asombra a los ingenuos: también incomoda a los buenos lectores. Es, por todo ello, el espejo en que mirarnos, el que nos devuelve la imagen más humana, menos mentirosa de nosotros mismos. Cuadernos del Matemático.
miércoles, 1 de junio de 2005
Fotografía y narración; o de cómo manipular eficazmente el horizonte de expectativas del lector
[Julián Rodríguez, Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás, Barcelona: Random House Mondadori/ Caballo de Troya, 2004.]
Las tres extensas citas de César Aira, Karl Marx y Benito Pérez Galdós con que, a modo de guía de lectura, se abre la última novela de Julián Rodríguez (Ceclavín, Cáceres, 1968) nos ofrecen dos claves de lo que se nos propondrá en sus páginas: el sano deseo de confundir al lector acerca de las fronteras entre géneros y la constatación de cómo el dominio tecnológico de la naturaleza hace imposible la perduración de los mitos sobre la misma en el imaginario artístico colectivo y, por tanto, de la sustitución de la imaginación por la realidad en el arte moderno. Rodríguez –autor de las novelas Tiempo de invierno (1998) y Lo improbable (2001); los libros de cuentos Mujeres, manzanas (2000) y La sombra y la penumbra (2002); y el poemario Nevada (2000)– ha empleado en su último libro, según él mismo confiesa, materiales muy heterogéneos: ensayos sobre arte ya publicados, textos de conferencias impartidas, fragmentos de diarios, recuerdos familiares, fotografías, notas o esbozos y, como hilo conductor, la voz de un narrador/ autor que aporta datos sobre sí mismo y, de cuando en cuando –con lealtad a la verdad o no, esto da igual–, insiste en el carácter verídico de todo lo narrado: “es realmente autobiográfico, todo lo que hay en el libro es verdad” (en una entrevista publicada); “He preferido mantener su verdadero nombre. Lo dije antes: no quiero ficciones” (p. 129); o “Nada de patetismo, así es la realidad, y así se expresan algunas personas” (p. 153).
¿A qué tanta insistencia, a qué la repetida afirmación de que lo que se narra sucedió en algún momento si, como todos sabemos desde Jauss, Iser y demás teóricos de la recepción, todo lo escrito, por mucho que se ajuste a la realidad, deja de ser estrictamente referencial desde el momento en que el lector lo percibe como literatura y lo integra en su mundo propio? ¿Acaso, alguno se preguntará, pretende Rodríguez restar literariedad a su obra y obligar al lector a colocarla en la estantería junto a la guía de viajes, el reportaje periodístico, la crítica de arte o el ensayo botánico? Muy al contrario, a lo que aspira, y al parecer ningún crítico lo ha señalado, es a defender con brillantez su propio concepto de lo literario en particular, y de lo artístico en general. También ha declarado el extremeño su voluntad de exponer al público los entresijos de la escritura, pues “no sólo el producto final, empaquetado y exhibido en los mostradores, es arte, sino también el proceso por el que ha pasado el creador” (en otra entrevista), pero esta motivación está, a mi juicio, subordinada al deseo de establecer su ideario propio acerca de las posibilidades y del ámbito de acción de literatura y arte en la sociedad contemporánea.
De ahí el abundante recurso a la fotografía y, sobre todo, a una reflexión experta e integradora sobre la obra de los grandes fotógrafos del siglo XX. En contraste con los capítulos (designados en el libro con un término más vital: momentos) de corte puramente narrativo, algunos de ellos constituyen limpios ensayos sobre la fotografía y su relación con otras artes plásticas y con las letras. Pero la voz del narrador no pretende separar su experiencia como crítico de sus demás experiencias: el crítico es el novelista, y es el hijo de unos campesinos extremeños, y el amante melancólico, y el viajero. Por eso escogió la fotografía: porque siente “como si la suma de instantes del pasado fuera resultado de la acción de alguien que ha colocado de nuevo el mismo carrete en la cámara: imágenes superpuestas” (p. 73). Y, sobre todo, la selección de la fotografía como arte por excelencia y de los fotógrafos que en particular interesan al crítico, así como la interpretación social de su arte, no dejan lugar a dudas: Gary Simmons y su denuncia del racismo; la combinación de Alta y Baja Cultura en Daniel Guzmán; el human touch del Picture Post; Krzysztof Gieraltowski (hay un error en la p. 57: “Kzrystof”) y la “tensión dramática del retrato” –concepto de Reinhold Mibelbeck que podría aplicársele perfectamente a Unas vacaciones... –; Jacob Riis y su fotografía de denuncia social (“miras esa foto y piensas en tus parientes pobres, en tu familia, en tus antepasados”, p. 78); Victor Burgin y su opinión de que la pintura “es técnica e históricamente redundante”, frente a la fotografía, que ofrece la posibilidad de desvelar “las contradicciones de nuestra sociedad de clases” (p. 94); Gillian Wearing y sus retratos mestizos de imagen y texto que muestran, como narraciones, el antes y el después de la fotografía –la continuidad de la existencia del que posa.
En la misma línea de fidelidad a la realidad se encuentra la integración en el cuerpo de la novela de materiales encontrados: dos supuestos manojos de fotografías y cuadernos privados cuyas historias –un amor romántico y la experiencia hurdana de un deportado del franquismo– resume el narrador. A la escritura popular, por oposición a la escritura literaria, se le supone hoy un interés documental que historiadores y antropólogos explotan en sus trabajos de investigación. Cartas, diarios, memorias de la gente del pueblo –de quienes no son profesionales de la escritura– contienen un valor de verdad superior al que se le reconoce a la literatura. De ahí su utilización en los momentos sexto y octavo de la novela de Rodríguez, que, como ya hemos visto, reniega de la ficción explícitamente en más de una ocasión. La fotografía y la escritura privadas, olvidadas y encontradas fuera de contexto por alguien ajeno, parece decirnos el autor, contienen la veracidad y el compromiso con la realidad que nos debe interesar contengan la plástica y la literatura. Por otro lado, el noveno momento utiliza un álbum de fotos privadas como guión narrativo: una vez más, imágenes superpuestas que evocan los episodios del relato. En la mayor parte del libro, el narrador no narra, sino que traslada imágenes al lector –imágenes del pasado propio, imágenes del pasado de personas desconocidas, imágenes artísticas, imágenes de la memoria– y puntualiza: “leo:”, o “escribo:”, o “leo (es copia, y borrosa):” (p. 111, por ejemplo) antes de cada párrafo, desmontando así las convenciones del relato y aportando la descontextuación buscada, la contradicción que ha de darse entre el horizonte de expectativas del lector y la renuncia expresa a la ficción por parte del autor. La devoción confesa de éste por la confusión de géneros y por cierto neorrealismo (Vila-Matas, Pratolini) abundan en esta concepción del arte. La aplicación de los presupuestos de la fotografía contemporánea a la literatura (“[Barthes], creía yo, al hablar de la fotografía hablaría también de la narración –de la escritura narrativa–. De cierto tipo de narración, al menos“, p. 99) da como resultado un mayor anclaje de ésta en la realidad social, en la “miseria de los demás” que el artista, según Julián Rodríguez, tiene la obligación de poner en el plato del lector. Semejante coherencia en la teoría y en la praxis, transmitida en una prosa pulquérrima, obtiene como fruto una hermosa e inquietante obra de arte. Turia.

¿A qué tanta insistencia, a qué la repetida afirmación de que lo que se narra sucedió en algún momento si, como todos sabemos desde Jauss, Iser y demás teóricos de la recepción, todo lo escrito, por mucho que se ajuste a la realidad, deja de ser estrictamente referencial desde el momento en que el lector lo percibe como literatura y lo integra en su mundo propio? ¿Acaso, alguno se preguntará, pretende Rodríguez restar literariedad a su obra y obligar al lector a colocarla en la estantería junto a la guía de viajes, el reportaje periodístico, la crítica de arte o el ensayo botánico? Muy al contrario, a lo que aspira, y al parecer ningún crítico lo ha señalado, es a defender con brillantez su propio concepto de lo literario en particular, y de lo artístico en general. También ha declarado el extremeño su voluntad de exponer al público los entresijos de la escritura, pues “no sólo el producto final, empaquetado y exhibido en los mostradores, es arte, sino también el proceso por el que ha pasado el creador” (en otra entrevista), pero esta motivación está, a mi juicio, subordinada al deseo de establecer su ideario propio acerca de las posibilidades y del ámbito de acción de literatura y arte en la sociedad contemporánea.
De ahí el abundante recurso a la fotografía y, sobre todo, a una reflexión experta e integradora sobre la obra de los grandes fotógrafos del siglo XX. En contraste con los capítulos (designados en el libro con un término más vital: momentos) de corte puramente narrativo, algunos de ellos constituyen limpios ensayos sobre la fotografía y su relación con otras artes plásticas y con las letras. Pero la voz del narrador no pretende separar su experiencia como crítico de sus demás experiencias: el crítico es el novelista, y es el hijo de unos campesinos extremeños, y el amante melancólico, y el viajero. Por eso escogió la fotografía: porque siente “como si la suma de instantes del pasado fuera resultado de la acción de alguien que ha colocado de nuevo el mismo carrete en la cámara: imágenes superpuestas” (p. 73). Y, sobre todo, la selección de la fotografía como arte por excelencia y de los fotógrafos que en particular interesan al crítico, así como la interpretación social de su arte, no dejan lugar a dudas: Gary Simmons y su denuncia del racismo; la combinación de Alta y Baja Cultura en Daniel Guzmán; el human touch del Picture Post; Krzysztof Gieraltowski (hay un error en la p. 57: “Kzrystof”) y la “tensión dramática del retrato” –concepto de Reinhold Mibelbeck que podría aplicársele perfectamente a Unas vacaciones... –; Jacob Riis y su fotografía de denuncia social (“miras esa foto y piensas en tus parientes pobres, en tu familia, en tus antepasados”, p. 78); Victor Burgin y su opinión de que la pintura “es técnica e históricamente redundante”, frente a la fotografía, que ofrece la posibilidad de desvelar “las contradicciones de nuestra sociedad de clases” (p. 94); Gillian Wearing y sus retratos mestizos de imagen y texto que muestran, como narraciones, el antes y el después de la fotografía –la continuidad de la existencia del que posa.
En la misma línea de fidelidad a la realidad se encuentra la integración en el cuerpo de la novela de materiales encontrados: dos supuestos manojos de fotografías y cuadernos privados cuyas historias –un amor romántico y la experiencia hurdana de un deportado del franquismo– resume el narrador. A la escritura popular, por oposición a la escritura literaria, se le supone hoy un interés documental que historiadores y antropólogos explotan en sus trabajos de investigación. Cartas, diarios, memorias de la gente del pueblo –de quienes no son profesionales de la escritura– contienen un valor de verdad superior al que se le reconoce a la literatura. De ahí su utilización en los momentos sexto y octavo de la novela de Rodríguez, que, como ya hemos visto, reniega de la ficción explícitamente en más de una ocasión. La fotografía y la escritura privadas, olvidadas y encontradas fuera de contexto por alguien ajeno, parece decirnos el autor, contienen la veracidad y el compromiso con la realidad que nos debe interesar contengan la plástica y la literatura. Por otro lado, el noveno momento utiliza un álbum de fotos privadas como guión narrativo: una vez más, imágenes superpuestas que evocan los episodios del relato. En la mayor parte del libro, el narrador no narra, sino que traslada imágenes al lector –imágenes del pasado propio, imágenes del pasado de personas desconocidas, imágenes artísticas, imágenes de la memoria– y puntualiza: “leo:”, o “escribo:”, o “leo (es copia, y borrosa):” (p. 111, por ejemplo) antes de cada párrafo, desmontando así las convenciones del relato y aportando la descontextuación buscada, la contradicción que ha de darse entre el horizonte de expectativas del lector y la renuncia expresa a la ficción por parte del autor. La devoción confesa de éste por la confusión de géneros y por cierto neorrealismo (Vila-Matas, Pratolini) abundan en esta concepción del arte. La aplicación de los presupuestos de la fotografía contemporánea a la literatura (“[Barthes], creía yo, al hablar de la fotografía hablaría también de la narración –de la escritura narrativa–. De cierto tipo de narración, al menos“, p. 99) da como resultado un mayor anclaje de ésta en la realidad social, en la “miseria de los demás” que el artista, según Julián Rodríguez, tiene la obligación de poner en el plato del lector. Semejante coherencia en la teoría y en la praxis, transmitida en una prosa pulquérrima, obtiene como fruto una hermosa e inquietante obra de arte. Turia.
martes, 1 de marzo de 2005
Concertar el desconcierto
[Mª Ángeles Pérez López, La ausente, Cáceres: Diputación/ Institución Cultural “El Brocense”, 2004.]
A su brillante labor docente e investigadora en la Universidad de Salamanca (ha trabajado sobre Vicente Huidobro, Nicanor Parra y Josefina Plá, entre otros muchos autores hispanoamericanos), Mª Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967) añade una trayectoria poética impecable; de entre sus libros, La sola materia (Alicante, 1998) y Carnalidad del frío (Sevilla, 2000) recibieron respectivamente los premios Tardor y Ciudad de Badajoz. Hoy publica un poemario de similar magnífica intensidad.
Desde su título y desde su primer verso (“Me declaro la ausente”), el libro se inscribe en aquello que Julio Ortega definió como discurso de la carencia, en este caso por medio de un frecuente y atinado recurso a la paradoja y el oxímoron. La ausente es un luminoso planto por la identidad percibida como pérdida, por la contradicción del ser, y un canto a la voluntad de vivir pese a todo. En sus páginas, la voz poética desgrana las múltiples facetas del desarraigo y, en primer lugar, la frágil condición del que es y no se pertenece (“Me declaro la ajena,/ la que ... busca ser visible-no visible”, I), del que es consciente de la naturaleza doliente del ser humano (“peleando por mi trozo de dolor”, I). Lo ineludible de la mortalidad se expresa, por ejemplo, mediante una bellísima amplificación de la imagen de la sombra, que enlaza paradójicamente los extremos: “esa zona de umbría y de frontera/ con que el sol nos recuerda el parentesco/ insoportable, estrecho de la muerte” (II). Otro motivo de desposesión aparece en La ausente: la identidad o solidaridad con el agredido, con el que “conoce su extinción” (III): “Llueve también sobre mi corazón dormido” (VI).
Un factor adicional de desgarro lo supone el “hombre que hemos sido en el pasado”: la casi imposibilidad de reconocernos –a nosotros mismos y a los demás–, tras el paso del tiempo, en ese “conocido/ borroso y desprendido entre la niebla” (V); la dificultad de establecer una continuidad identitaria no conflictiva. Sin embargo, el tiempo y su fluir son al mismo tiempo fuente de energía vital y poética. En el hermoso poema VII, como si entre sus versos decimocuarto y decimoquinto se hubiese dispuesto un espejo (una vez más la simetría del dolor y la esperanza), se revelan inseparables los aspectos contradictorios de la memoria –tanto la colectiva como la personal–: la “belleza extraña y condenada”; las “alimenticias formas de ternura/ o de espanto feroz en el desastre/ porque el odio alimenta cada día/ igual que la ternura”; “la miga levantándose en el horno/ del parentesco vivo y necesario”, frente a “y envenena/ el pan con que la boca se sostiene”; “un oscuro baúl impredecible/ que arrastro de este lado para el otro” intensificado en “No hay forma de olvidar ese baúl/... / ... un inmenso fardo que nos urge/ doblemente como un cadáver sucio”: la tristeza y la necesidad irremediables de cargar con nuestro bagaje. Frente a la memoria, que “es espesa e indolente”, la desmemoria tampoco supone liberación: “pureza del olvido y su veneno/ como una fruta amarga y excedida” (VIII).
Es importantísima en el libro –central, incluso– la reflexión metapoética, que no se puede separar de la existencial: la incapacidad de vivir sin dolor se refleja, no se sabe bien si a modo de causa o como consecuencia, en la incapacidad del lenguaje para contener la realidad. Así queda claro en el poema X: “Hasta el poema llegan, como islotes/ de óxido y de plancton celular,/ los restos silenciosos del naufragio/ en que quedan los barcos y los hombres/ tras el amor intenso”. El poema es sólo “rumor”, una “abisal distancia deslenguada” lo separa de la realidad amorosa, y “las veintisiete letras rezumadas/ por la líquida masa del amor/ después se vuelven piedra quebradiza” y, sin embargo y necesariamente, “su agalla enrojecida en el vivir”. El poema es “el vértigo”, “la elipsis”, “una ausencia roja y calcinada” e, incluso, a veces se describe en términos de enfermedad (“quiste”, “ganglioma”); “arranca una luz rota de sí mismo/ y comparece absurdo” y, no obstante, “imprescindible” (XI).
El poema XII explica una vez más ese carácter inefable de la realidad, que es independiente de su consideración simbólica por el hombre, de la palabra que la designa y de quien pronuncia ésta: “Ella [la luna] está afuera...,/ se pertenece a sí, nada le incumbe/ la vibración carnal de los fonemas”; “ella es ajena a su propio relumbre,/ al canto y floración de las mareas,/ al nombre como un gesto del amor/ con su escarcha de luz y su derrota”. En XIII, la boca es metonimia del lenguaje, que “nos posee/ y sangra su placenta malherida/ por el empeño en ser no imperceptible,/ no torpe, no entregado a los silencios,/ no estupefacto siempre en cada letra”. La ausencia de verbos principales en este texto contribuye a denotar la impotencia de los “sonidos/ que no saben decirle no a la muerte”, la obligada pasividad de una “boca como vientre penetrado”; en definitiva, el divorcio entre realidad y lenguaje, percibido como drama.
La ausente insiste en un sentimiento de inefabilidad y de culpa asociada a esta incapacidad del poema para decir, culpa que nos hace sospechar que la voz del poeta asume un compromiso ético que, sin embargo, se manifiesta constantemente incapaz de cumplir. En XIV aparece la culpa “si fallamos/ en la conjugación de cada verbo” y se atribuye al lenguaje poético una filiación irracional e incontrolable: se trata de “un golpe de calor en los pulmones/ y de ahí a la lengua que se incendia/ en el nombre elegido torpemente”. Vocablos del campo de la geología (“placa tectónica”) o la biología (“hematíes”) insisten en esa violencia natural y enérgica del poema, que no se supedita a la voluntad de quien escribe.
Pero desarraigo, desconcierto, desposesión de sí mismo, conciencia del dolor e inanidad de la palabra no tienen el desaliento como consecuencia definitiva e irreparable. Tomás Sánchez Santiago escribió a propósito de un anterior libro de Pérez López que en su discurso “amar y nombrar entran en una intersección que sólo puede desembocar en una fértil añadidura que convoca a seguir creyendo en la vida y en la palabra con una limpia unanimidad”. La voz lírica, siempre instalada en la ironía, habla de “este tiempo en el que estoy/ o soy escasamente, pero soy,/ si puedo no decir, y sin embargo/ no tengo otra condena que querer/ la vida con sus uñas, sus perjuicios,/ sus faltas y su risa” (XIV). Viene el dolor de la identificación con el doliente, pero “después el día trae el deseo/ y vienen la alegría y el antojo,/ las hojas diminutas de coraje/ y su apetencia herbívora y feliz/ para rumiar el tiempo y digerirlo” (III). A través de la mirada del niño, el poema IV encarece “la mínima certeza cotidiana/ del mundo en su completa plenitud/ porque una hilacha misma del vivir/ guarda también la flor y su alborozo,/ su ruina y su minucia esplendorosa.”
La voluntad de sobrevivir aparece en relación también con la mencionada imposibilidad de reconocer la identidad propia tras el paso del tiempo, una identidad que se resuelve en un vallejiano y alborozado epifonema: “un modo de encontrarnos sin caer,/ un ¡qué más da! y su abrazo sostenido/ por la copa febril de la alegría” (V). La contradicción se hace obvia en la paradoja del “día que juzga y nos ampara” a un tiempo (VI). Y reclama la solidaridad, exige “de algún modo compañía,/ un canto en que se enreden otras voces/ haciendo más liviano el universo” (IX). En este contrapeso esperanzado juega un papel principal la metáfora del agua, siempre presente en la poesía de Pérez López en sus diversas manifestaciones. El “corazón del agua” (IV) esconde misterios vitales, “amor y mar comparten varias letras/ y la raíz mojada por la sal” (X); pero, además, en un libro con altas dosis de metapoesía, hay una declaración explícita en torno a la metáfora del agua: “si digo agua, viene a mares,/ trae su grito feliz hasta la puerta” (XVI).
El libro se cierra con conciencia de dolor, de una mortalidad siempre matizada por la voluntad del canto: “el hombre se sostiene en su pulmón,/ su corazón de sístole y diástole,/ su canto en la palabra y en la sombra” (XVII). Como en libros anteriores, encontramos en éste un intento de concertar el desconcierto y mitigar la ira que el dolor genera, o de someterlos a límites tolerables; pero este objetivo, parece decirnos la voz lírica, se ha de quedar siempre en la fase de la tentativa. La vida y la escritura, si despejamos la paradoja, consisten esencialmente en seguir intentando.
Creemos apreciar una fuerte influencia del Vallejo de los años treinta en La ausente –y ya se dio algún ejemplo antes–: en cierto uso distanciador del lenguaje procedente de las ciencias naturales; en los conceptos evolucionistas aplicados a la identidad (“para llevar el peso de la sangre/ hasta la conquistada vertical”) y las alusiones a la animalidad del hombre; en los despieces minuciosos del cuerpo en sus diversos miembros e incluso accesorios, dotados por metonimia de entidad y función propia (“el hueso y su cartílago amoroso,/ la oreja, el peine manso y acabado,/ el sexo y su ventura, los pulmones/ comunes en sus zonas cavernosas,/ el mismo corazón y su perenne/ afán de traslación sobre la tierra”); en la presencia de ciertos campos léxicos (como el relacionado con el vocablo “hueso”); o en el mismo tono de, entre otros, el poema V, del que proceden las citas de este párrafo y que tanto recuerda al de Poemas humanos o al de España, aparta de mí este cáliz.
Como en otros libros de Pérez López, predominan en éste una primera persona explícita y un tono general entre sentencioso y confesional, que en la poesía de esta autora asume formas características. En algunos puntos (y esto también es muy vallejiano, aunque Pérez López no persiga los extremos del peruano) se prefieren las soluciones léxicas más sugerentes a las más precisas, como cuando se habla de la “contaduría vertebral” (IX), o de una “fruta excedida” (VIII), o de “letras rezumadas” (X). Dentro de un uso particular de la morfosintaxis (son frecuentes, por ejemplo, la aposición explicativa, la inversión de las cláusulas de las condicionales o el “también” con función ilativa) se destaca, sobre todo, el abundante recurso a la repetición total o parcial del verso inicial a mitad del poema: a veces para reorientar el discurso, otras para aportarle un matiz y, otras muchas, a fin de aliviar la carga subordinativa de los primeros períodos sintácticos y semánticos y hacer viable la unidad o la continuidad del texto. Hablamos, en conclusión, de un discurso maduro, muy consciente de sus contenidos, de sus recursos y de sus aspiraciones. La ausente será sin duda uno de los hitos principales en la carrera literaria de su autora. Galerna. Cuadernos del Matemático.

Desde su título y desde su primer verso (“Me declaro la ausente”), el libro se inscribe en aquello que Julio Ortega definió como discurso de la carencia, en este caso por medio de un frecuente y atinado recurso a la paradoja y el oxímoron. La ausente es un luminoso planto por la identidad percibida como pérdida, por la contradicción del ser, y un canto a la voluntad de vivir pese a todo. En sus páginas, la voz poética desgrana las múltiples facetas del desarraigo y, en primer lugar, la frágil condición del que es y no se pertenece (“Me declaro la ajena,/ la que ... busca ser visible-no visible”, I), del que es consciente de la naturaleza doliente del ser humano (“peleando por mi trozo de dolor”, I). Lo ineludible de la mortalidad se expresa, por ejemplo, mediante una bellísima amplificación de la imagen de la sombra, que enlaza paradójicamente los extremos: “esa zona de umbría y de frontera/ con que el sol nos recuerda el parentesco/ insoportable, estrecho de la muerte” (II). Otro motivo de desposesión aparece en La ausente: la identidad o solidaridad con el agredido, con el que “conoce su extinción” (III): “Llueve también sobre mi corazón dormido” (VI).
Un factor adicional de desgarro lo supone el “hombre que hemos sido en el pasado”: la casi imposibilidad de reconocernos –a nosotros mismos y a los demás–, tras el paso del tiempo, en ese “conocido/ borroso y desprendido entre la niebla” (V); la dificultad de establecer una continuidad identitaria no conflictiva. Sin embargo, el tiempo y su fluir son al mismo tiempo fuente de energía vital y poética. En el hermoso poema VII, como si entre sus versos decimocuarto y decimoquinto se hubiese dispuesto un espejo (una vez más la simetría del dolor y la esperanza), se revelan inseparables los aspectos contradictorios de la memoria –tanto la colectiva como la personal–: la “belleza extraña y condenada”; las “alimenticias formas de ternura/ o de espanto feroz en el desastre/ porque el odio alimenta cada día/ igual que la ternura”; “la miga levantándose en el horno/ del parentesco vivo y necesario”, frente a “y envenena/ el pan con que la boca se sostiene”; “un oscuro baúl impredecible/ que arrastro de este lado para el otro” intensificado en “No hay forma de olvidar ese baúl/... / ... un inmenso fardo que nos urge/ doblemente como un cadáver sucio”: la tristeza y la necesidad irremediables de cargar con nuestro bagaje. Frente a la memoria, que “es espesa e indolente”, la desmemoria tampoco supone liberación: “pureza del olvido y su veneno/ como una fruta amarga y excedida” (VIII).
Es importantísima en el libro –central, incluso– la reflexión metapoética, que no se puede separar de la existencial: la incapacidad de vivir sin dolor se refleja, no se sabe bien si a modo de causa o como consecuencia, en la incapacidad del lenguaje para contener la realidad. Así queda claro en el poema X: “Hasta el poema llegan, como islotes/ de óxido y de plancton celular,/ los restos silenciosos del naufragio/ en que quedan los barcos y los hombres/ tras el amor intenso”. El poema es sólo “rumor”, una “abisal distancia deslenguada” lo separa de la realidad amorosa, y “las veintisiete letras rezumadas/ por la líquida masa del amor/ después se vuelven piedra quebradiza” y, sin embargo y necesariamente, “su agalla enrojecida en el vivir”. El poema es “el vértigo”, “la elipsis”, “una ausencia roja y calcinada” e, incluso, a veces se describe en términos de enfermedad (“quiste”, “ganglioma”); “arranca una luz rota de sí mismo/ y comparece absurdo” y, no obstante, “imprescindible” (XI).
El poema XII explica una vez más ese carácter inefable de la realidad, que es independiente de su consideración simbólica por el hombre, de la palabra que la designa y de quien pronuncia ésta: “Ella [la luna] está afuera...,/ se pertenece a sí, nada le incumbe/ la vibración carnal de los fonemas”; “ella es ajena a su propio relumbre,/ al canto y floración de las mareas,/ al nombre como un gesto del amor/ con su escarcha de luz y su derrota”. En XIII, la boca es metonimia del lenguaje, que “nos posee/ y sangra su placenta malherida/ por el empeño en ser no imperceptible,/ no torpe, no entregado a los silencios,/ no estupefacto siempre en cada letra”. La ausencia de verbos principales en este texto contribuye a denotar la impotencia de los “sonidos/ que no saben decirle no a la muerte”, la obligada pasividad de una “boca como vientre penetrado”; en definitiva, el divorcio entre realidad y lenguaje, percibido como drama.
La ausente insiste en un sentimiento de inefabilidad y de culpa asociada a esta incapacidad del poema para decir, culpa que nos hace sospechar que la voz del poeta asume un compromiso ético que, sin embargo, se manifiesta constantemente incapaz de cumplir. En XIV aparece la culpa “si fallamos/ en la conjugación de cada verbo” y se atribuye al lenguaje poético una filiación irracional e incontrolable: se trata de “un golpe de calor en los pulmones/ y de ahí a la lengua que se incendia/ en el nombre elegido torpemente”. Vocablos del campo de la geología (“placa tectónica”) o la biología (“hematíes”) insisten en esa violencia natural y enérgica del poema, que no se supedita a la voluntad de quien escribe.
Pero desarraigo, desconcierto, desposesión de sí mismo, conciencia del dolor e inanidad de la palabra no tienen el desaliento como consecuencia definitiva e irreparable. Tomás Sánchez Santiago escribió a propósito de un anterior libro de Pérez López que en su discurso “amar y nombrar entran en una intersección que sólo puede desembocar en una fértil añadidura que convoca a seguir creyendo en la vida y en la palabra con una limpia unanimidad”. La voz lírica, siempre instalada en la ironía, habla de “este tiempo en el que estoy/ o soy escasamente, pero soy,/ si puedo no decir, y sin embargo/ no tengo otra condena que querer/ la vida con sus uñas, sus perjuicios,/ sus faltas y su risa” (XIV). Viene el dolor de la identificación con el doliente, pero “después el día trae el deseo/ y vienen la alegría y el antojo,/ las hojas diminutas de coraje/ y su apetencia herbívora y feliz/ para rumiar el tiempo y digerirlo” (III). A través de la mirada del niño, el poema IV encarece “la mínima certeza cotidiana/ del mundo en su completa plenitud/ porque una hilacha misma del vivir/ guarda también la flor y su alborozo,/ su ruina y su minucia esplendorosa.”
La voluntad de sobrevivir aparece en relación también con la mencionada imposibilidad de reconocer la identidad propia tras el paso del tiempo, una identidad que se resuelve en un vallejiano y alborozado epifonema: “un modo de encontrarnos sin caer,/ un ¡qué más da! y su abrazo sostenido/ por la copa febril de la alegría” (V). La contradicción se hace obvia en la paradoja del “día que juzga y nos ampara” a un tiempo (VI). Y reclama la solidaridad, exige “de algún modo compañía,/ un canto en que se enreden otras voces/ haciendo más liviano el universo” (IX). En este contrapeso esperanzado juega un papel principal la metáfora del agua, siempre presente en la poesía de Pérez López en sus diversas manifestaciones. El “corazón del agua” (IV) esconde misterios vitales, “amor y mar comparten varias letras/ y la raíz mojada por la sal” (X); pero, además, en un libro con altas dosis de metapoesía, hay una declaración explícita en torno a la metáfora del agua: “si digo agua, viene a mares,/ trae su grito feliz hasta la puerta” (XVI).
El libro se cierra con conciencia de dolor, de una mortalidad siempre matizada por la voluntad del canto: “el hombre se sostiene en su pulmón,/ su corazón de sístole y diástole,/ su canto en la palabra y en la sombra” (XVII). Como en libros anteriores, encontramos en éste un intento de concertar el desconcierto y mitigar la ira que el dolor genera, o de someterlos a límites tolerables; pero este objetivo, parece decirnos la voz lírica, se ha de quedar siempre en la fase de la tentativa. La vida y la escritura, si despejamos la paradoja, consisten esencialmente en seguir intentando.
Creemos apreciar una fuerte influencia del Vallejo de los años treinta en La ausente –y ya se dio algún ejemplo antes–: en cierto uso distanciador del lenguaje procedente de las ciencias naturales; en los conceptos evolucionistas aplicados a la identidad (“para llevar el peso de la sangre/ hasta la conquistada vertical”) y las alusiones a la animalidad del hombre; en los despieces minuciosos del cuerpo en sus diversos miembros e incluso accesorios, dotados por metonimia de entidad y función propia (“el hueso y su cartílago amoroso,/ la oreja, el peine manso y acabado,/ el sexo y su ventura, los pulmones/ comunes en sus zonas cavernosas,/ el mismo corazón y su perenne/ afán de traslación sobre la tierra”); en la presencia de ciertos campos léxicos (como el relacionado con el vocablo “hueso”); o en el mismo tono de, entre otros, el poema V, del que proceden las citas de este párrafo y que tanto recuerda al de Poemas humanos o al de España, aparta de mí este cáliz.
Como en otros libros de Pérez López, predominan en éste una primera persona explícita y un tono general entre sentencioso y confesional, que en la poesía de esta autora asume formas características. En algunos puntos (y esto también es muy vallejiano, aunque Pérez López no persiga los extremos del peruano) se prefieren las soluciones léxicas más sugerentes a las más precisas, como cuando se habla de la “contaduría vertebral” (IX), o de una “fruta excedida” (VIII), o de “letras rezumadas” (X). Dentro de un uso particular de la morfosintaxis (son frecuentes, por ejemplo, la aposición explicativa, la inversión de las cláusulas de las condicionales o el “también” con función ilativa) se destaca, sobre todo, el abundante recurso a la repetición total o parcial del verso inicial a mitad del poema: a veces para reorientar el discurso, otras para aportarle un matiz y, otras muchas, a fin de aliviar la carga subordinativa de los primeros períodos sintácticos y semánticos y hacer viable la unidad o la continuidad del texto. Hablamos, en conclusión, de un discurso maduro, muy consciente de sus contenidos, de sus recursos y de sus aspiraciones. La ausente será sin duda uno de los hitos principales en la carrera literaria de su autora. Galerna. Cuadernos del Matemático.
jueves, 30 de diciembre de 2004
La bestia más humana
[Máximo Hernández, Zooilógico, Barcelona: La Poesía, señor hidalgo, 2004.]
Conocemos la trayectoria poética de Máximo Hernández desde hace muchos años. Se trata de una figura habitual en cualquiera de los muchos acontecimientos relacionados con la poesía que en Zamora se celebran, y en muchos de ellos como motor principalísimo. Sus últimas obras lo han situado en un lugar de relevancia en el panorama de las letras ibéricas, que se refleja en reconocimientos como el Premio Nacional José Hierro de poesía por Matriz de la ceniza (San Sebastián de los Reyes, 1999); ha publicado también, entre otros títulos, Cerimonial do tempo (Lisboa, 1998), Ciudadano humo (Iria Flavia, 1999) y el espléndido La eficiencia del cielo (Cambrils, 2000). En trámite de edición tiene hoy otros dos poemarios que ahondan en un discurso caracterizado por el compromiso ético, los contenidos existenciales, las estructuras cerradas y unitarias –circulares o cíclicas–, la pluralidad de voces poéticas y una tendencia hacia la alegoría que, habiendo estado siempre presente en sus versos, se acentúa progresivamente en sus últimos inéditos.
Recientemente, no obstante, ha dado al público su Zooilógico (Barcelona, 2004), una colección de poemas breves que tienen por asunto nada menos que la condición humana. Con ser, como es, aparentemente un bestiario, en sus páginas se habla exclusivamente del hombre y sus miserias. No se trata de un libro en la línea de Matriz o La eficiencia: su aliento menos elevado, arraigado en la tradición de los fabulistas y en el que a las veces resuena el acento de Gómez de la Serna (véanse, por ejemplo, “Tenia” o “Hipopótamo”), no excluye sin embargo la disección densa y certera de los personajes escogidos, y rescata al mismo Máximo Hernández que en su día fuera seleccionado en una antología comentada de la poesía satírica universal de todos los tiempos, Los versos satíricos (Barcelona, 2001).
En efecto, en Zooilógico no hay un repertorio de animales. En sus tres secciones, dedicadas respectivamente a la dudosa condición del poeta, a la mortal y aún más dudosa del hombre y a un conjunto de tipos humanos, se analiza por vía de metáfora toda una completa serie de caracteres, unas veces con ternura, otras con ironía y, por fin, algunas con franco menosprecio. En esta última línea satírica encontramos caricaturas del mundo literario,como la del poeta vacuo o la del crítico amargado, pero también escuchamos las voces traspuestas del político, del noctámbulo, del ejecutivo agresivo, del forzado al gimnasio, del macho ibérico... En un par de ocasiones el poeta se ríe abiertamente del hombre como género que se opone al femenino.
Pero no sólo hay sátira en Zooilógico; la reflexión existencial habitual en la poesía de Hernández está presente también aquí, y así respiramos la conciencia de la mortalidad y, con el autor, lamentamos la inutilidad de toda aspiración de trascendencia en poemas como “Araña” o “Ibis sagrado”. La hondura del cante jondo se encuentra en “Flamenco”, un hermoso poema dedicado al llorado Waldo Santos. El suicidio (“Ballena”), los lados oscuro y luminoso del sexo (“Boa constrictor” y “Delfín” respectivamente), una visión tal vez unamuniana de la relación con la divinidad (“Conejillo de Indias”), la duda como parásito (“Tenia”), la contradicción que es esencial en el hombre (“Unicornio” o “Ñu”) y una reflexión sobre el libre albedrío (“Oso”) contribuyen a completar el panorama de lo humano. “Impala” quintaesencia magistralmente, en apenas nueve depurados versos, varios milenios de pensamiento religioso. También hallamos diversos aspectos de la profesión y la actividad del poeta: su identidad frágil y huidiza en “Insecto palo”; su carácter de rastreador silencioso en “Kivi”; o la tensión del tiempo y la memoria del poeta en “Moscón”.
No falta en este bestiario moderno un poema dedicado al “Hombre”. En él se resume quizá la filosofía que impregna todo el poemario, en unos versos en que el ser humano se diferencia de los irracionales por su miedo y su duda perpetua: “Pero, en el fondo, sabe/ que es sólo un animal/ con el miedo añadido/ de quien sabe que es/ y no sabe qué es”. Zooilógico es, además de un recomendable prontuario de personajes (que el lector identificará fácilmente a su alrededor), un manojo de reflexiones que espabilarán más de una conciencia. La Opinión-El Correo de Zamora.

Recientemente, no obstante, ha dado al público su Zooilógico (Barcelona, 2004), una colección de poemas breves que tienen por asunto nada menos que la condición humana. Con ser, como es, aparentemente un bestiario, en sus páginas se habla exclusivamente del hombre y sus miserias. No se trata de un libro en la línea de Matriz o La eficiencia: su aliento menos elevado, arraigado en la tradición de los fabulistas y en el que a las veces resuena el acento de Gómez de la Serna (véanse, por ejemplo, “Tenia” o “Hipopótamo”), no excluye sin embargo la disección densa y certera de los personajes escogidos, y rescata al mismo Máximo Hernández que en su día fuera seleccionado en una antología comentada de la poesía satírica universal de todos los tiempos, Los versos satíricos (Barcelona, 2001).
En efecto, en Zooilógico no hay un repertorio de animales. En sus tres secciones, dedicadas respectivamente a la dudosa condición del poeta, a la mortal y aún más dudosa del hombre y a un conjunto de tipos humanos, se analiza por vía de metáfora toda una completa serie de caracteres, unas veces con ternura, otras con ironía y, por fin, algunas con franco menosprecio. En esta última línea satírica encontramos caricaturas del mundo literario,como la del poeta vacuo o la del crítico amargado, pero también escuchamos las voces traspuestas del político, del noctámbulo, del ejecutivo agresivo, del forzado al gimnasio, del macho ibérico... En un par de ocasiones el poeta se ríe abiertamente del hombre como género que se opone al femenino.
Pero no sólo hay sátira en Zooilógico; la reflexión existencial habitual en la poesía de Hernández está presente también aquí, y así respiramos la conciencia de la mortalidad y, con el autor, lamentamos la inutilidad de toda aspiración de trascendencia en poemas como “Araña” o “Ibis sagrado”. La hondura del cante jondo se encuentra en “Flamenco”, un hermoso poema dedicado al llorado Waldo Santos. El suicidio (“Ballena”), los lados oscuro y luminoso del sexo (“Boa constrictor” y “Delfín” respectivamente), una visión tal vez unamuniana de la relación con la divinidad (“Conejillo de Indias”), la duda como parásito (“Tenia”), la contradicción que es esencial en el hombre (“Unicornio” o “Ñu”) y una reflexión sobre el libre albedrío (“Oso”) contribuyen a completar el panorama de lo humano. “Impala” quintaesencia magistralmente, en apenas nueve depurados versos, varios milenios de pensamiento religioso. También hallamos diversos aspectos de la profesión y la actividad del poeta: su identidad frágil y huidiza en “Insecto palo”; su carácter de rastreador silencioso en “Kivi”; o la tensión del tiempo y la memoria del poeta en “Moscón”.
No falta en este bestiario moderno un poema dedicado al “Hombre”. En él se resume quizá la filosofía que impregna todo el poemario, en unos versos en que el ser humano se diferencia de los irracionales por su miedo y su duda perpetua: “Pero, en el fondo, sabe/ que es sólo un animal/ con el miedo añadido/ de quien sabe que es/ y no sabe qué es”. Zooilógico es, además de un recomendable prontuario de personajes (que el lector identificará fácilmente a su alrededor), un manojo de reflexiones que espabilarán más de una conciencia. La Opinión-El Correo de Zamora.
miércoles, 4 de agosto de 2004
¿Existió una vanguardia zamorana?
[Tomás Sánchez Santiago, Zamora y la vanguardia, Burgos: Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, 2003.]
Qué suerte para Zamora. Porque siempre es una fortuna que un estudioso dedique su trabajo a cualquier aspecto del pasado cultural de la ciudad de uno: no desvelo ningún secreto si recuerdo que conociendo nuestro pasado nos conocemos. Pero si, además, ese estudioso es uno de los poetas más importantes que ha dado Zamora en el siglo XX y para el XXI; si se trata de alguien que, por pertenecer a tan particular gremio, siente como propios los afanes y las derrotas de otros artistas del pasado y sangra por nuestra secular herida del aislamiento y la incuria, entonces, más que de suerte, debemos hablar de deuda ciudadana.
¿Qué sucedió, o, tal vez, qué no sucedió para que Zamora, que en la segunda mitad del siglo XX alumbró las obras de poetas destacadísimos como Claudio Rodríguez, Justo Alejo o Jesús Hilario Tundidor, y que en las postrimerías de la misma centuria y en los inicios de la siguiente cuenta con una densidad de buenos poetas muy superior a la de muchas otras provincias españolas; qué sucedió, decíamos, para que la ciudad del Duero fuese tan absolutamente opaca ante las luces de las vanguardias artísticas en los años veinte y treinta, en plena ebullición de ultraísmos y surrealismos nacionales? Tomás Sánchez Santiago ha publicado un hermoso librito en octavo titulado Zamora y la vanguardia (Burgos: Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, 2003, aunque acaba de aparecer) en el que describe la atmósfera cultural de la Zamora del primer tercio del siglo XX y desgrana las causas de que nuestra ciudad nunca se incorporase a ese tren; aunque ya desde el título del primer capítulo (“Un panorama no tan desalentador”) reserva un espacio para el optimismo. Es prácticamente la primera vez que se le dedica un estudio relevante a este asunto, y Sánchez Santiago lo aborda mediante el atinado manejo de abundante bibliografía literaria e histórica.
Después de situar a la Zamora de los veinte y treinta en su contexto sociohistórico (un índice de alfabetización elevadísimo en relación con el nacional, fruto en buena parte de las diversas actuaciones de la Institución de Libre Enseñanza, frente a una economía depauperada), el autor repasa las diversas manifestaciones culturales zamoranas de la época: las publicaciones periódicas editadas entre 1896 y 1936, la novela utópica Zamora del porvenir, de Eduardo Julián Pérez (1885), la obra de algunas figuras de la literatura local, los esfuerzos del regeneracionismo institucionista en la provincia –incluidas sus Misiones Pedagógicas– o la presencia del cinematógrafo y el teatro. A continuación, determina las que a su juicio son las causas del desdén, cuando no rechazo, de la sociedad cultural zamorana hacia las vanguardias: el anclaje de los poetas locales en el romanticismo más trasnochado –el mismo que décadas más tarde seguirán acusando los poetas carpetovetónicos de Cela–, la paradójica huella del regeneracionismo y la mentalidad novecentista como ideología dominante entre la burguesía liberal zamorana del momento.
A través del comentario de todos estos elementos, Sánchez Santiago dibuja un magnífico panorama reticular de lo que fue la cultura zamorana del reinado de Alfonso XIII y de la II República: un escenario casi impermeable a, por ejemplo, las visitas de Lorca y La Barraca, y en el que brilló por su ausencia la actividad vanguardista que sí se produjo, y con notable brío publicador, en otras capitales castellanas. No obstante, Sánchez Santiago bucea en las bibliotecas y rescata, con todas las reservas necesarias, algunas obras de juventud de Luis Hernández González y Ramiro Ledesma Ramos que sí contienen matices prevanguardistas.
Y, desde luego, se detiene delante de las figuras de tres artistas zamoranos sobresalientes y necesarios a los que el autor ya había dedicado estudios anteriores: el pianista –y compositor de obras perdidas– Miguel Berdión, la pintora toresana Delhy Tejero y el escultor de Cerecinos de Campos, Baltasar Lobo, todos ellos jóvenes y activos en las décadas de la vanguardia, con cuyos protagonistas se relacionaron, fundamentalmente, en el París de Ravel, Casals, Picasso, Brancusi, Modigliani, Matisse, Miró, Breton... Otro será el lugar para glosar las trayectorias de artistas tan singulares, y tan semejantes entre sí por la dura relación que mantuvieron con su provincia natal, a la que sin duda amaron y que durante demasiado tiempo no quiso reconocer unos méritos arraigados en las tendencias artísticas internacionales que ella no sabía asimilar, pues, en palabras del autor de Zamora y la vanguardia, “tenía como único referente obsesivo el aval del orden del pasado para todo cuanto pudiera escapar a su inmediata comprensión”. Concluye el libro con un balance de las tres visitas que a esta capital realizó con distintos motivos Federico García Lorca, y con una mención a su compañero de la Residencia de Estudiantes e íntimo amigo zamorano, el historiador del Derecho José Antonio Rubio Sacristán.
Se trata, por tanto, de un volumen a partir de ahora imprescindible en la bibliografía sobre la cultura y el arte zamoranos del siglo XX; pero también es una lectura indispensable para todo aquél que se quiera acercar con un poco de nostalgia y otro poco de espíritu crítico a lo que fue la Zamora de nuestros abuelos; y a lo que es nuestra Zamora. La Opinión-El Correo de Zamora.

¿Qué sucedió, o, tal vez, qué no sucedió para que Zamora, que en la segunda mitad del siglo XX alumbró las obras de poetas destacadísimos como Claudio Rodríguez, Justo Alejo o Jesús Hilario Tundidor, y que en las postrimerías de la misma centuria y en los inicios de la siguiente cuenta con una densidad de buenos poetas muy superior a la de muchas otras provincias españolas; qué sucedió, decíamos, para que la ciudad del Duero fuese tan absolutamente opaca ante las luces de las vanguardias artísticas en los años veinte y treinta, en plena ebullición de ultraísmos y surrealismos nacionales? Tomás Sánchez Santiago ha publicado un hermoso librito en octavo titulado Zamora y la vanguardia (Burgos: Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, 2003, aunque acaba de aparecer) en el que describe la atmósfera cultural de la Zamora del primer tercio del siglo XX y desgrana las causas de que nuestra ciudad nunca se incorporase a ese tren; aunque ya desde el título del primer capítulo (“Un panorama no tan desalentador”) reserva un espacio para el optimismo. Es prácticamente la primera vez que se le dedica un estudio relevante a este asunto, y Sánchez Santiago lo aborda mediante el atinado manejo de abundante bibliografía literaria e histórica.
Después de situar a la Zamora de los veinte y treinta en su contexto sociohistórico (un índice de alfabetización elevadísimo en relación con el nacional, fruto en buena parte de las diversas actuaciones de la Institución de Libre Enseñanza, frente a una economía depauperada), el autor repasa las diversas manifestaciones culturales zamoranas de la época: las publicaciones periódicas editadas entre 1896 y 1936, la novela utópica Zamora del porvenir, de Eduardo Julián Pérez (1885), la obra de algunas figuras de la literatura local, los esfuerzos del regeneracionismo institucionista en la provincia –incluidas sus Misiones Pedagógicas– o la presencia del cinematógrafo y el teatro. A continuación, determina las que a su juicio son las causas del desdén, cuando no rechazo, de la sociedad cultural zamorana hacia las vanguardias: el anclaje de los poetas locales en el romanticismo más trasnochado –el mismo que décadas más tarde seguirán acusando los poetas carpetovetónicos de Cela–, la paradójica huella del regeneracionismo y la mentalidad novecentista como ideología dominante entre la burguesía liberal zamorana del momento.
A través del comentario de todos estos elementos, Sánchez Santiago dibuja un magnífico panorama reticular de lo que fue la cultura zamorana del reinado de Alfonso XIII y de la II República: un escenario casi impermeable a, por ejemplo, las visitas de Lorca y La Barraca, y en el que brilló por su ausencia la actividad vanguardista que sí se produjo, y con notable brío publicador, en otras capitales castellanas. No obstante, Sánchez Santiago bucea en las bibliotecas y rescata, con todas las reservas necesarias, algunas obras de juventud de Luis Hernández González y Ramiro Ledesma Ramos que sí contienen matices prevanguardistas.
Y, desde luego, se detiene delante de las figuras de tres artistas zamoranos sobresalientes y necesarios a los que el autor ya había dedicado estudios anteriores: el pianista –y compositor de obras perdidas– Miguel Berdión, la pintora toresana Delhy Tejero y el escultor de Cerecinos de Campos, Baltasar Lobo, todos ellos jóvenes y activos en las décadas de la vanguardia, con cuyos protagonistas se relacionaron, fundamentalmente, en el París de Ravel, Casals, Picasso, Brancusi, Modigliani, Matisse, Miró, Breton... Otro será el lugar para glosar las trayectorias de artistas tan singulares, y tan semejantes entre sí por la dura relación que mantuvieron con su provincia natal, a la que sin duda amaron y que durante demasiado tiempo no quiso reconocer unos méritos arraigados en las tendencias artísticas internacionales que ella no sabía asimilar, pues, en palabras del autor de Zamora y la vanguardia, “tenía como único referente obsesivo el aval del orden del pasado para todo cuanto pudiera escapar a su inmediata comprensión”. Concluye el libro con un balance de las tres visitas que a esta capital realizó con distintos motivos Federico García Lorca, y con una mención a su compañero de la Residencia de Estudiantes e íntimo amigo zamorano, el historiador del Derecho José Antonio Rubio Sacristán.
Se trata, por tanto, de un volumen a partir de ahora imprescindible en la bibliografía sobre la cultura y el arte zamoranos del siglo XX; pero también es una lectura indispensable para todo aquél que se quiera acercar con un poco de nostalgia y otro poco de espíritu crítico a lo que fue la Zamora de nuestros abuelos; y a lo que es nuestra Zamora. La Opinión-El Correo de Zamora.
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jueves, 2 de mayo de 2002
El compromiso de Jorge Rodríguez Padrón
El 19 de abril de 2001 tuvo lugar en Santa Cruz de Tenerife la primera de dos jornadas convocadas por el Cabildo de esta isla para reconocer la labor de una llamada Generación de los 70 de narradores canarios. Se trataba de un encuentro moderado por el profesor Domingo-Luis Hernández y al que asistían, como conferenciante, el crítico Jorge Rodríguez Padrón y, como contertulios, los novelistas Juan Pedro Castañeda, Juan Cruz, Fernando Delgado, Luis León Barreto y Alberto Omar.
A Jorge Rodríguez Padrón no le asusta escandalizar al público, ni disgustar a unas autoridades que, por haber invitado a un orador a sus tribunas (que, no lo olvidemos, son públicas), creen a veces haber ganado el derecho a su complacencia. En aquella ocasión, el revuelo entre los narradores canarios fue mayúsculo: no siempre lo llaman a uno para que asista a la evidencia de sus dejaciones y desistimientos. Rodríguez Padrón denunció sin ambages a quienes, a su juicio, han dejado de entregarse a la literatura y lo han hecho al mercado de la literatura.
La reacción de algunos de los asistentes en aquel momento fue airada. Juan Pedro Castañeda acusó al conferenciante de derrotista y de no haberse leído sus últimas novelas. Fernando Delgado se negó a reconocerse en las palabras de Rodríguez Padrón acerca de confundir la literatura con el show business. Luis Alemany, por su parte, agradeció su diatriba como una “provocación valiosa”.
Aproximadamente un año después tenemos en nuestras manos el texto ampliado de aquella conferencia, publicado en la colección “La condición insular” bajo el título Narrativa en Canarias: compromiso y dimisiones (Canarias: Tauro, 2002). Se trata de un volumen editado primorosamente y cuya lectura nos parece obligatoria para todo aquel que se considere un lector crítico de la literatura canaria.
En él evoca Rodríguez Padrón los inaugurales años setenta y una narrativa que, escribe, “con osadía sin límites, dijimos que íbamos a refundar”. Se trataba entonces de buscar el camino de una novela que explicase la identidad y la memoria insulares, y al mismo tiempo se insertase en el contexto de la literatura en castellano. Recuerda cómo “hirvieron los suplementos culturales; se incendió la actividad editorial [...]; el activismo universitario contribuyó a esa toma de conciencia [...]; las presentaciones de libros y los debates sobre la nueva novela fueron los rituales de aquella fe recién nacida [...]”. Pero previamente ha lamentado “cómo, poco a poco, el negocio ha ido devorándolo todo”.
Ya en el 89 Rodríguez Padrón había revisado públicamente la postura mantenida en Una aproximación a la nueva narrativa en Canarias (Santa Cruz de Tenerife: Aula de Cultura, 1985). En esta ocasión vuelve a atacar a “los enemigos más peligrosos” que acechan a la narrativa canaria: “el miedo a dar el paso decisivo”, que el autor observa en la literatura insular desde Alonso Quesada; y “la búsqueda obsesiva de popularidad” como finalidad del oficio del escritor.
Rodríguez Padrón reivindica lo cosmopolita y lo connotativo o sugerente: frente a los límites impuestos, prefiere un discurso de posibilidades. Prefiere “una lengua [...] que siempre trata de margullar hasta el doble o triple fondo de las cosas, de la memoria”. Cree que lo canario en la literatura consiste en algo tan rico y fronterizo como “mirar la realidad de forma oblicua”.
Arremete contra el abandono de la escritura como forma de vida y contra un acceso viciado a la literatura nacional: “en vez de hacer la aportación de su diferencia a la novela española, aunque para conseguirlo hubieran de mantener su marginalidad combativa, prefirieron sumergirse en las mansas aguas del decir general”. Para Padrón, en lugar de una censura a la vieja usanza, “hay componendas e intereses, hay connivencia y disimulo, para dejar al margen todo criterio independiente, toda voz que incorpore diferencia o disidencia al discurso establecido; que sólo se oiga una palabra susurrante y gris que nada arriesgue”. Las “ingeniosidades de media columna” han sustituido, según Padrón, al discurso veraz de los inicios, y en esto señala un vicio que es general en la literatura española de hoy y que domina el panorama editorial.
Rechaza las fórmulas pobres y reiterativas, más próximas al lenguaje de la información que al relato y a la conversación y que imponen menor hondura de pensamiento. Para el crítico palmense, el periodismo ataca la literatura por su condición de lenguaje rápido, descuidado y poco denso; y por su tratamiento hacia los mismos narradores, cuyas personas pasan a ser más importantes que sus obras para los medios informativos.
Otro motivo del adocenamiento de la narrativa canaria es, para Rodríguez Padrón, de índole sociopolítica. Lamenta el autor el autonomismo y el nacionalismo como anteojeras que limitan la cultura popular a estereotipos comerciales y la manipulan de forma no demasiado distinta a la del centralismo anterior. Reclama la vuelta de los escritores al inconformismo y se declara desengañado de la novela, en relación con la cual utiliza los términos “traición”, “desnaturalización” y “dimisión” por parte de unos narradores “que han pensado más en ellos como personajes públicos que en la obra en la cual deberían haberse comprometido”.
Para Rodríguez Padrón, la profesión del escritor supone sobre todo un compromiso, un “vivir la literatura” y no un “vivir de la literatura”. Y, si la literatura es una actividad que tiene que ver con la reflexión detenida y con una “profundidad milenaria” en la lectura, no hace falta decir que no guarda parentesco alguno con el éxito rápido, el comercio o el poder. Su responsabilidad esencial, que es un compromiso moral, es con el lenguaje. En ese terreno de la fidelidad y de un lenguaje verdaderamente diferente, señala Rodríguez Padrón a Luis Alemany, Rafael Arozarena, Emilio Sánchez Ortiz, algunos libros de Juan Cruz y “sobre todo, la construcción sólida y madurada de una escritura novelesca y de un mundo propio” por Juan José Armas Marcelo.
No hay más remedio, si somos honestos, que mostrar nuestro acuerdo con los planteamientos estéticos de Jorge Rodríguez Padrón. A ello hay que unir la alta calidad literaria de su discurso crítico, que en este nuevo librito se traduce en una amena lectura repleta de jugosos elementos destrivializadores. Canarias 7.
A Jorge Rodríguez Padrón no le asusta escandalizar al público, ni disgustar a unas autoridades que, por haber invitado a un orador a sus tribunas (que, no lo olvidemos, son públicas), creen a veces haber ganado el derecho a su complacencia. En aquella ocasión, el revuelo entre los narradores canarios fue mayúsculo: no siempre lo llaman a uno para que asista a la evidencia de sus dejaciones y desistimientos. Rodríguez Padrón denunció sin ambages a quienes, a su juicio, han dejado de entregarse a la literatura y lo han hecho al mercado de la literatura.
La reacción de algunos de los asistentes en aquel momento fue airada. Juan Pedro Castañeda acusó al conferenciante de derrotista y de no haberse leído sus últimas novelas. Fernando Delgado se negó a reconocerse en las palabras de Rodríguez Padrón acerca de confundir la literatura con el show business. Luis Alemany, por su parte, agradeció su diatriba como una “provocación valiosa”.
Aproximadamente un año después tenemos en nuestras manos el texto ampliado de aquella conferencia, publicado en la colección “La condición insular” bajo el título Narrativa en Canarias: compromiso y dimisiones (Canarias: Tauro, 2002). Se trata de un volumen editado primorosamente y cuya lectura nos parece obligatoria para todo aquel que se considere un lector crítico de la literatura canaria.
En él evoca Rodríguez Padrón los inaugurales años setenta y una narrativa que, escribe, “con osadía sin límites, dijimos que íbamos a refundar”. Se trataba entonces de buscar el camino de una novela que explicase la identidad y la memoria insulares, y al mismo tiempo se insertase en el contexto de la literatura en castellano. Recuerda cómo “hirvieron los suplementos culturales; se incendió la actividad editorial [...]; el activismo universitario contribuyó a esa toma de conciencia [...]; las presentaciones de libros y los debates sobre la nueva novela fueron los rituales de aquella fe recién nacida [...]”. Pero previamente ha lamentado “cómo, poco a poco, el negocio ha ido devorándolo todo”.
Ya en el 89 Rodríguez Padrón había revisado públicamente la postura mantenida en Una aproximación a la nueva narrativa en Canarias (Santa Cruz de Tenerife: Aula de Cultura, 1985). En esta ocasión vuelve a atacar a “los enemigos más peligrosos” que acechan a la narrativa canaria: “el miedo a dar el paso decisivo”, que el autor observa en la literatura insular desde Alonso Quesada; y “la búsqueda obsesiva de popularidad” como finalidad del oficio del escritor.
Rodríguez Padrón reivindica lo cosmopolita y lo connotativo o sugerente: frente a los límites impuestos, prefiere un discurso de posibilidades. Prefiere “una lengua [...] que siempre trata de margullar hasta el doble o triple fondo de las cosas, de la memoria”. Cree que lo canario en la literatura consiste en algo tan rico y fronterizo como “mirar la realidad de forma oblicua”.
Arremete contra el abandono de la escritura como forma de vida y contra un acceso viciado a la literatura nacional: “en vez de hacer la aportación de su diferencia a la novela española, aunque para conseguirlo hubieran de mantener su marginalidad combativa, prefirieron sumergirse en las mansas aguas del decir general”. Para Padrón, en lugar de una censura a la vieja usanza, “hay componendas e intereses, hay connivencia y disimulo, para dejar al margen todo criterio independiente, toda voz que incorpore diferencia o disidencia al discurso establecido; que sólo se oiga una palabra susurrante y gris que nada arriesgue”. Las “ingeniosidades de media columna” han sustituido, según Padrón, al discurso veraz de los inicios, y en esto señala un vicio que es general en la literatura española de hoy y que domina el panorama editorial.
Rechaza las fórmulas pobres y reiterativas, más próximas al lenguaje de la información que al relato y a la conversación y que imponen menor hondura de pensamiento. Para el crítico palmense, el periodismo ataca la literatura por su condición de lenguaje rápido, descuidado y poco denso; y por su tratamiento hacia los mismos narradores, cuyas personas pasan a ser más importantes que sus obras para los medios informativos.
Otro motivo del adocenamiento de la narrativa canaria es, para Rodríguez Padrón, de índole sociopolítica. Lamenta el autor el autonomismo y el nacionalismo como anteojeras que limitan la cultura popular a estereotipos comerciales y la manipulan de forma no demasiado distinta a la del centralismo anterior. Reclama la vuelta de los escritores al inconformismo y se declara desengañado de la novela, en relación con la cual utiliza los términos “traición”, “desnaturalización” y “dimisión” por parte de unos narradores “que han pensado más en ellos como personajes públicos que en la obra en la cual deberían haberse comprometido”.
Para Rodríguez Padrón, la profesión del escritor supone sobre todo un compromiso, un “vivir la literatura” y no un “vivir de la literatura”. Y, si la literatura es una actividad que tiene que ver con la reflexión detenida y con una “profundidad milenaria” en la lectura, no hace falta decir que no guarda parentesco alguno con el éxito rápido, el comercio o el poder. Su responsabilidad esencial, que es un compromiso moral, es con el lenguaje. En ese terreno de la fidelidad y de un lenguaje verdaderamente diferente, señala Rodríguez Padrón a Luis Alemany, Rafael Arozarena, Emilio Sánchez Ortiz, algunos libros de Juan Cruz y “sobre todo, la construcción sólida y madurada de una escritura novelesca y de un mundo propio” por Juan José Armas Marcelo.
No hay más remedio, si somos honestos, que mostrar nuestro acuerdo con los planteamientos estéticos de Jorge Rodríguez Padrón. A ello hay que unir la alta calidad literaria de su discurso crítico, que en este nuevo librito se traduce en una amena lectura repleta de jugosos elementos destrivializadores. Canarias 7.
viernes, 18 de enero de 2002
Cela: el personaje y la obra
De todos los personajes nacidos de su magín, ninguno es tan célebre como el que Cela fabricó a medida de su propia persona. Algunos hemos saboreado Mazurca para dos muertos, y algunos más La colmena, que es desde tiempos casi inmemoriales lectura obligatoria en los planes de estudios de Secundaria; pero todos, sin excepción, recordamos las anécdotas televisivas, las boutades del marqués de Iria Flavia, los desplantes ante moros y cristianos. Si Cela fue un novelista leído, aún más fue un personaje público admirado y odiado con igual intensidad por unos y otros, más allá de la calidad de su obra.
Sin pararnos mucho a pensar, nos viene a la memoria su célebre desprecio al Cervantes, un premio “suficientemente cubierto de mierda” hasta el momento en que -de manera indudable- se hizo justicia concediéndoselo. Recordamos el número de la choferesa negra y alcarreña; la televisiva afirmación del narrador de poder absorber una determinada cantidad de líquido por vía anal con sólo la potencia de sus músculos o esfínteres; las acusaciones de plagio, nunca demostradas; o sus polémicas declaraciones sobre los homosexuales en el contexto del centenario de Lorca: no se puede decir que tuviera pelos en la lengua.
Ha sido Carlos Casares quien ha propuesto el modelo de Dalí para que comprendamos mejor el personaje de Cela: “en público se ha comportado como él ha creído conveniente para la difusión y venta de su obra”. Sin alcanzar los extravagantes extremos del pintor de Cadaqués, a Cela se le ha criticado mucho que nunca adquiriese más compromiso que consigo mismo. Hay que corregir: Cela -y a sus obras podemos remitirnos- tenía un compromiso grave e inextricable con la palabra. Hasta el más acérrimo detractor reconocerá que nunca descansó: su capacidad de trabajo, su afán experimentador -aun ya octogenario-, la valiosa ironía, la ternura omnipresente en sus textos y una labor lexicográfica rigurosísima nos indican que Cela era mucho más que el personaje que accedió a enredarse en el patio de Monipodio de los premios de alguna pujante editorial.
Hoy queda la obra. La familia de Pascual Duarte supone un hito en la historia de las literaturas hispánicas, y es la novela española más traducida después del Quijote. Acerca de La colmena, ese admirable retablo de la posguerra española censurado por las autoridades franquistas, ha escrito Alonso Zamora Vicente que “no estaba en la mente de Cela [...] escribir un libelo acusatorio. Pero [...] la estructura política se reconoció, se vio asaeteada de reproches y echó por el camino de enmedio”. La colmena marca un antes y un después en la narrativa universal del siglo XX. Es, frente al presunto carácter conservador de su autor, una denuncia desnuda e irresponsable, y es también un catálogo veraz de seres humanos, por no hablar del despliegue de recursos técnicos que ofrece al gusto. El verdadero creador lo es incluso a su pesar.
Se ha dicho que las novelas posteriores del iriense nunca alcanzaron las cotas de calidad establecidas por el Pascual Duarte y La colmena. Pero aquí defendemos que cualquiera de sus últimos libros, en pluma de otros autores, habría sido saludado como hallazgo. Cristo versus Arizona es un ejercicio de honestidad verbal. Madera de boj es un retorno a la poesía y a lo visionario, siempre presente la voluntad de forjar mundos. Martín de Riquer ha afirmado con toda razón que Cela renovó la lengua castellana. Cuando los siglos ejerzan su labor imprescindible e inevitable de criba, es muy probable que CJC, ya sin título de nobleza ni premio Nobel, despojado de anécdotas, lejos de etiquetas vacías como realismo y tremendismo, siga engrosando el escogido número de los que habitan el Parnaso. Canarias 7.
Sin pararnos mucho a pensar, nos viene a la memoria su célebre desprecio al Cervantes, un premio “suficientemente cubierto de mierda” hasta el momento en que -de manera indudable- se hizo justicia concediéndoselo. Recordamos el número de la choferesa negra y alcarreña; la televisiva afirmación del narrador de poder absorber una determinada cantidad de líquido por vía anal con sólo la potencia de sus músculos o esfínteres; las acusaciones de plagio, nunca demostradas; o sus polémicas declaraciones sobre los homosexuales en el contexto del centenario de Lorca: no se puede decir que tuviera pelos en la lengua.
Ha sido Carlos Casares quien ha propuesto el modelo de Dalí para que comprendamos mejor el personaje de Cela: “en público se ha comportado como él ha creído conveniente para la difusión y venta de su obra”. Sin alcanzar los extravagantes extremos del pintor de Cadaqués, a Cela se le ha criticado mucho que nunca adquiriese más compromiso que consigo mismo. Hay que corregir: Cela -y a sus obras podemos remitirnos- tenía un compromiso grave e inextricable con la palabra. Hasta el más acérrimo detractor reconocerá que nunca descansó: su capacidad de trabajo, su afán experimentador -aun ya octogenario-, la valiosa ironía, la ternura omnipresente en sus textos y una labor lexicográfica rigurosísima nos indican que Cela era mucho más que el personaje que accedió a enredarse en el patio de Monipodio de los premios de alguna pujante editorial.
Hoy queda la obra. La familia de Pascual Duarte supone un hito en la historia de las literaturas hispánicas, y es la novela española más traducida después del Quijote. Acerca de La colmena, ese admirable retablo de la posguerra española censurado por las autoridades franquistas, ha escrito Alonso Zamora Vicente que “no estaba en la mente de Cela [...] escribir un libelo acusatorio. Pero [...] la estructura política se reconoció, se vio asaeteada de reproches y echó por el camino de enmedio”. La colmena marca un antes y un después en la narrativa universal del siglo XX. Es, frente al presunto carácter conservador de su autor, una denuncia desnuda e irresponsable, y es también un catálogo veraz de seres humanos, por no hablar del despliegue de recursos técnicos que ofrece al gusto. El verdadero creador lo es incluso a su pesar.
Se ha dicho que las novelas posteriores del iriense nunca alcanzaron las cotas de calidad establecidas por el Pascual Duarte y La colmena. Pero aquí defendemos que cualquiera de sus últimos libros, en pluma de otros autores, habría sido saludado como hallazgo. Cristo versus Arizona es un ejercicio de honestidad verbal. Madera de boj es un retorno a la poesía y a lo visionario, siempre presente la voluntad de forjar mundos. Martín de Riquer ha afirmado con toda razón que Cela renovó la lengua castellana. Cuando los siglos ejerzan su labor imprescindible e inevitable de criba, es muy probable que CJC, ya sin título de nobleza ni premio Nobel, despojado de anécdotas, lejos de etiquetas vacías como realismo y tremendismo, siga engrosando el escogido número de los que habitan el Parnaso. Canarias 7.
miércoles, 6 de junio de 2001
Una fiesta de los sentidos
Muchos pensarán que los libros son cosa del espíritu. Paradójicamente, una feria de libro viejo y de ocasión es, además, todo un regalo para los sentidos del buen aficionado. Quienes pertenecen a esa especie rara e incomprendida que son los bibliófilos saben que el contacto con un libro, y especialmente con un libro viejo, desafía al que lo toma en sus manos con toda una serie de estímulos no muy lejanos a los que en el gourmet despiertan los platos mejor aliñados.
Cuando rebuscamos en los anaqueles repletos de pieles gastadas y de papeles que amarillean, es inevitable un leve picor en las narices: las partículas de polvo añejo que arrojan a la atmósfera los libros al ser manipulados, hojeados o cerrados con un pequeño golpe aportan un entrañable elemento de sacrificio, parecido al lagrimeo del cocinero al cortar la cebolla. Las yemas de los dedos sucias al terminar el huroneo por las estanterías son también consustanciales con esta actividad.
La vista conoce el amarilleo característico que proporcionan los muchos años de sol; las manchas que procuran la humedad y el moho; el desgaste que en lomos y cantones provoca el mucho uso. El bibliófilo avezado distingue colecciones y editoriales ipso facto, sólo por sus características físicas. Si encuentra algo que le gusta, exagera su cara de desinterés al preguntar el precio. El librero avezado, por su parte, reconoce ese gesto y nunca rebajará el artículo. Una vez en casa, el coleccionista experimentará el deleite de abrir con el abrecartas, uno a uno, los pliegos del libro que permanecía intonso (pocas palabras hay tan hermosas en el diccionario), a la espera de un dueño y lector.
Los que gustan del libro de ocasión conocen el placer sublime que reporta el encontrar en la fila de los 3 por 1.500 aquel ejemplar que llevaban buscando años, esa monografía apasionante publicada por una editorial humilde y con poco acceso a la distribución, muy poco vendida, descatalogada pronto y, por tanto, condenada al agujero de los restos de edición. Después de dar tumbos por almacenes y puestos de feria, de cambiar de manos sumergidos en la marea de los lotes comprados y vendidos casi al peso, el libro encontró su destinatario; porque de esto se trata: de cumplir un destino. Todo libro llega a su lector; es cuestión de tiempo. Canarias 7 Fuerteventura.
Cuando rebuscamos en los anaqueles repletos de pieles gastadas y de papeles que amarillean, es inevitable un leve picor en las narices: las partículas de polvo añejo que arrojan a la atmósfera los libros al ser manipulados, hojeados o cerrados con un pequeño golpe aportan un entrañable elemento de sacrificio, parecido al lagrimeo del cocinero al cortar la cebolla. Las yemas de los dedos sucias al terminar el huroneo por las estanterías son también consustanciales con esta actividad.
La vista conoce el amarilleo característico que proporcionan los muchos años de sol; las manchas que procuran la humedad y el moho; el desgaste que en lomos y cantones provoca el mucho uso. El bibliófilo avezado distingue colecciones y editoriales ipso facto, sólo por sus características físicas. Si encuentra algo que le gusta, exagera su cara de desinterés al preguntar el precio. El librero avezado, por su parte, reconoce ese gesto y nunca rebajará el artículo. Una vez en casa, el coleccionista experimentará el deleite de abrir con el abrecartas, uno a uno, los pliegos del libro que permanecía intonso (pocas palabras hay tan hermosas en el diccionario), a la espera de un dueño y lector.
Los que gustan del libro de ocasión conocen el placer sublime que reporta el encontrar en la fila de los 3 por 1.500 aquel ejemplar que llevaban buscando años, esa monografía apasionante publicada por una editorial humilde y con poco acceso a la distribución, muy poco vendida, descatalogada pronto y, por tanto, condenada al agujero de los restos de edición. Después de dar tumbos por almacenes y puestos de feria, de cambiar de manos sumergidos en la marea de los lotes comprados y vendidos casi al peso, el libro encontró su destinatario; porque de esto se trata: de cumplir un destino. Todo libro llega a su lector; es cuestión de tiempo. Canarias 7 Fuerteventura.
martes, 9 de enero de 2001
Conversaciones en la tahona
Después de sus estudios en Las Palmas, don Manuel Barroso Alfaro marchó a Caracas en 1960, donde continuó su formación y hoy reside. Nacido en Ampuyenta, no olvidó nunca sus orígenes; prueba de ello es la serie de libros que ha entregado al Servicio de Publicaciones del Cabildo de Fuerteventura, que en 1997 le publicó la biografía Doctor Mena y Mesa, médico ilustre de Fuerteventura, sobre un interesante personaje del siglo XIX majorero que se cuenta entre sus antepasados. A fines del 2000 que acabamos de cerrar ha aparecido Conversaciones en la tahona, compendio insustituible, ameno y bien ordenado de datos etnográficos e históricos sobre la Ampuyenta de entre 1945 y 1953.
Don Manuel no es un gran escritor; sí es, en cambio, una persona metódica, rigurosa y generosa de sus conocimientos. Volvió con cierta frecuencia a la isla que lo vio nacer y a su admirable memoria añadió numerosas informaciones y algunas de las preciosas posesiones de sus antepasados, que de otra forma se hubieran perdido. Menciona en su librito, como de pasada y pidiendo siempre disculpas por la digresión, las circunstancias en que diversos enseres se encontraban allá por los 50 y, cuando es posible, su actual localización y estado. Todo ello procede de un intenso afán por la conservación del pasado y de la notable voluntad archivística de don Manuel.
Conversaciones en la tahona va a ser de ahora en adelante una obra -casi un manual- fundamental a la hora de comprender el ciclo de la agricultura en la Fuerteventura de mediados de siglo: la siembra, la lluvia, la arrancada, la peonada, la saca, la trilla, el aviento, el tabloneo. Con una retórica un tanto acartonada, muy propia del más tradicional ambiente cultural hispanoamericano, Barroso Alfaro describe con gran eficacia y viveza las faenas del campo, los aperos, las bestias, los lugares, las palabras y las personas, explicando todo aquello cuyo significado no resulte evidente para un lector foráneo y, no obstante, conservando la intimidad y el cariño con respecto a hechos que recuerda como propios.
También se detiene en otras labores propias de la vida rural aunque no directamente relacionadas con la agricultura: el arreglo de caminos, el desentullir los pozos, la torta, etc. Cierra el volumen con un capítulo dedicado a la fiesta de San Pedro de Alcántara, patrón de Ampuyenta, en la que la claridad del recuerdo es admirable. Con un tono siempre positivo, invita a los actuales majoreros a beber de sus orígenes, a conocerlos para tender un camino al futuro y a no despreciar las virtudes de aquellos majoreros, que él resume en tres principales: la honestidad, la creatividad y la laboriosidad.
Barroso Alfaro incluye en su muy completa descripción de la Fuerteventura de su niñez datos geográficos, sociales, históricos, laborales, ciudadanos, religiosos, artísticos, naturales... Su memoria se convierte en valioso requisito de nuestro saber, y sus exhortaciones, aun teñidas de cierto católico e inoportuno lirismo y pasadas por un prisma evidentemente conservador, son encomiables. Él, porque no es nacionalista ni pertenece a secta alguna, es capaz de citar a Anton Chejov: “habla y escribe de tu pueblo y serás universal”. Canarias 7 Fuerteventura.
Don Manuel no es un gran escritor; sí es, en cambio, una persona metódica, rigurosa y generosa de sus conocimientos. Volvió con cierta frecuencia a la isla que lo vio nacer y a su admirable memoria añadió numerosas informaciones y algunas de las preciosas posesiones de sus antepasados, que de otra forma se hubieran perdido. Menciona en su librito, como de pasada y pidiendo siempre disculpas por la digresión, las circunstancias en que diversos enseres se encontraban allá por los 50 y, cuando es posible, su actual localización y estado. Todo ello procede de un intenso afán por la conservación del pasado y de la notable voluntad archivística de don Manuel.
Conversaciones en la tahona va a ser de ahora en adelante una obra -casi un manual- fundamental a la hora de comprender el ciclo de la agricultura en la Fuerteventura de mediados de siglo: la siembra, la lluvia, la arrancada, la peonada, la saca, la trilla, el aviento, el tabloneo. Con una retórica un tanto acartonada, muy propia del más tradicional ambiente cultural hispanoamericano, Barroso Alfaro describe con gran eficacia y viveza las faenas del campo, los aperos, las bestias, los lugares, las palabras y las personas, explicando todo aquello cuyo significado no resulte evidente para un lector foráneo y, no obstante, conservando la intimidad y el cariño con respecto a hechos que recuerda como propios.
También se detiene en otras labores propias de la vida rural aunque no directamente relacionadas con la agricultura: el arreglo de caminos, el desentullir los pozos, la torta, etc. Cierra el volumen con un capítulo dedicado a la fiesta de San Pedro de Alcántara, patrón de Ampuyenta, en la que la claridad del recuerdo es admirable. Con un tono siempre positivo, invita a los actuales majoreros a beber de sus orígenes, a conocerlos para tender un camino al futuro y a no despreciar las virtudes de aquellos majoreros, que él resume en tres principales: la honestidad, la creatividad y la laboriosidad.
Barroso Alfaro incluye en su muy completa descripción de la Fuerteventura de su niñez datos geográficos, sociales, históricos, laborales, ciudadanos, religiosos, artísticos, naturales... Su memoria se convierte en valioso requisito de nuestro saber, y sus exhortaciones, aun teñidas de cierto católico e inoportuno lirismo y pasadas por un prisma evidentemente conservador, son encomiables. Él, porque no es nacionalista ni pertenece a secta alguna, es capaz de citar a Anton Chejov: “habla y escribe de tu pueblo y serás universal”. Canarias 7 Fuerteventura.
jueves, 30 de noviembre de 2000
Cuando los números, desgraciadamente, cuadran
[Máximo Hernández, La eficiencia del cielo, Cambrils (Tarragona): Trujal, 2000.]
Hasta hace escasos años, Máximo Hernández había sido uno de esos poetas ocultos que desgranan su labor en la oscuridad de su cuarto, sin dar cuenta a nadie de sus hallazgos. Supuso su primer acercamiento a lo público la dirección, al alimón con José Gregorio Ojínaga, del Aula de Poesía de la llamada Escuela de Sabiduría Popular, academia de carácter no institucional que había nacido en Zamora como fruto del singular movimiento cívico que llevara a cabo la toma pacífica del antiguo Cuartel Viriato en 1994 y su posterior ocupación y uso por diversos colectivos. A finales de 1995, junto con Julio Marinas, Carlos Martín Miñambres, el citado Ojínaga y quien firma estas líneas, funda en la misma capital la Asociación Cultural Lucerna, en cuyo seno desarrolla diversas actividades creativas, gestoras, críticas y editoriales, siempre en torno al mundo de la poesía.
Estas experiencias lo animan a dar a conocer su creación y, en cuestión de apenas un lustro, publica varios poemarios y cuadernos poéticos, entre ellos Desde la isla (Zamora, 1998), Rumor de tu existencia (Cambrils, 1998), Cerimonial do tempo (Lisboa, 1998), Matriz de la ceniza (San Sebastián de los Reyes, 1999) y Ciudadano Humo (Padrón, 1999), así como un cuaderno de greguerías, Algo más que un paseo (Zamora, 1996). Ha participado en las antologías y poemarios colectivos Poeti europei (Roma, 1998), La alquitara poética (Béjar, 1998), Gatos, gatos, gatos. Bestiario (Madrid, 1999) y Tempestades de amor contra los cielos. Homenaje a José Agustín Goytisolo (Cambrils, 2000). Es habitual colaborador en tertulias y recitales, al igual que en revistas de creación como Los Cuadernos del Sornabique (Béjar), Cuadernos del Matemático (Getafe), Batarro (Almería), Prima Littera (Rivas-Vaciamadrid), El Extramundi y los papeles de Iria Flavia (Padrón) o Poesía, por ejemplo (Madrid). La alta calidad de su poesía, bien refrendada por su rápida difusión, fue reconocida en 1998 con la concesión del Premio Nacional de Poesía José Hierro a Matriz de la ceniza, un magnífico ejercicio de personalidad poética y uno de los libros de mayor rigor y lucidez publicados en España en los últimos años. De Matriz se puede elogiar el alarde métrico, la ausencia de compromiso con escuelas o capillitas, el cincelado de su compartimentación o la coherencia de su sistema de pensamiento.
Es ahora el turno de La eficiencia del cielo. Y lo primero que llama la atención en él es la exactitud minuciosa de su ensambladura, algo que, sin embargo, forma parte de la poética de Hernández y que siempre pugna por, cuando menos, asomar en sus libros. En este caso, como puede observar el lector, no existe tal asomo, sino aritmética insolencia: el poemario se divide en dos series paralelas, encabezadas por una cita bíblica cada una, y cada una de estas series a su vez en cinco secciones que constan de siete poemas de siete versos de siete sílabas...; y el título de cada poema es la suma de un heptasílabo y un sustantivo que, a modo de epítome, completa la breve composición. Hay que observar que, además, da paso a este complejo polinomio un poema introductorio de siete versos alejandrinos que se llama, precisamente, “Ajuste de cuentas”, y lo clausura el titulado “Resolver el problema: Álgebra”. El tradicional valor mágico del número siete preside todo el poemario y lo impregna de un simbolismo entre sacro e irreverente, y los múltiples paralelismos hacen más contundente si cabe la denuncia que los versos emiten contra el desengañador paso del tiempo. La cita del Evangelio de San Mateo que abre el libro aclara el enunciado de la ecuación: “setenta veces siete”.
Este encaje de bolillos métrico y arquitectónico podría parecer gratuito alarde si no reflejase también una fuerte voluntad de correlación conceptual. Las citas veterotestamentarias que abren las dos series manifiestan una impotente protesta: el pacto bíblico, expresado en términos numéricos que coinciden sospechosamente con las circunstancias biográficas del autor (“...y vuestros hijos serán nómadas cuarenta años en el desierto...”) se revela vano, no eficiente. La tierra de promisión que supuestamente nos espera en la edad adulta no contiene otra cosa que desazón, pérdida de la inocencia, despertar a la violencia o al tedio, conciencia de la mortalidad. Así, la palabra y el concepto de circo, que inicialmente acogen un espacio de diversión y maravilla para el niño, degeneran para abarcar en la segunda serie todo lo que de grotesco, por cruel o estéril, contiene el mundo. La escuela y las vacaciones, que en la primera parte son ámbitos inaugurales y esperanzados del conocimiento, en la segunda se reducen a apenas manuales de descarnadas lecciones cotidianas.
La eficiencia del cielo, a través de dos visiones del mundo contrapuestas y simbólicamente separadas por cuarenta años cuya solución de continuidad estriba en una desnuda cita del Deuteronomio, consigue que el lector perciba y sufra como brusco tránsito lo que habitualmente consiste en largo proceso: el paso de la lozanía a la decrepitud, de la inocencia a la hipocresía, del juego a la violencia, del aprendizaje a la alienación. En la percepción sensorial del niño, el sencillo “chaparrón de sal” que esperan las patatas asadas es nada menos que “sazón del mundo”; para los sentidos del hombre maduro, en cambio, el espectáculo milagroso del ocaso, interpretado en el genial, hermosísimo poema “Ojos entre dos luces: Crepúsculo”, no significa otra cosa que “labor y cansancio / trémulos, absolutos”. No cabe mayor abismo entre el entusiasmo y la desesperanza, y de aquí lo trágico del celestial incumplimiento. De aquí el duro reproche existencial.
Pues existencial es la raíz de la poesía de Máximo Hernández. No es, como decíamos antes, la primera vez que combina ese trasfondo filosófico con estructuras cerradas, diseñadas con criterios matemáticos; el entramado de Matriz de la ceniza ya era muy estricto. El afán del poeta por el orden, los números significativos y los ciclos viene de antes: ya en un poema extenso de 1992, “Círculo”, describía la vida como un girar casi eterno en una espiral de repeticiones y desencanto. La medida disposición de Matriz de la ceniza y de La eficiencia del cielo no sólo es, y lo es, gusto por la simetría y el unitarismo formal, ni tampoco la deformación profesional del funcionario que ha visto discurrir casi todos los aspectos de la vida en los litúrgicos términos del debe y el haber. Es, sobre todo, signo de la redondez de la existencia, y también de su misma inanidad, ominosa e indignante, que a veces llama a la rebelión y otras al desarraigo. Prólogo del libro.

Estas experiencias lo animan a dar a conocer su creación y, en cuestión de apenas un lustro, publica varios poemarios y cuadernos poéticos, entre ellos Desde la isla (Zamora, 1998), Rumor de tu existencia (Cambrils, 1998), Cerimonial do tempo (Lisboa, 1998), Matriz de la ceniza (San Sebastián de los Reyes, 1999) y Ciudadano Humo (Padrón, 1999), así como un cuaderno de greguerías, Algo más que un paseo (Zamora, 1996). Ha participado en las antologías y poemarios colectivos Poeti europei (Roma, 1998), La alquitara poética (Béjar, 1998), Gatos, gatos, gatos. Bestiario (Madrid, 1999) y Tempestades de amor contra los cielos. Homenaje a José Agustín Goytisolo (Cambrils, 2000). Es habitual colaborador en tertulias y recitales, al igual que en revistas de creación como Los Cuadernos del Sornabique (Béjar), Cuadernos del Matemático (Getafe), Batarro (Almería), Prima Littera (Rivas-Vaciamadrid), El Extramundi y los papeles de Iria Flavia (Padrón) o Poesía, por ejemplo (Madrid). La alta calidad de su poesía, bien refrendada por su rápida difusión, fue reconocida en 1998 con la concesión del Premio Nacional de Poesía José Hierro a Matriz de la ceniza, un magnífico ejercicio de personalidad poética y uno de los libros de mayor rigor y lucidez publicados en España en los últimos años. De Matriz se puede elogiar el alarde métrico, la ausencia de compromiso con escuelas o capillitas, el cincelado de su compartimentación o la coherencia de su sistema de pensamiento.
Es ahora el turno de La eficiencia del cielo. Y lo primero que llama la atención en él es la exactitud minuciosa de su ensambladura, algo que, sin embargo, forma parte de la poética de Hernández y que siempre pugna por, cuando menos, asomar en sus libros. En este caso, como puede observar el lector, no existe tal asomo, sino aritmética insolencia: el poemario se divide en dos series paralelas, encabezadas por una cita bíblica cada una, y cada una de estas series a su vez en cinco secciones que constan de siete poemas de siete versos de siete sílabas...; y el título de cada poema es la suma de un heptasílabo y un sustantivo que, a modo de epítome, completa la breve composición. Hay que observar que, además, da paso a este complejo polinomio un poema introductorio de siete versos alejandrinos que se llama, precisamente, “Ajuste de cuentas”, y lo clausura el titulado “Resolver el problema: Álgebra”. El tradicional valor mágico del número siete preside todo el poemario y lo impregna de un simbolismo entre sacro e irreverente, y los múltiples paralelismos hacen más contundente si cabe la denuncia que los versos emiten contra el desengañador paso del tiempo. La cita del Evangelio de San Mateo que abre el libro aclara el enunciado de la ecuación: “setenta veces siete”.
Este encaje de bolillos métrico y arquitectónico podría parecer gratuito alarde si no reflejase también una fuerte voluntad de correlación conceptual. Las citas veterotestamentarias que abren las dos series manifiestan una impotente protesta: el pacto bíblico, expresado en términos numéricos que coinciden sospechosamente con las circunstancias biográficas del autor (“...y vuestros hijos serán nómadas cuarenta años en el desierto...”) se revela vano, no eficiente. La tierra de promisión que supuestamente nos espera en la edad adulta no contiene otra cosa que desazón, pérdida de la inocencia, despertar a la violencia o al tedio, conciencia de la mortalidad. Así, la palabra y el concepto de circo, que inicialmente acogen un espacio de diversión y maravilla para el niño, degeneran para abarcar en la segunda serie todo lo que de grotesco, por cruel o estéril, contiene el mundo. La escuela y las vacaciones, que en la primera parte son ámbitos inaugurales y esperanzados del conocimiento, en la segunda se reducen a apenas manuales de descarnadas lecciones cotidianas.
La eficiencia del cielo, a través de dos visiones del mundo contrapuestas y simbólicamente separadas por cuarenta años cuya solución de continuidad estriba en una desnuda cita del Deuteronomio, consigue que el lector perciba y sufra como brusco tránsito lo que habitualmente consiste en largo proceso: el paso de la lozanía a la decrepitud, de la inocencia a la hipocresía, del juego a la violencia, del aprendizaje a la alienación. En la percepción sensorial del niño, el sencillo “chaparrón de sal” que esperan las patatas asadas es nada menos que “sazón del mundo”; para los sentidos del hombre maduro, en cambio, el espectáculo milagroso del ocaso, interpretado en el genial, hermosísimo poema “Ojos entre dos luces: Crepúsculo”, no significa otra cosa que “labor y cansancio / trémulos, absolutos”. No cabe mayor abismo entre el entusiasmo y la desesperanza, y de aquí lo trágico del celestial incumplimiento. De aquí el duro reproche existencial.
Pues existencial es la raíz de la poesía de Máximo Hernández. No es, como decíamos antes, la primera vez que combina ese trasfondo filosófico con estructuras cerradas, diseñadas con criterios matemáticos; el entramado de Matriz de la ceniza ya era muy estricto. El afán del poeta por el orden, los números significativos y los ciclos viene de antes: ya en un poema extenso de 1992, “Círculo”, describía la vida como un girar casi eterno en una espiral de repeticiones y desencanto. La medida disposición de Matriz de la ceniza y de La eficiencia del cielo no sólo es, y lo es, gusto por la simetría y el unitarismo formal, ni tampoco la deformación profesional del funcionario que ha visto discurrir casi todos los aspectos de la vida en los litúrgicos términos del debe y el haber. Es, sobre todo, signo de la redondez de la existencia, y también de su misma inanidad, ominosa e indignante, que a veces llama a la rebelión y otras al desarraigo. Prólogo del libro.
martes, 31 de octubre de 2000
Fuerteventura, ¿1904?
Cierro hoy la lectura de Por Fuerteventura, el libro de viajes publicado en 1904 por el lanzaroteño Isaac Viera y reeditado con primor por el servicio de publicaciones del Cabildo de Fuerteventura.[1] De su centenar y medio de páginas, escritas en una prosa decimonónica y amiga de frases hechas y citas más bien necias que a veces llegan incluso a irritar al lector, éste puede, no obstante, entresacar información interesante y, sobre todo, contemplar el dibujo de un ambiente, de un momento histórico irrepetible.
Viera recorre la isla a principios de siglo y aplica en su descripción una ideología utilitarista y enemiga de caciquismos caducos, pero apegada al catolicismo y a lo políticamente correcto de la época. Intelectualmente poco denso, su formación literaria parecería extensa a juzgar por las numerosas y variadas citas (Dante, Quevedo, Duque de Rivas, Cervantes, Iriarte, Fray Luis...), si éstas no se integrasen artificialmente en su discurso ni causasen sensación de erudición vana, justo aquello para lo que las citas nunca deben servir.
Entrevera el autor pensamientos, descripciones de paisajes y tipos, algún episodio cinegético chusco, coplas más bien infames, reflexiones más o menos líricas y noticias biográficas de personajes de la historia y la actualidad majorera de entonces, sin excluir fragmentos próximos a los ecos de sociedad. Destacan las anécdotas narradas acerca del doctor Tomás Mena y Mesa, pero el periodista conejero también se detiene en el político Ramón F. Castañeyra, el industrial José Franchy del Castillo, el banquero Juan Rodríguez y González, etc. El discurso, no muy homogéneo, va y viene continuamente entre la tópica alabanza de aldea, por un lado, y una decidida confianza positivista en la ciencia y en el progreso económico, por otro.
Denuesta Viera la figura del antiguo cacique que se opone a las libertades, ejemplificada por Agustín Manrique de Cabrera, en cuya familia fuera hereditario el coronelato de la isla hasta el siglo XIX. Elogia encendidamente, en cambio, a elementos sobresalientes de la burguesía rampante como Ramón F. Castañeyra (el buen cacique del profesor Navarro Artiles) en Puerto del Rosario, Tomás Mena y Mesa en La Ampuyenta o Pedro Cabrera Brito en Pájara; al último lo llama “factotum de la política” en el sur de la Isla y “hombre que por su propio esfuerzo logró levantarse sobre el nivel de sus convecinos”.
Escribe en la página 67: “Contando, como cuenta Fuerteventura, con esas materias primas, las personas que imprimen la marcha del progreso de esta región hacen bien en trabajar de consuno por el mejoramiento de la clase proletaria y por el desarrollo industrial de este pueblo... Ese noble batallar de las clases directoras en pro de los intereses populares...”, etc. La nítida distinción entre artífices y beneficiarios del progreso y el entendimiento de la relación que existe entre ellos como filantrópica y, por consiguiente, no como algo justo ni exigible, remiten a épocas y regímenes remotos que los libros de historia incluyen en sus índices bajo el epígrafe Despotismo ilustrado.
Parece convencido don Isaac de la importancia del papel del notable, al estilo del grande hombre de Sarmiento o el héroe de Carlyle: el personaje que, por la sola virtud de su pronunciada personalidad y gracias a su natural generoso, determina el progreso de un pueblo. No nos debe sorprender que Viera mantenga semejante simpleza so capa de progresismo en torno a 1900: cien años más tarde, en Fuerteventura hay quienes aún confían los destinos políticos de la colectividad a la que pertenecen al más atroz personalismo, como si las ideologías -y las urnas- no existiesen.
Todavía hoy es oportuno recordar que los cargos públicos no regalan graciosamente nada, sino que invierten la hacienda pública, que proviene de los impuestos de todos, con la obligación de emplear criterios de equidad y de adecuación al beneficio de la comunidad. Son nuestros empleados, no nuestros padres. Canarias 7 Fuerteventura.
NOTAS
[1] Isaac VIERA, Por Fuerteventura (pueblos y villorrios), prólogo de J. Franchy y Roca, Puerto del Rosario: Cabildo Insular de Fuerteventura, 1999; reproducción facsimilar de la edición de Las Palmas: Imprenta y Litografía de Martínez y Franchy, 1904.
Viera recorre la isla a principios de siglo y aplica en su descripción una ideología utilitarista y enemiga de caciquismos caducos, pero apegada al catolicismo y a lo políticamente correcto de la época. Intelectualmente poco denso, su formación literaria parecería extensa a juzgar por las numerosas y variadas citas (Dante, Quevedo, Duque de Rivas, Cervantes, Iriarte, Fray Luis...), si éstas no se integrasen artificialmente en su discurso ni causasen sensación de erudición vana, justo aquello para lo que las citas nunca deben servir.
Entrevera el autor pensamientos, descripciones de paisajes y tipos, algún episodio cinegético chusco, coplas más bien infames, reflexiones más o menos líricas y noticias biográficas de personajes de la historia y la actualidad majorera de entonces, sin excluir fragmentos próximos a los ecos de sociedad. Destacan las anécdotas narradas acerca del doctor Tomás Mena y Mesa, pero el periodista conejero también se detiene en el político Ramón F. Castañeyra, el industrial José Franchy del Castillo, el banquero Juan Rodríguez y González, etc. El discurso, no muy homogéneo, va y viene continuamente entre la tópica alabanza de aldea, por un lado, y una decidida confianza positivista en la ciencia y en el progreso económico, por otro.
Denuesta Viera la figura del antiguo cacique que se opone a las libertades, ejemplificada por Agustín Manrique de Cabrera, en cuya familia fuera hereditario el coronelato de la isla hasta el siglo XIX. Elogia encendidamente, en cambio, a elementos sobresalientes de la burguesía rampante como Ramón F. Castañeyra (el buen cacique del profesor Navarro Artiles) en Puerto del Rosario, Tomás Mena y Mesa en La Ampuyenta o Pedro Cabrera Brito en Pájara; al último lo llama “factotum de la política” en el sur de la Isla y “hombre que por su propio esfuerzo logró levantarse sobre el nivel de sus convecinos”.
Escribe en la página 67: “Contando, como cuenta Fuerteventura, con esas materias primas, las personas que imprimen la marcha del progreso de esta región hacen bien en trabajar de consuno por el mejoramiento de la clase proletaria y por el desarrollo industrial de este pueblo... Ese noble batallar de las clases directoras en pro de los intereses populares...”, etc. La nítida distinción entre artífices y beneficiarios del progreso y el entendimiento de la relación que existe entre ellos como filantrópica y, por consiguiente, no como algo justo ni exigible, remiten a épocas y regímenes remotos que los libros de historia incluyen en sus índices bajo el epígrafe Despotismo ilustrado.
Parece convencido don Isaac de la importancia del papel del notable, al estilo del grande hombre de Sarmiento o el héroe de Carlyle: el personaje que, por la sola virtud de su pronunciada personalidad y gracias a su natural generoso, determina el progreso de un pueblo. No nos debe sorprender que Viera mantenga semejante simpleza so capa de progresismo en torno a 1900: cien años más tarde, en Fuerteventura hay quienes aún confían los destinos políticos de la colectividad a la que pertenecen al más atroz personalismo, como si las ideologías -y las urnas- no existiesen.
Todavía hoy es oportuno recordar que los cargos públicos no regalan graciosamente nada, sino que invierten la hacienda pública, que proviene de los impuestos de todos, con la obligación de emplear criterios de equidad y de adecuación al beneficio de la comunidad. Son nuestros empleados, no nuestros padres. Canarias 7 Fuerteventura.
NOTAS
[1] Isaac VIERA, Por Fuerteventura (pueblos y villorrios), prólogo de J. Franchy y Roca, Puerto del Rosario: Cabildo Insular de Fuerteventura, 1999; reproducción facsimilar de la edición de Las Palmas: Imprenta y Litografía de Martínez y Franchy, 1904.
domingo, 16 de julio de 2000
La búsqueda de Juan Manuel de Prada
[Juan Manuel de Prada, Las esquinas del aire. En busca de Ana María Martínez Sagi, Barcelona: Planeta, 2000.]
Como el mismo Prada ha manifestado, su último libro es de difícil catalogación, aunque en el prólogo intente encuadrarlo en el género que los anglosajones han denominado quest. Podríamos hablar, en cualquier caso, de la biografía novelada de Ana María Martínez Sagi; pero, tratándose de un libro de tanta calidad, la adscripción a un género u otro resulta irrelevante. Las esquinas del aire retoma la veta que el autor ya había explotado en su cuento “Gálvez”, de El silencio del patinador (1995), en Las máscaras del héroe (1996), en Armando Buscarini o El arte de pasar hambre (1996) y en otros trabajos publicados en revistas sobre autores de nuestra bohemia anterior a la guerra civil. El volumen, por tanto, se aleja visiblemente del compromiso editorial que supuso su novela anterior para volver al más genuino compromiso con la literatura que siempre había caracterizado la obra de Prada. Es patente que el autor siente su última entrega, de igual forma que en La tempestad (1997) se palpaba una deplorable ausencia de cariño y de implicación personal, que se traslucía en la falta general de interés y de originalidad de la novela, por no hablar de los errores semánticos y sintácticos que sólo podían obedecer a una redacción apresurada y a una corrección descuidada.
El protagonista de la pesquisa en que consiste Las esquinas del aire sale de su ciudad natal (una pequeña capital de provincias de inmediata identificación, que siempre será mencionada como “mi ciudad levítica” y denostada por su palurdo provincianismo) para emprender la búsqueda del personaje de Ana María Martínez Sagi, encontrado por casualidad en las páginas de una colección de entrevistas de César González-Ruano. Prada cumple su difícil propósito de interesar al desocupado lector en una árida indagación de carácter más filológico o bibliográfico que detectivesco, y por el camino va convirtiendo a una escritora más bien mediocre en un personaje rico y cautivador y, por otro lado, emblemático de la evolución social e histórica de Cataluña y del resto de España en el siglo XX.
La prosa de Prada es una de las más cuidadas y exuberantes de nuestro presente narrativo. Muy consciente de que el buen lector espera de un libro literatura y no periodismo, ni mucho menos eso que segregan tantos autores que disfrazan su incultura y su desconocimiento del lenguaje tras el marchamo de lo joven (y, sí, me refiero a gente como Mestre, Mañas o Etxebarría), Prada permite que el lector, que ya casi estaba resignado, vuelva a ser feliz usando el diccionario, disfrutando de la inteligente inauguración de un uso traslaticio o sintiendo la necesidad de detener por unos instantes la lectura para reflexionar sobre un pensamiento que no sea pedestre ni zafio. Su complejidad sintáctica no hace concesiones, y su léxico abundantísimo, preñado de referencias culturales y populares y aún enriquecido por personales componentes figurados, simbólicos y metafóricos, siguen debiendo bastante al método de Gómez de la Serna. En esta ocasión, además, el autor deja de caer en los tics expresivos que todavía maculaban Las máscaras del héroe y que llegaban a hacer penosa la lectura de La tempestad.
Prada se muestra ducho en la creación de ambientes miserables y en la descripción de sentimientos mezquinos. Ya lo estuvo en sus anteriores libros, y en éste encontramos pasajes deslumbrantes e inquietantes como aquél en que narra la ruptura entre el protagonista y Gonzalo Martel, el viejo escritor fracasado (pp. 53-54). Sin embargo, el espíritu de resentimiento que parecía dominar los libros de Prada, un punto de vista que hacía de toda relación humana, y en especial de la amorosa, indecente comercio o corrupción irrespirable, se alivia en Las esquinas del aire notablemente. Persiste la mezquindad, literariamente tan fructífera, pero esta vez tratada como una arista más en una realidad poliédrica que abre algunas de sus ventanas a un concepto regenerador o luminoso del amor y de la amistad; así sucede entre el protagonista y Jimena, así llega a revelarse su amistad con Tabares y así se concibe también la relación que posteriormente se constituirá en fantasmal leitmotiv de la existencia y de la obra de Ana María Martínez Sagi.
Prada sabe que no hay narración de calidad sin una buena caracterización de los personajes. En los suyos advertimos un componente autobiográfico notable; el protagonista de la búsqueda es, en muchas ocasiones, trasunto del Prada de épocas pasadas, aunque no muy lejanas: un joven escritor que quiere huir de la ciudad provinciana que lo consume, que encuentra un estimulante contraste vital en Madrid y que se entusiasma en la persecución del fantasma de la Sagi. El personaje de Jimena es también rastreable en la biografía de Prada, y a este mismo respecto no es necesario aclarar nada acerca del genial personaje que conocemos como “el poeta Gimferrer”, hacia quien el relato connota una simpatía y una admiración que no impiden que el episodio protagonizado por el poeta catalán se convierta en uno de los ejemplos de explícita caricatura más sobresalientes y divertidos de nuestra literatura. En la caracterización, el autor recurre con frecuencia a los símiles cinematográficos, como si de esta forma pretendiera dotarlos de un rostro identificable por el lector o por él mismo. Así, el enfermo Martel “tenía un parecido pavoroso con Peter Cushing” (p. 20), y el rostro de la adorable Jimena “recordaba al de esas actrices de antaño, Sylvia Sidney o Gene Tierney” (p. 95), y además “es el vivo retrato de Machiko Kyo [...], la actriz fetiche de Mizoguchi” (p. 113). Por lo general, Prada cuida mucho la descripción de sus protagonistas, incluyendo minuciosamente su catadura física y sus enfermedades, su talla moral y los precedentes biográficos que explican su personalidad. En sus retratos, tanto individuales como colectivos, suele aparecer la sátira, como es el caso de los “escritores famosillos” que pueblan el mundillo literario español y entre los que es fácil reconocer a algún miembro lamentable de la más televisiva intelligentsia (pp. 86-87 y 171-172); e incluso una saludable autosátira.
No es posible que una novela aparezca sin error ni errata alguna, máxime cuando consta de casi seiscientas páginas en las que se despliega tal abundancia de vocablos y expresiones. Me disgusta bastante el tropiezo del autor en esa moda que consiste en asegurar que algo es “lo mejor” o “la crema” mediante la tonta expresión “estar en la pomada”, más propia de comentaristas deportivos, aunque sea en boca de un personaje y en tono coloquial (p. 60). Posible errata es “evacua” en vez de “evacúa” (p. 71), pero es reprobable solecismo la frase “como así [...] fue”, que hay que atribuir a su amplia difusión por la televisión (p. 121). En cierta ocasión utiliza Prada “catre” como sinónimo de “cabecera”, lo que constituye un despiste léxico (p. 411). Un “Yavhé” en vez de “Yahvé” es metátesis casi perdonable (p. 445), y, finalmente, el adjetivo “horras” aplicado como sinónimo de “vacías” al sustantivo “tripas”, una licencia quizá excesiva (p. 496). Así y todo, el manejo del lenguaje por parte de Prada, tanto por su conocimiento como por el partido que saca de insospechadas, novedosas posibilidades expresivas, supera al de todos sus coetáneos; solamente es precisa la consolidación de su dominio de los registros para que el zamorano sea reconocido sin reservas como el mejor prosista español de su generación y uno de los más destacados de los últimos cincuenta años.
Subsiste la duda que sobre la calidad de Prada como fabulador proyectó en su día su antiguo mentor, Francisco Umbral. Es cierto que lo mejor del zamorano (Las máscaras del héroe, Las esquinas del aire) ha salido de amplios y metódicos trabajos de documentación; y que el intento de auténtica ficción que supone La tempestad fue fallido. Personalmente atribuyo la baja calidad y el escaso poder de convicción de la novela ganadora del Planeta a su carácter de novela de encargo; y nunca olvido que uno de los mejores relatos breves que he leído nunca, “Los antípodas”, publicado en aquella curiosa antología de Lengua de Trapo llamada Páginas amarillas (1997), no está firmado por Borges ni por Cortázar, sino por Juan Manuel de Prada. Por otra parte, nada hay que objetar a las labores de documentación si su resultado es un libro tan profesionalmente literario, de lectura tan enjundiosa y que proporcione una perspectiva tan personal y desautomatizadora como Las esquinas del aire. Papel Literario. Prima Littera. La Página.

El protagonista de la pesquisa en que consiste Las esquinas del aire sale de su ciudad natal (una pequeña capital de provincias de inmediata identificación, que siempre será mencionada como “mi ciudad levítica” y denostada por su palurdo provincianismo) para emprender la búsqueda del personaje de Ana María Martínez Sagi, encontrado por casualidad en las páginas de una colección de entrevistas de César González-Ruano. Prada cumple su difícil propósito de interesar al desocupado lector en una árida indagación de carácter más filológico o bibliográfico que detectivesco, y por el camino va convirtiendo a una escritora más bien mediocre en un personaje rico y cautivador y, por otro lado, emblemático de la evolución social e histórica de Cataluña y del resto de España en el siglo XX.
La prosa de Prada es una de las más cuidadas y exuberantes de nuestro presente narrativo. Muy consciente de que el buen lector espera de un libro literatura y no periodismo, ni mucho menos eso que segregan tantos autores que disfrazan su incultura y su desconocimiento del lenguaje tras el marchamo de lo joven (y, sí, me refiero a gente como Mestre, Mañas o Etxebarría), Prada permite que el lector, que ya casi estaba resignado, vuelva a ser feliz usando el diccionario, disfrutando de la inteligente inauguración de un uso traslaticio o sintiendo la necesidad de detener por unos instantes la lectura para reflexionar sobre un pensamiento que no sea pedestre ni zafio. Su complejidad sintáctica no hace concesiones, y su léxico abundantísimo, preñado de referencias culturales y populares y aún enriquecido por personales componentes figurados, simbólicos y metafóricos, siguen debiendo bastante al método de Gómez de la Serna. En esta ocasión, además, el autor deja de caer en los tics expresivos que todavía maculaban Las máscaras del héroe y que llegaban a hacer penosa la lectura de La tempestad.
Prada se muestra ducho en la creación de ambientes miserables y en la descripción de sentimientos mezquinos. Ya lo estuvo en sus anteriores libros, y en éste encontramos pasajes deslumbrantes e inquietantes como aquél en que narra la ruptura entre el protagonista y Gonzalo Martel, el viejo escritor fracasado (pp. 53-54). Sin embargo, el espíritu de resentimiento que parecía dominar los libros de Prada, un punto de vista que hacía de toda relación humana, y en especial de la amorosa, indecente comercio o corrupción irrespirable, se alivia en Las esquinas del aire notablemente. Persiste la mezquindad, literariamente tan fructífera, pero esta vez tratada como una arista más en una realidad poliédrica que abre algunas de sus ventanas a un concepto regenerador o luminoso del amor y de la amistad; así sucede entre el protagonista y Jimena, así llega a revelarse su amistad con Tabares y así se concibe también la relación que posteriormente se constituirá en fantasmal leitmotiv de la existencia y de la obra de Ana María Martínez Sagi.
Prada sabe que no hay narración de calidad sin una buena caracterización de los personajes. En los suyos advertimos un componente autobiográfico notable; el protagonista de la búsqueda es, en muchas ocasiones, trasunto del Prada de épocas pasadas, aunque no muy lejanas: un joven escritor que quiere huir de la ciudad provinciana que lo consume, que encuentra un estimulante contraste vital en Madrid y que se entusiasma en la persecución del fantasma de la Sagi. El personaje de Jimena es también rastreable en la biografía de Prada, y a este mismo respecto no es necesario aclarar nada acerca del genial personaje que conocemos como “el poeta Gimferrer”, hacia quien el relato connota una simpatía y una admiración que no impiden que el episodio protagonizado por el poeta catalán se convierta en uno de los ejemplos de explícita caricatura más sobresalientes y divertidos de nuestra literatura. En la caracterización, el autor recurre con frecuencia a los símiles cinematográficos, como si de esta forma pretendiera dotarlos de un rostro identificable por el lector o por él mismo. Así, el enfermo Martel “tenía un parecido pavoroso con Peter Cushing” (p. 20), y el rostro de la adorable Jimena “recordaba al de esas actrices de antaño, Sylvia Sidney o Gene Tierney” (p. 95), y además “es el vivo retrato de Machiko Kyo [...], la actriz fetiche de Mizoguchi” (p. 113). Por lo general, Prada cuida mucho la descripción de sus protagonistas, incluyendo minuciosamente su catadura física y sus enfermedades, su talla moral y los precedentes biográficos que explican su personalidad. En sus retratos, tanto individuales como colectivos, suele aparecer la sátira, como es el caso de los “escritores famosillos” que pueblan el mundillo literario español y entre los que es fácil reconocer a algún miembro lamentable de la más televisiva intelligentsia (pp. 86-87 y 171-172); e incluso una saludable autosátira.
No es posible que una novela aparezca sin error ni errata alguna, máxime cuando consta de casi seiscientas páginas en las que se despliega tal abundancia de vocablos y expresiones. Me disgusta bastante el tropiezo del autor en esa moda que consiste en asegurar que algo es “lo mejor” o “la crema” mediante la tonta expresión “estar en la pomada”, más propia de comentaristas deportivos, aunque sea en boca de un personaje y en tono coloquial (p. 60). Posible errata es “evacua” en vez de “evacúa” (p. 71), pero es reprobable solecismo la frase “como así [...] fue”, que hay que atribuir a su amplia difusión por la televisión (p. 121). En cierta ocasión utiliza Prada “catre” como sinónimo de “cabecera”, lo que constituye un despiste léxico (p. 411). Un “Yavhé” en vez de “Yahvé” es metátesis casi perdonable (p. 445), y, finalmente, el adjetivo “horras” aplicado como sinónimo de “vacías” al sustantivo “tripas”, una licencia quizá excesiva (p. 496). Así y todo, el manejo del lenguaje por parte de Prada, tanto por su conocimiento como por el partido que saca de insospechadas, novedosas posibilidades expresivas, supera al de todos sus coetáneos; solamente es precisa la consolidación de su dominio de los registros para que el zamorano sea reconocido sin reservas como el mejor prosista español de su generación y uno de los más destacados de los últimos cincuenta años.
Subsiste la duda que sobre la calidad de Prada como fabulador proyectó en su día su antiguo mentor, Francisco Umbral. Es cierto que lo mejor del zamorano (Las máscaras del héroe, Las esquinas del aire) ha salido de amplios y metódicos trabajos de documentación; y que el intento de auténtica ficción que supone La tempestad fue fallido. Personalmente atribuyo la baja calidad y el escaso poder de convicción de la novela ganadora del Planeta a su carácter de novela de encargo; y nunca olvido que uno de los mejores relatos breves que he leído nunca, “Los antípodas”, publicado en aquella curiosa antología de Lengua de Trapo llamada Páginas amarillas (1997), no está firmado por Borges ni por Cortázar, sino por Juan Manuel de Prada. Por otra parte, nada hay que objetar a las labores de documentación si su resultado es un libro tan profesionalmente literario, de lectura tan enjundiosa y que proporcione una perspectiva tan personal y desautomatizadora como Las esquinas del aire. Papel Literario. Prima Littera. La Página.
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