No es necesario presentar la figura pública de Santiago Alfonso López Navia (Madrid, 1961). Doctor en filología y en ciencias de la educación, cervantista ilustre, participante en numerosos proyectos sobre el Siglo de Oro y, en particular, autor de una decena de libros sobre la materia, maestro de retórica, catedrático y gestor universitario, editor en La Discreta, animador cultural, poeta, narrador… Pocos campos hay, de los relacionados con la palabra escrita (y cantada), que el autor no haya tocado y en el que no haya dejado testimonio de rigor y bonhomía. De él dijo alguien que “su vida pública es recta y consistente”, y no es la única alusión que he encontrado a ese rasgo suyo de la rectitud pública. En tanto que poeta tampoco hacía falta mi presentación, así que me limitaré a dejar constancia de tres o cuatro reflexiones que me suscitó la lectura de Tregua, este libro que tienes entre las manos, afortunado lector, y que me honra prologar.
El poeta Santiago A. López Navia (Madrid, 1961).
1. Este poeta y este libro
Conociendo algunos de los golpes que, vallejianamente, la vida le va dando últimamente al poeta y de los que le deseamos pronta liberación, el contenido de Tregua se podría antojar circunstancial si no hubiéramos leído su producción anterior. Impresiona, en ese sentido, la maciza consistencia del discurso lopeznaviano. Este poemario del dolor y el poema homónimo con el que el autor lo abre a modo de breve guía de lectura tienen antecedentes directos a lo largo de su obra, ya desde su primer libro. Si hoy la voz lírica suplica “tan solo […] una tregua”, una pausa en el sufrimiento, un “alivio” en el desierto, un descanso aun fugaz para tornar al camino, en el “Soneto duodécimo” de Tremendo arcángel reclamaba en tono casi idéntico “una paz que venga desatando/ promesas de reposo sin medida”. Al final del mismo poemario, rematado por dos sonetos insertos gozosamente en la tradición galaicoportuguesa de la poesía castellana, se queja también de “a manca/ de paz que hoxe me creba o pensamento”. El ruego, por tanto, no es nuevo, pero es que estamos ante un poeta constante en sus preocupaciones y coherente en su discurso.
Es, sí, un poeta de una pieza aunque se presente bajo distintos disfraces. El juego de heterónimos, tan fructífero en el pasado en la pluma de monstruos de fecundidad y de profundidad como Pessoa o Machado, adopta a lo largo de la obra de López Navia los avatares de Jacobo Sadness, amigo de juventud del autor; del mismísimo Cide Hamete Benengeli, historiador eximio; de Antero Freire, ermitaño y maestro de Sadness; de un trovador anónimo… Jacobo Sadness, de antroponimia transparente, se declara poeta existencial desde el mismo comienzo de Tremendo arcángel y, aparte el venero de los clásicos, bebe del estoicismo y del desamparo de Dámaso Alonso y de algunos de los poetas desarraigados españoles de la segunda mitad del siglo XX. Su discurso, caracterizado como “lamento existencial”, encuentra, pese a todo, consuelo en la fe que tiene en Dios y permanece siempre fiel a su camino. Este homo viator será uno de los tópicos más presentes en la poesía de López Navia.
El ermitaño Antero Freire, por su parte, representa una posición más madura, como si el poeta considerase el existencialismo una lacra de juventud que es obligatorio superar y Freire fuera la voz que reivindica esa superación. Un buen crítico lo ha visto perfectamente cuando afirma, a propósito de otro poemario, que Freire “se dirige a Dios pidiendo perdón por la tristeza que vierte en sus poemas, por sus dudas y su vacío interior”. Freire nos es presentado como maestro de Sadness, a quien dedica todo un manualito de retórica y un compendio de recomendaciones éticas. Tanto Sadness como Freire reaparecen en Tregua para, como veremos, matizar sus roles.
En Tregua encontramos de nuevo los temas habitualmente tratados por el madrileño: uno principal es la nostalgia y, en particular, el recuerdo de la infancia. A propósito de otro poemario suyo se ha dicho que “todos los libros poéticos del autor […] rezuman un inefable perfume de infancia derramado en endecasílabos blancos”, y es bien cierto: la infancia como mundo de felicidad perdida y añorada, a veces dramáticamente, pero también como conciencia de la fugacidad de la vida.
En Tregua es el ermitaño Antero Freire, en su “Nostalgia y soledades”, quien se encarga de transmitir esta idea a través del recurso clásico a la sucesión de las estaciones: asociada la primavera a la infancia y la adolescencia al verano, todo lo que nos queda es el otoño, con sus matices de añoranza y madurez, y el invierno, que cierra el ciclo con el reconocimiento de la memoria en la ruina, la ceniza, la sed y la melancolía. “Los nombres eran otros, pero todo era lo mismo”, dice Freire: todo se repite, todo es cíclico y, por tanto, perecedero, y el paso del tiempo va arrastrando generación tras generación como se suceden los años y las estaciones. “Y todo es viejo,/ enero,/ y todo es nuevo”. Así mismo son poemas de nostalgia de la casa familiar “Medellín, 5” y las dos entregas de “Casa vacía”.
En ese poema retoma López Navia la imagen de la vida como camino espiritual (la dedicatoria general de Tregua es, en ese sentido, muy significativa); su heterónimo se ve “recorriendo/ cada trecho/ de la vida en un sendero/ incierto”. José Antonio Arcediano, hablando de Sombras de la huella, había asociado ese viaje con
[…] un “yo” poético inmerso de pleno en ese devenir, en ese discurrir a través del tiempo, en el cambio, en el movimiento, y lo está de tal manera que es y existe siempre en referencia al antes y al después. Esa inmersión en el devenir hace que el “yo” poético se aleje paulatinamente del antes, del pasado, un pasado remoto que contiene los momentos de belleza y felicidad perdidos en algún punto del camino y se halle situado en el ahora (un ahora dinámico y extenso, un ahora en movimiento) caracterizado por la pérdida y la nostalgia de lo perdido, por el dolor, la tristeza, la melancolía, así como por la ansiedad de lo no alcanzado, aunque conservando un atisbo de esperanza, una esperanza puesta en el después, en el futuro, que atesora la consecución de los deseos, sueños y anhelos del “yo”, sostenidos en la intuición de la trascendencia, en la creencia en un Dios que es causa y motor de su existencia.
El homo viator ‒el caminante alegórico, el peregrino, el caballero andante‒, un tópico clásico bien estudiado, es consustancial a la voz poética de López Navia, que ha construido libros enteros en torno a la idea del viaje. Se detecta el sobrevuelo permanente de Don Quijote y Sancho, pero también están la poesía trovadoresca, la novela bizantina, los poemas de Machado... Así nació en su momento su Canción de ausencia rota de mi señor Silente, un poema largo estructurado en torno al viaje de un caballero que huye de manifestar su amor en pos de la desaparición. En Tregua, la idea de camino aparece aquí y allá, siendo significativo el poema “Intermezzo”, en el que la voz poética retoma la idea de viaje y hace un alto a un lado del camino y, tras una reflexión, encuentra motivos para el optimismo y para la salud, con versos finales de carácter estoico: “Para que no haya dudas, lo repito:/ acabo de cumplir cincuenta años./ Lo que he dejado atrás, atrás se quede./ Pesa más el amor que las heridas./ No necesito más. Nada me falta./ Hoy solo tengo todo por hacer/ y en el punto final empieza todo.”
Entre tanta tribulación y tanta dolorosa fe, López Navia suele encontrar la forma de preservar la preocupación por lo social y por la ética inspirada en las enseñanzas del ermitaño Antero Freire al joven Jacobo Sadness en materia de ética y retórica. Así sucede en poemas solidarios como “Plegaria de tierra por Haití”. También reúne el volumen en una sección elementos del mundo del poeta que anclan su voz poética a la realidad hostil y le dan algún tipo de soporte: el hermano, la naturaleza (asociada por un lado al tópico del beatus ille y, por otro, a la nostalgia de la infancia), la casa familiar, la memoria… pero con suma facilidad derivan de nuevo en ausencia y desarraigo. Y así mismo podemos disfrutar en Tregua una serie de homenajes y epitafios a personajes desaparecidos y de estelas a poetas admirados. Cierra el libro una colección de delicados haikus de diversos temas.
Portada de Tregua.
2. Silentium amoris
El tópico literario clásico del silentium amoris reaparece en Tregua con fuerza. Su primera irrupción explícita en la obra de López Navia había ocurrido en Ética y retórica para Jacobo Sadness, en un “Apéndice” que sirve de puente entre la “Retórica a Jacobo Sadness” del ermitaño Freire, ya subtitulada “Ad silentium servandum ars rethorica”, y la “Ética para Jacobo Sadness” del mismo heterónimo. Este llamado apéndice, desarrollado en dos partes y cinco poemas, se titula “Silentium amoris” y lo firma el joven Sadness. En este conjunto, el poeta establecía a través de sus diversas voces uno de los principios de su poética y de su temática: el silencio como manifestación necesaria del amor.
El tópico venía de lejos; su significado es múltiple y varía entre los poetas. En la poesía grecolatina está suficientemente estudiado desde Asclepiades al bizantino Pablo Silenciario, pasando por Calímaco, Catulo y otros muchos. En los poemas 6 y 55 de Catulo, por ejemplo, el amor se calla porque avergüenza, pero ese silencio perjudica al amor, ya que “uerbosa gaudet Venus loquella”. En ciertos epigramas de Silenciario, en cambio, el silencio conviene al amor porque el misterio lo hace más excitante.
En la literatura trovadoresca, en las cantigas de amigo, en los cancioneros castellanos y, en general, en el código del amor cortés, el silentium amoris se identifica con el secretum amoris: la discreción, la voluntad de mantener oculta la relación amorosa, por ser ilícita o bien como “ejercicio de perfección para el amante, que nunca ha de descubrir la causa de su sufrimiento, ni desvelar el nombre de su dama”. Así, el sujeto lírico de cierta cantiga de Men Rodríguez Tenorio ruega a su amado “que nunca vós, amig’, ajades/ amig’ a que o digades,/ nen eu non quer’ aver amiga,/ meu amig’, a que o diga”; y en otra de Johan Baveca la mujer reprocha así las consecuencias de la indiscreción: “Amigo, mal soubestes encoprir/ meu feit”, si bien en otras ocasiones la dama del poema se vanagloria del amor público de su amigo.
El tópico del silencio tomará carta de naturaleza en obras de raíz petrarquista a partir del Renacimiento, como estudió Aurora Egido. Ejemplos son el soneto XXXVIII de Garcilaso (“Estoy contino en lágrimas bañado”), en el que la voz poética lamenta el mandato cortés del “no osar deciros”; o el soneto XXXII de Cetina (“Aires süaves, que mirando atentos”), en el que el amante llega a arrepentirse de esa obligación: “Yo deseo callar, mas ¿qué aprovecha?” Pero hay más en Boscán, en Acuña, en san Juan, en Argensola, en Herrera… El silencio, no obstante, en ocasiones pierde su carácter de obligación más o menos tolerada y se convierte en reconocimiento de la inefabilidad de la experiencia amorosa.
A lo largo de los siglos XVI y XVII, la retórica del silencio se hace multiforme y asume todo tipo de matices (desde el comedimiento que había recomendado Vives a la reticencia del capitán Aldana, pasando por la franca defensa de la ruptura del secretum amoris por Quevedo, los juegos dramáticos de Lope y Calderón, el silencio eremítico de Bocángel, el misterio de Villamediana o la elipsis gongorina). En el contexto de la parodia cervantina del libro de caballerías, don Quijote ama en secreto a Dulcinea del Toboso, a quien solo ha visto cuatro veces en doce años sin comunicarle jamás su amor. El secreto de amor alcanza hasta el pasaje en que el Caballero de la Triste Figura lo rompe con el fin de enviar a su dama una misiva a través de Sancho (I, XXV). Esa ruptura “le traerá de cabeza en la primera y la segunda parte”.
Es en los sonetos amorosos del conde de Villamediana, no obstante, donde quiero encontrar, más que un antecedente, un aire de familia con el Jacobo Sadness de los silentia amoris. Para Juan de Tassis, el silencio es en su soneto XI un “callado llorar por ejercicio” cuyo mérito dignifica al amante, e insiste en “que el que acierta a decirse no es cuidado”. En el número I pide: “Nadie escuche mi voz y triste acento”, y en el LXIII asegura: “Sufrir quiero y callar; mas si algún día/ los ojos descubrieran lo que siento,/ no castiguéis en mí su atrevimiento,/ que lo que mueve Amor no es culpa mía”, lo que nos remite a una obra del siglo XIX que no tardaremos en comentar. El soneto XV concluye: “ni el mérito me vale del silencio,/ ni a descubrir me atrevo mi cuidado”; y en el LXVI retorna Juan de Tassis a la inefabilidad del amor: “que no sé estilo o medio con que acierte/ a declarar el bien y el mal que siento”. Villamediana es posiblemente el poeta barroco que con mayor asiduidad y densidad reflexiona sobre el silencio del amor y sobre su difícil y paradójico equilibrio contra la duda y el deseo de manifestar la lágrima o la palabra, con una insistencia y una discreción tan rematada que algunos de sus biógrafos han atribuido esa voluntad de silencio a motivos biográficos: un amor prohibido por alguna de las amantes del Rey Felipe IV o, incluso, por la reina Isabel de Borbón, sin que falten interpretaciones que apuntan a otros amores en la época considerados ilícitos por naturaleza y que habrían causado la muerte violenta del poeta en 1622.
Sorprende, y no poco, que sea la figura del irlandés Oscar Wilde la que tienda puentes entre nuestro Villamediana y nuestro López Navia. Uno de los poemas que publicó en 1881 por partida doble en Londres y Boston se titula, precisamente, “Silentium amoris”. Se trata de un poema de hermosísima cadencia y un enorme despliegue de arcaísmos, juegos de paralelismo, paradojas, simbolismos y, en definitiva, una atmósfera gótica deliciosa. En este texto Wilde viene a reincidir en el tópico clásico que le da título y lo impregna de esa corriente interpretativa que nos llega desde Cicerón y, pasando por Castiglione y Villamediana, desemboca en el genio de Dublín, según la cual los ojos dicen lo que las palabras no pueden o no deben decir. Wilde incurre en el silencio por pura inefabilidad del amor que siente, sin que podamos distinguir a ciencia cierta lo inefable de lo imposible, y termina optando por la separación en silencio: “Else it were better we should part, and go,/ Thou to some lips of sweeter melody,/ And I to nurse the barren memory/ Of unkissed kisses, and songs never sung”.
No podemos dejar de recordar, ya en el siglo XX, los sonetos de Lorca conocidos como “del Amor Oscuro”, en los que resulta difícil separar el elemento autobiográfico del creativo. En uno de ellos el granadino toca el tópico en cuestión en términos de “secreto” y de “herida”: “¡Ay voz secreta del amor oscuro!/ ¡ay balido sin lanas! ¡ay herida!/ ¡ay aguja de hiel, camelia hundida!/ ¡ay corriente sin mar, ciudad sin muro!”. Llega a aplicar al silencio una cualidad superlativa: “¡silencio sin confín!”, e insta a la paradójica voz a alejarse: “Huye de mí, caliente voz de hielo”.
3. ¿Por qué calla Jacobo Sadness?
La precedente revisión del recorrido del tópico que conocemos como silentium amoris por la literatura de los últimos dos mil años nos permite comprender mejor la obra de Santiago A. López Navia. Conocedor como es de la tradición clásica, cabe suponer que la elección de un tópico tan definido para alumbrar algunos de los mejores versos de su heterónimo Jacobo Sadness no es casual. Volvemos a encontrar en el joven y supuestamente ficticio poeta desarraigado los mecanismos utilizados por Garcilaso, Villamediana y Wilde, y nos asombran. Sadness había hecho su presentación con sus sonetos de corte existencial en Tremendo arcángel y con sus versos airados en Sombras de la huella, pero es en Ética y retórica para Jacobo Sadness donde desarrollaba por primera vez nuestro tópico.
En ese “Silentium amoris”, el heterónimo de López Navia se somete al silencio como forma de protección. “En el silencio forjo la alambrada/ que estrecha los dominios de mi herida”, dice; y “En mi silencio duerme mi secreto./ A mi silencio debo cuanto ignoras./ Con mi silencio aliento la distancia”. Se trata de un silencio entendido como distancia frente al dolor, pero aún no se ha explicitado cuál es el aspecto doloroso del amor que sugiere el título. Continúa su “Declaración” en tres sonetos con un lamento: la voz poética sufre la confusión entre voz y silencio y se queja de la carga a la que este lo somete. “Mi voz y mi silencio se confunden/ en esta tempestad de lluvia amarga/ que un día hirió mi alma con tu rayo.// Y sobre estos cimientos que se hunden/ ya no soporto el lastre de mi carga/ de tanto como pesa lo que callo”. Siguen los ecos del barroco en el hermoso tercer soneto, en el que el silencio, que era “alambrada”, es percibido ahora como “condena”. Dirigiéndose a un “tú” indefinido, la voz lírica afirma lo que será el contenido principal del Silente que comentaremos a continuación con un “tú nunca oirás la voz de enamorado”, y asegura su voluntad de jamás romper ese silencio. La sucesión de paradojas enriquece el tópico y se revela como una de sus manifestaciones más completas y densas de la historia de la literatura. En el epílogo, Sadness afirma haberse quedado “a vivir, callado y solo,/ en un mundo sin ti y sin tu saberlo”, negando al ser amado el conocimiento siquiera de ese amor. Finalmente, repite “la palabra que expresa su única certeza”, es decir, “nunca”, en un emocionante e inconfundible eco wildeano: si el dublinés se proponía alimentar “la estéril memoria/ de los besos no dados, de las canciones nunca cantadas”, López Navia a través de su heterónimo habla de las “palabras nunca dichas” y concluye: “Y ya nunca será lo que no ha sido,/ y todas las palabras serán nunca”.
López Navia había publicado muy poco antes su Canción de ausencia rota de mi señor Silente, un poema que ha sido calificado de neorromántico o neotrovadoresco. El nombre del protagonista, un caballero que lo abandona todo y sale a viajar en pos del olvido, es Silente, lo cual supone una nueva declaración de intenciones. Por su parte, el nombre de la dama ideal amada por el caballero, Oniria (“Tan solo yo conozco el secreto de las letras/ que encierran el misterio de la palabra Oniria”), remite por etimología al sueño inalcanzable y por paronomasia a la Oriana del Amadís, pero también, por anagrama, a la Ironía en un sentido que quiero interpretar paciano: si la analogía es, para el poeta y pensador mexicano, “reino de la palabra”, “ciencia de las correspondencias” e “hija del tiempo lineal”, la ironía es “reverso de la palabra, la no-comunicación”, “manifestación del tiempo cíclico”, “ruptura de la unidad”, “negación” y “manifestación de la nada”. “Ironía y analogía son irreconciliables”, dice Paz; “la ironía es la herida por la que se desangra la analogía”. “La analogía”, concluye, “termina en silencio”. Y así termina el Caballero Silente, y así termina Jacobo Sadness.
En el Silente se ofrecen algunas claves de la imposibilidad de este amor pero, sobre todo, se teje un mundo de carencias, paradojas y negaciones en el que la voz lírica renuncia activamente a la palabra de amor y se establece con firme decisión en el silencio. En su versión del silentium amoris, López Navia niega la comunicación del amor incluso a la persona amada. Sin embargo y como tantos poetas que lo precedieron, lamenta la inutilidad de su “caminar discreto”: “De nada me ha servido batirme en retirada/ guardando mi secreto de espías y rumores”. El recuerdo del nombre de Oniria queda allá por donde pasa el caballero, que solo puede errar sin esperanza. Y, como el protagonista del poema de Wilde, Silente acepta el destino de ser separados: “a ti a no saber nada, a mí a callarlo todo”. Finalizando el libro, afirma: “Nadie podrá saber lo que nunca te dije/ y lo que tú no sabes a nadie ha de importarle”. Los motivos de la literatura de caballerías, y los conceptos del amor cortés imponen al lector del Silente una atmósfera de ensoñación medieval y de referencias culturales que entroncan con la tradición anteriormente descrita, y que probablemente hacen de este poema, de esta voz rota por la emoción, el más largo e intenso desarrollo del tópico del silencio de amor en toda la historia de la literatura.
Pero en 2020 llegamos a Tregua y he aquí que Jacobo Sadness sigue aferrado a un tema que López Navia ha remozado y devuelto a la circulación con extremada eficacia. El presente libro incluye un “Segundo”, un “Tercer” y un “Cuarto silentium amoris de Jacobo Sadness”, que insisten en la idea de soledad en términos de silencio. El segundo de estos textos, subtitulado como homenaje a Bécquer, nos sorprende porque Sadness habla en él por primera vez de la persona amada como alguien que en realidad sí sospechaba o “sabía” del sentimiento de amor que le profesa la voz lírica. Como si el nunca se estuviese diluyendo, en el último de esos tres poemas vuelve la sorpresa cuando Sadness admite la posibilidad, aun “en la esquina remota de algún sueño”, de “que el mapa de su nombre me lleve hasta su puerto”, lo que también por primera vez supone una tímida fisura en la condición silente de Jacobo Sadness, ese viejo conocido de Santiago López Navia. Quizá un día nos explique con detalle por qué calla.
La versión anotada de este texto fue publicada como prólogo: “Silentium amoris: repaso de algunos aspectos de la poética de Santiago A. López Navia con la excusa de la publicación de Tregua”, prólogo a Santiago A. López Navia, Tregua, Madrid: Los Papeles de Brighton, 2020, pp. 7-20.