[Sinesio Domínguez Suria, Los sueños imposibles, Madrid: Ediciones La Palma, 1999, 176 pp.]
La cuarta novela de Sinesio Domínguez Suria (Santa Cruz de Tenerife, 1944) nos sitúa desde su comienzo en un paisaje rural ideal que es fundamental para el desarrollo de la trama. No se trata de un espacio mítico, ni su oposición a la ciudad es la clásica; lo rural es, en Los sueños imposibles, el escenario donde son posibles las pasiones más desnudas, donde los instintos pueden desatarse con mayor facilidad porque los lazos sociales y culturales son mucho más primarios. Novelista de clara adscripción psicologista, Domínguez Suria centra su obra en los sentimientos que arrastran de forma ineludible a sus personajes. Por ello, y aunque las descripciones del paisaje, muy estrechamente ligado al ambiente psicológico, son detenidas y detalladas, las localidades donde se desarrollan los hechos no son definidas directamente en ningún momento. La ciudad es “la ciudad”, y el pueblo igualmente queda sin identificar, salvo por los indicios que el autor distribuye a lo largo del texto: los paisajes (vg., el barranco de la p. 126), el mar, la vegetación, las casas blancas, el clima (los vientos descritos en la p. 59) permiten situar la acción en alguna de las islas del archipiélago del que es originario el novelista; no obstante, éste nunca concede un topónimo. Del mismo modo, la época en que los hechos suceden queda envuelta por la bruma, y el lector sólo alcanza que se trata de un tiempo pasado pero no muy lejano, fácil de asociar a la posguerra por el autoritarismo reinante y por el primitivismo que caracteriza la organización social, económica y política. En este nebuloso ambiente desarrolla y enriquece Sinesio Domínguez una anécdota histórica apuntada en el siglo XVIII por el historiador canario Buenaventura Bonet.
Y en este nebuloso ambiente nos adentramos en la historia. El ensamblaje del relato, sin duda el mayor logro de la novela, se basa en el uso de varias técnicas ya clásicas en la narrativa contemporánea. En principio, el planteamiento de la trama a través de los puntos de vista de los diversos personajes se consigue gracias a una profusa y oportuna utilización del diálogo. El narrador restringe su omnisciencia a la descripción de sentimientos, y a la hora de ir revelando la trama se limita a ofrecer al lector una serie de indicios de la acción, como la tormenta que anuncia las desgracias que se sucederán (p. 59); y, sobre todo, a transcribir las opiniones, muchas veces encontradas, que los personajes vierten sobre la acción o sobre los demás personajes. El uso de los tiempos verbales indica al lector si los hechos son presentes o recordados, y generalmente estos últimos son los que permiten ir avanzando en el conocimiento de los motivos que mueven a los personajes. El relato se cimienta en elementos factuales imprescindibles pero, por encima de todo, en elementos psicológicos muy explícitos (vg. pp. 63-64), con pormenorizadas descripciones de estados de ánimo de visible raigambre flaubertiana. También el ambiente adquiere connotaciones psicológicas: los sentimientos se trasladan a los objetos y transmiten al lector la sensación general deseada (p. 116, p. 150). El interés de la trama se traduce en el afán suscitado en el lector por descubrir, por un lado, los hechos pasados que expliquen la situación actual (las causas de la boda de Irmina y Evelio, las de las muertes acaecidas) y, por otro, el desenlace de las pasiones presentes (amor, venganza). Desde el principio, la objetividad de la narración desde el punto de vista moral va tiñendo la historia de matices trágicos; se trata de narrar un suceso que no por terrible deja de ser humano, y donde se enfrentan principios pasionales que excluyen un juicio de valor, aunque sí permitan concluir consecuencias morales. La dicción solemne que utilizan tanto narrador como personajes (a veces con exceso) se compadece con el carácter del relato, y el símil final (“los susurros y lamentos de las mujeres que hacen el coro de la tragedia”) no hace sino confirmar las intenciones del autor. Por último, la imbricación de las unidades narrativas es excelente. En particular, el autor emplea a veces la fórmula de trenzar episodios significativos para la historia y episodios paralelos, aparentemente desviados del hilo central de la narración pero eficacísimos como indicios y tensores del mismo; por solo ejemplo, así ocurre cuando Irmina habla con Luis de su separación de Evelio y, paralelamente, nos es descrita la caza de los conejos por Evelio con toda su brutal naturalidad (pp. 155-156).
El punto más débil de la novela es la batalla que mantiene el autor con el lenguaje y de la que no siempre sale victorioso: en alguna ocasión, como señalo más arriba, el lector puede encontrar la dicción un punto demasiado solemne, especialmente cuando los personajes (la mayor parte de ellos criados en un ambiente rural) expresan conflictos en un tono que convendría más al narrador. Junto a algún neologismo innecesario en una novela de corte tradicional (“vociferazo” por “grito”, p. 145; “tacta” por “toca”, p. 159) y algún galicismo que, por más que me disguste, está prácticamente introducido en la lengua (“desapercibido” por “inadvertido”, p. 93), sí son criticables un par de errores gramaticales: “los dobleces” por “las dobleces”, (p. 41) y “atrona” por “atruena” (p. 147), que, sin embargo, no ensombrecen la propiedad general del discurso. En el haber de Los sueños imposibles se encuentran, desde luego, su rigor y su habilidad narrativa y la insalvable sorpresa a que sabe conducirnos en el desenlace; el autor esparce y sabe disimular a lo largo del texto una combinación de indicios de lo que será el final y de trampas que sirven para impedir que el lector destripe demasiado pronto la novela. Autor de La tregua (Premio Nacional Salamanca de Novela Corta 1966), Crónica de una angustia (Premio Ciudad de la Laguna 1981) y Los juegos del tiempo (1994, finalista del Premio Benito Pérez Armas 1992), Sinesio Domínguez Suria prepara en estos momentos su quinta novela. Papel Literario. Cuadernos del Ateneo de La Laguna.
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