De todos los personajes nacidos de su magín, ninguno es tan célebre como el que Cela fabricó a medida de su propia persona. Algunos hemos saboreado Mazurca para dos muertos, y algunos más La colmena, que es desde tiempos casi inmemoriales lectura obligatoria en los planes de estudios de Secundaria; pero todos, sin excepción, recordamos las anécdotas televisivas, las boutades del marqués de Iria Flavia, los desplantes ante moros y cristianos. Si Cela fue un novelista leído, aún más fue un personaje público admirado y odiado con igual intensidad por unos y otros, más allá de la calidad de su obra.
Sin pararnos mucho a pensar, nos viene a la memoria su célebre desprecio al Cervantes, un premio “suficientemente cubierto de mierda” hasta el momento en que -de manera indudable- se hizo justicia concediéndoselo. Recordamos el número de la choferesa negra y alcarreña; la televisiva afirmación del narrador de poder absorber una determinada cantidad de líquido por vía anal con sólo la potencia de sus músculos o esfínteres; las acusaciones de plagio, nunca demostradas; o sus polémicas declaraciones sobre los homosexuales en el contexto del centenario de Lorca: no se puede decir que tuviera pelos en la lengua.
Ha sido Carlos Casares quien ha propuesto el modelo de Dalí para que comprendamos mejor el personaje de Cela: “en público se ha comportado como él ha creído conveniente para la difusión y venta de su obra”. Sin alcanzar los extravagantes extremos del pintor de Cadaqués, a Cela se le ha criticado mucho que nunca adquiriese más compromiso que consigo mismo. Hay que corregir: Cela -y a sus obras podemos remitirnos- tenía un compromiso grave e inextricable con la palabra. Hasta el más acérrimo detractor reconocerá que nunca descansó: su capacidad de trabajo, su afán experimentador -aun ya octogenario-, la valiosa ironía, la ternura omnipresente en sus textos y una labor lexicográfica rigurosísima nos indican que Cela era mucho más que el personaje que accedió a enredarse en el patio de Monipodio de los premios de alguna pujante editorial.
Hoy queda la obra. La familia de Pascual Duarte supone un hito en la historia de las literaturas hispánicas, y es la novela española más traducida después del Quijote. Acerca de La colmena, ese admirable retablo de la posguerra española censurado por las autoridades franquistas, ha escrito Alonso Zamora Vicente que “no estaba en la mente de Cela [...] escribir un libelo acusatorio. Pero [...] la estructura política se reconoció, se vio asaeteada de reproches y echó por el camino de enmedio”. La colmena marca un antes y un después en la narrativa universal del siglo XX. Es, frente al presunto carácter conservador de su autor, una denuncia desnuda e irresponsable, y es también un catálogo veraz de seres humanos, por no hablar del despliegue de recursos técnicos que ofrece al gusto. El verdadero creador lo es incluso a su pesar.
Se ha dicho que las novelas posteriores del iriense nunca alcanzaron las cotas de calidad establecidas por el Pascual Duarte y La colmena. Pero aquí defendemos que cualquiera de sus últimos libros, en pluma de otros autores, habría sido saludado como hallazgo. Cristo versus Arizona es un ejercicio de honestidad verbal. Madera de boj es un retorno a la poesía y a lo visionario, siempre presente la voluntad de forjar mundos. Martín de Riquer ha afirmado con toda razón que Cela renovó la lengua castellana. Cuando los siglos ejerzan su labor imprescindible e inevitable de criba, es muy probable que CJC, ya sin título de nobleza ni premio Nobel, despojado de anécdotas, lejos de etiquetas vacías como realismo y tremendismo, siga engrosando el escogido número de los que habitan el Parnaso. Canarias 7.
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