[Eduardo Moga, El corazón, la nada, Madrid: Bartleby, 1999.]
La carrera literaria de Eduardo Moga (Barcelona, 1962) tiene un punto importante de referencia en el premio Adonais que consiguió en 1995 con su poema extenso La luz oída (Madrid: Rialp, 1996). Avalan una trayectoria ya sólida y muy particular dos libros anteriores: Razón de ser (Salamanca: INICE, 1992) y Ángel mortal (Barcelona: Serbal, 1994); y varios posteriores: Diez sonetos (Zamora: Lucerna, 1998), El barro en la mirada (Barcelona: DVD, 1998), Unánime fuego (Lisboa: Tema, 1999, en edición bilingüe) y el reciente El corazón, la nada. Ha entrado en varios libros colectivos y en la antología Poeti europei (Roma: Centro Italiano Arte e Cultura, 1998). Traductor de, entre otros, Frank O’Hara (Poemas a la hora de comer, Barcelona: DVD, 1997), es uno de los mejores críticos españoles del momento.
El tono y el lenguaje de El corazón, la nada siguen la línea de sus anteriores libros, aunque en este caso abandone el verso para escribir casi cien páginas de poemas en prosa. Un vistazo a la solapa del libro anticipa que se trata de “una reflexión sobre el inacabable ciclo de creación y destrucción que rige los sentimientos y las cosas”. Se divide en tres partes, a saber: una de carácter amoroso, otra acerca del paso del tiempo y una tercera sobre la identidad propia. Hay que decir que el poemario, por encima de su estructura tripartita, es un prolongado canto a la imposibilidad de aferrarse a nada. O, dicho de otro modo, la conciencia final de que no hay más remedio que aferrarse a la incertidumbre. Ésta es la dura y humanísima condición del hombre, y así lo expresa la última línea del libro: “Cuánto ahogo. Cuánto ser”.
De este convencimiento, lúcido y trágico a la vez, surge un torrente de imágenes brillantes, casi hirientes, que traducen a lenguaje poético la fecunda metodología del pensamiento inaugurada por Heráclito y que nos llega pasando por Hegel: la oposición de los contrarios. Pero la síntesis que podríamos esperar como resultado de esa oposición no es metafísica, sino estética: el discurso contradictorio que contiene El corazón, la nada no se resuelve en discurso ordenado, sino en cúmulo de sensaciones fertilísimas. Moga no nos ofrece una solución en el mundo de las ideas, pero nos regala un poemario: un magnífico muestrario de dudas. En este libro, el tú y el yo están incomunicados sistemática e inevitablemente, la vida y la muerte no tienen límites claros, los objetos están desordenados, el amor y el desamor confluyen en la indefinición. A veces el yo hace del contacto físico fundamento de la existencia; el frío y la ausencia hacen, por tanto, que el yo y la misma realidad pierdan sentido. La incomprensibilidad del ser abre paso a la conciencia de la Nada como lo único asegurable.
La paradoja y la sinestesia, muchas veces violentísimas, son los recursos más significativos, acompañados de todos aquéllos que de cualquier forma impliquen confusión o contraste. La dicción es impecable y la sintaxis muy dinámica. Un elemento que tradicionalmente conforma el lenguaje poético de Moga es el recurso a los sentidos: sus imágenes suelen ser agresivamente sensoriales. En este libro, tan dado al juego de opuestos, encontramos fragmentos como el siguiente: “Ahora un cuchillo me da su risa, y en ese instante se circuncida el sol, retoña la penumbra intacta, camina la nada hasta el dolor. El no supura tacto”. La cláusula traba lo luminoso (“risa”, “sol”, “retoña”) con la ofensa y el límite (“cuchillo”, “circuncida”, “penumbra”), o relaciona conceptos del no-ser (como “la nada” o, más sintética y descarnadamente, “el no”) con actos y sentidos puramente físicos (como “camina” o “tacto”) valiéndose de un intermediario que denota dolor (“hasta el dolor”, “supura”). De esta forma, el discurso de Moga inocula en quien lee un sentimiento de carencia y desvalimiento que excluye en todo momento, sin embargo, el sentimentalismo barato. Consigue remover la conciencia y despabilar nuestro corazón, tan embotado por canciones de moda, series de televisión y poetas oficiales.
Tampoco confía la voz lírica en el mismo lenguaje, que no deja de ser un factor de distorsión que hay que superar en difícil proceso mental similar a la esquizofrenia. En cierto bellísimo pasaje, comienza a reflexionar sobre el mismo acto de escribir de una forma aparentemente positiva: “Digo “el mar es un duro animal” o “qué pronto anochece” y a lo mejor he abierto una tumba, o visto lo inexistente, bajo el resplandor del flexo. Son las palabras que escribo, sólidas sombras, las que crean la verdad”. Más adelante, las preguntas retóricas dudan de la trascendencia de lo escrito: “¿Se despierta lo dicho? ¿Trasciende esta mesa, elude el primer fluido, el son del insecto? ¿O permanece mudo, desaguando en el saber, como una oscura nada?”. Una nueva pregunta, más que interrogar, exuda negación: “¿Es la inteligencia lo que hace transparente la claridad?”. La página se cierra con la fría afirmación de la impracticabilidad de un lenguaje que generalmente se contradice con la realidad, de la necesidad de trastocarlo si queremos intentar dotarlo de un significado real: “Anochece. Si digo “anochece”, me equivoco”.
Tomás Sánchez Santiago ha escrito en El Norte de Castilla que El corazón, la nada “devuelve a la poesía a ese espacio de intensidad donde el hombre contemporáneo se reconoce, despojado ya de las convenciones y sin el pontificado de la Razón, ante la terrible certidumbre de la Nada”. Y así es: al terminar una primera lectura del libro, el lector no experimenta, en principio, un aumento de su conocimiento en el sentido racional del término, sino un estado de ánimo. La poesía de Eduardo Moga es una potente fábrica de estados de ánimo, y la curiosidad que genera es tal que el lector abordará una segunda lectura, y una tercera y más, sin que ninguna sea igual a la anterior: la semilla ya está sembrada en él. Cada línea exige un esfuerzo interpretativo muy duro. Podremos, conforme nos convertimos en lectores avezados, entresacar el hilo argumental que informa esta serie de poemas, pero no es necesario ni, tal vez, conveniente: nunca será suficientemente racional como para que deje de inquietarnos. He aquí su mayor mérito.
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