domingo, 16 de julio de 2000

La búsqueda de Juan Manuel de Prada

[Juan Manuel de Prada, Las esquinas del aire. En busca de Ana María Martínez Sagi, Barcelona: Planeta, 2000.]

Como el mismo Prada ha manifestado, su último libro es de difícil catalogación, aunque en el prólogo intente encuadrarlo en el género que los anglosajones han denominado quest. Podríamos hablar, en cualquier caso, de la biografía novelada de Ana María Martínez Sagi; pero, tratándose de un libro de tanta calidad, la adscripción a un género u otro resulta irrelevante. Las esquinas del aire retoma la veta que el autor ya había explotado en su cuento “Gálvez”, de El silencio del patinador (1995), en Las máscaras del héroe (1996), en Armando Buscarini o El arte de pasar hambre (1996) y en otros trabajos publicados en revistas sobre autores de nuestra bohemia anterior a la guerra civil. El volumen, por tanto, se aleja visiblemente del compromiso editorial que supuso su novela anterior para volver al más genuino compromiso con la literatura que siempre había caracterizado la obra de Prada. Es patente que el autor siente su última entrega, de igual forma que en La tempestad (1997) se palpaba una deplorable ausencia de cariño y de implicación personal, que se traslucía en la falta general de interés y de originalidad de la novela, por no hablar de los errores semánticos y sintácticos que sólo podían obedecer a una redacción apresurada y a una corrección descuidada.

El protagonista de la pesquisa en que consiste Las esquinas del aire sale de su ciudad natal (una pequeña capital de provincias de inmediata identificación, que siempre será mencionada como “mi ciudad levítica” y denostada por su palurdo provincianismo) para emprender la búsqueda del personaje de Ana María Martínez Sagi, encontrado por casualidad en las páginas de una colección de entrevistas de César González-Ruano. Prada cumple su difícil propósito de interesar al desocupado lector en una árida indagación de carácter más filológico o bibliográfico que detectivesco, y por el camino va convirtiendo a una escritora más bien mediocre en un personaje rico y cautivador y, por otro lado, emblemático de la evolución social e histórica de Cataluña y del resto de España en el siglo XX.

La prosa de Prada es una de las más cuidadas y exuberantes de nuestro presente narrativo. Muy consciente de que el buen lector espera de un libro literatura y no periodismo, ni mucho menos eso que segregan tantos autores que disfrazan su incultura y su desconocimiento del lenguaje tras el marchamo de lo joven (y, sí, me refiero a gente como Mestre, Mañas o Etxebarría), Prada permite que el lector, que ya casi estaba resignado, vuelva a ser feliz usando el diccionario, disfrutando de la inteligente inauguración de un uso traslaticio o sintiendo la necesidad de detener por unos instantes la lectura para reflexionar sobre un pensamiento que no sea pedestre ni zafio. Su complejidad sintáctica no hace concesiones, y su léxico abundantísimo, preñado de referencias culturales y populares y aún enriquecido por personales componentes figurados, simbólicos y metafóricos, siguen debiendo bastante al método de Gómez de la Serna. En esta ocasión, además, el autor deja de caer en los tics expresivos que todavía maculaban Las máscaras del héroe y que llegaban a hacer penosa la lectura de La tempestad.

Prada se muestra ducho en la creación de ambientes miserables y en la descripción de sentimientos mezquinos. Ya lo estuvo en sus anteriores libros, y en éste encontramos pasajes deslumbrantes e inquietantes como aquél en que narra la ruptura entre el protagonista y Gonzalo Martel, el viejo escritor fracasado (pp. 53-54). Sin embargo, el espíritu de resentimiento que parecía dominar los libros de Prada, un punto de vista que hacía de toda relación humana, y en especial de la amorosa, indecente comercio o corrupción irrespirable, se alivia en Las esquinas del aire notablemente. Persiste la mezquindad, literariamente tan fructífera, pero esta vez tratada como una arista más en una realidad poliédrica que abre algunas de sus ventanas a un concepto regenerador o luminoso del amor y de la amistad; así sucede entre el protagonista y Jimena, así llega a revelarse su amistad con Tabares y así se concibe también la relación que posteriormente se constituirá en fantasmal leitmotiv de la existencia y de la obra de Ana María Martínez Sagi.

Prada sabe que no hay narración de calidad sin una buena caracterización de los personajes. En los suyos advertimos un componente autobiográfico notable; el protagonista de la búsqueda es, en muchas ocasiones, trasunto del Prada de épocas pasadas, aunque no muy lejanas: un joven escritor que quiere huir de la ciudad provinciana que lo consume, que encuentra un estimulante contraste vital en Madrid y que se entusiasma en la persecución del fantasma de la Sagi. El personaje de Jimena es también rastreable en la biografía de Prada, y a este mismo respecto no es necesario aclarar nada acerca del genial personaje que conocemos como “el poeta Gimferrer”, hacia quien el relato connota una simpatía y una admiración que no impiden que el episodio protagonizado por el poeta catalán se convierta en uno de los ejemplos de explícita caricatura más sobresalientes y divertidos de nuestra literatura. En la caracterización, el autor recurre con frecuencia a los símiles cinematográficos, como si de esta forma pretendiera dotarlos de un rostro identificable por el lector o por él mismo. Así, el enfermo Martel “tenía un parecido pavoroso con Peter Cushing” (p. 20), y el rostro de la adorable Jimena “recordaba al de esas actrices de antaño, Sylvia Sidney o Gene Tierney” (p. 95), y además “es el vivo retrato de Machiko Kyo [...], la actriz fetiche de Mizoguchi” (p. 113). Por lo general, Prada cuida mucho la descripción de sus protagonistas, incluyendo minuciosamente su catadura física y sus enfermedades, su talla moral y los precedentes biográficos que explican su personalidad. En sus retratos, tanto individuales como colectivos, suele aparecer la sátira, como es el caso de los “escritores famosillos” que pueblan el mundillo literario español y entre los que es fácil reconocer a algún miembro lamentable de la más televisiva intelligentsia (pp. 86-87 y 171-172); e incluso una saludable autosátira.

No es posible que una novela aparezca sin error ni errata alguna, máxime cuando consta de casi seiscientas páginas en las que se despliega tal abundancia de vocablos y expresiones. Me disgusta bastante el tropiezo del autor en esa moda que consiste en asegurar que algo es “lo mejor” o “la crema” mediante la tonta expresión “estar en la pomada”, más propia de comentaristas deportivos, aunque sea en boca de un personaje y en tono coloquial (p. 60). Posible errata es “evacua” en vez de “evacúa” (p. 71), pero es reprobable solecismo la frase “como así [...] fue”, que hay que atribuir a su amplia difusión por la televisión (p. 121). En cierta ocasión utiliza Prada “catre” como sinónimo de “cabecera”, lo que constituye un despiste léxico (p. 411). Un “Yavhé” en vez de “Yahvé” es metátesis casi perdonable (p. 445), y, finalmente, el adjetivo “horras” aplicado como sinónimo de “vacías” al sustantivo “tripas”, una licencia quizá excesiva (p. 496). Así y todo, el manejo del lenguaje por parte de Prada, tanto por su conocimiento como por el partido que saca de insospechadas, novedosas posibilidades expresivas, supera al de todos sus coetáneos; solamente es precisa la consolidación de su dominio de los registros para que el zamorano sea reconocido sin reservas como el mejor prosista español de su generación y uno de los más destacados de los últimos cincuenta años.

Subsiste la duda que sobre la calidad de Prada como fabulador proyectó en su día su antiguo mentor, Francisco Umbral. Es cierto que lo mejor del zamorano (Las máscaras del héroe, Las esquinas del aire) ha salido de amplios y metódicos trabajos de documentación; y que el intento de auténtica ficción que supone La tempestad fue fallido. Personalmente atribuyo la baja calidad y el escaso poder de convicción de la novela ganadora del Planeta a su carácter de novela de encargo; y nunca olvido que uno de los mejores relatos breves que he leído nunca, “Los antípodas”, publicado en aquella curiosa antología de Lengua de Trapo llamada Páginas amarillas (1997), no está firmado por Borges ni por Cortázar, sino por Juan Manuel de Prada. Por otra parte, nada hay que objetar a las labores de documentación si su resultado es un libro tan profesionalmente literario, de lectura tan enjundiosa y que proporcione una perspectiva tan personal y desautomatizadora como Las esquinas del aire. Papel Literario. Prima Littera. La Página.

1 comentario:

  1. Coincido contigo: la Tempestad no es un buen libro, pero creo que has sido un poco duro criticando también errores semánticos y sintácticos. La mayoría no se daría ni cuenta. Yo mismo no me he dado cuenta, y estoy a punto de terminarlo.

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