[Tomás Sánchez Santiago, Zamora y la vanguardia, Burgos: Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, 2003.]
Qué suerte para Zamora. Porque siempre es una fortuna que un estudioso dedique su trabajo a cualquier aspecto del pasado cultural de la ciudad de uno: no desvelo ningún secreto si recuerdo que conociendo nuestro pasado nos conocemos. Pero si, además, ese estudioso es uno de los poetas más importantes que ha dado Zamora en el siglo XX y para el XXI; si se trata de alguien que, por pertenecer a tan particular gremio, siente como propios los afanes y las derrotas de otros artistas del pasado y sangra por nuestra secular herida del aislamiento y la incuria, entonces, más que de suerte, debemos hablar de deuda ciudadana.
¿Qué sucedió, o, tal vez, qué no sucedió para que Zamora, que en la segunda mitad del siglo XX alumbró las obras de poetas destacadísimos como Claudio Rodríguez, Justo Alejo o Jesús Hilario Tundidor, y que en las postrimerías de la misma centuria y en los inicios de la siguiente cuenta con una densidad de buenos poetas muy superior a la de muchas otras provincias españolas; qué sucedió, decíamos, para que la ciudad del Duero fuese tan absolutamente opaca ante las luces de las vanguardias artísticas en los años veinte y treinta, en plena ebullición de ultraísmos y surrealismos nacionales? Tomás Sánchez Santiago ha publicado un hermoso librito en octavo titulado Zamora y la vanguardia (Burgos: Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, 2003, aunque acaba de aparecer) en el que describe la atmósfera cultural de la Zamora del primer tercio del siglo XX y desgrana las causas de que nuestra ciudad nunca se incorporase a ese tren; aunque ya desde el título del primer capítulo (“Un panorama no tan desalentador”) reserva un espacio para el optimismo. Es prácticamente la primera vez que se le dedica un estudio relevante a este asunto, y Sánchez Santiago lo aborda mediante el atinado manejo de abundante bibliografía literaria e histórica.
Después de situar a la Zamora de los veinte y treinta en su contexto sociohistórico (un índice de alfabetización elevadísimo en relación con el nacional, fruto en buena parte de las diversas actuaciones de la Institución de Libre Enseñanza, frente a una economía depauperada), el autor repasa las diversas manifestaciones culturales zamoranas de la época: las publicaciones periódicas editadas entre 1896 y 1936, la novela utópica Zamora del porvenir, de Eduardo Julián Pérez (1885), la obra de algunas figuras de la literatura local, los esfuerzos del regeneracionismo institucionista en la provincia –incluidas sus Misiones Pedagógicas– o la presencia del cinematógrafo y el teatro. A continuación, determina las que a su juicio son las causas del desdén, cuando no rechazo, de la sociedad cultural zamorana hacia las vanguardias: el anclaje de los poetas locales en el romanticismo más trasnochado –el mismo que décadas más tarde seguirán acusando los poetas carpetovetónicos de Cela–, la paradójica huella del regeneracionismo y la mentalidad novecentista como ideología dominante entre la burguesía liberal zamorana del momento.
A través del comentario de todos estos elementos, Sánchez Santiago dibuja un magnífico panorama reticular de lo que fue la cultura zamorana del reinado de Alfonso XIII y de la II República: un escenario casi impermeable a, por ejemplo, las visitas de Lorca y La Barraca, y en el que brilló por su ausencia la actividad vanguardista que sí se produjo, y con notable brío publicador, en otras capitales castellanas. No obstante, Sánchez Santiago bucea en las bibliotecas y rescata, con todas las reservas necesarias, algunas obras de juventud de Luis Hernández González y Ramiro Ledesma Ramos que sí contienen matices prevanguardistas.
Y, desde luego, se detiene delante de las figuras de tres artistas zamoranos sobresalientes y necesarios a los que el autor ya había dedicado estudios anteriores: el pianista –y compositor de obras perdidas– Miguel Berdión, la pintora toresana Delhy Tejero y el escultor de Cerecinos de Campos, Baltasar Lobo, todos ellos jóvenes y activos en las décadas de la vanguardia, con cuyos protagonistas se relacionaron, fundamentalmente, en el París de Ravel, Casals, Picasso, Brancusi, Modigliani, Matisse, Miró, Breton... Otro será el lugar para glosar las trayectorias de artistas tan singulares, y tan semejantes entre sí por la dura relación que mantuvieron con su provincia natal, a la que sin duda amaron y que durante demasiado tiempo no quiso reconocer unos méritos arraigados en las tendencias artísticas internacionales que ella no sabía asimilar, pues, en palabras del autor de Zamora y la vanguardia, “tenía como único referente obsesivo el aval del orden del pasado para todo cuanto pudiera escapar a su inmediata comprensión”. Concluye el libro con un balance de las tres visitas que a esta capital realizó con distintos motivos Federico García Lorca, y con una mención a su compañero de la Residencia de Estudiantes e íntimo amigo zamorano, el historiador del Derecho José Antonio Rubio Sacristán.
Se trata, por tanto, de un volumen a partir de ahora imprescindible en la bibliografía sobre la cultura y el arte zamoranos del siglo XX; pero también es una lectura indispensable para todo aquél que se quiera acercar con un poco de nostalgia y otro poco de espíritu crítico a lo que fue la Zamora de nuestros abuelos; y a lo que es nuestra Zamora. La Opinión-El Correo de Zamora.
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