miércoles, 1 de junio de 2005

Fotografía y narración; o de cómo manipular eficazmente el horizonte de expectativas del lector

[Julián Rodríguez, Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás, Barcelona: Random House Mondadori/ Caballo de Troya, 2004.]

Las tres extensas citas de César Aira, Karl Marx y Benito Pérez Galdós con que, a modo de guía de lectura, se abre la última novela de Julián Rodríguez (Ceclavín, Cáceres, 1968) nos ofrecen dos claves de lo que se nos propondrá en sus páginas: el sano deseo de confundir al lector acerca de las fronteras entre géneros y la constatación de cómo el dominio tecnológico de la naturaleza hace imposible la perduración de los mitos sobre la misma en el imaginario artístico colectivo y, por tanto, de la sustitución de la imaginación por la realidad en el arte moderno. Rodríguez –autor de las novelas Tiempo de invierno (1998) y Lo improbable (2001); los libros de cuentos Mujeres, manzanas (2000) y La sombra y la penumbra (2002); y el poemario Nevada (2000)– ha empleado en su último libro, según él mismo confiesa, materiales muy heterogéneos: ensayos sobre arte ya publicados, textos de conferencias impartidas, fragmentos de diarios, recuerdos familiares, fotografías, notas o esbozos y, como hilo conductor, la voz de un narrador/ autor que aporta datos sobre sí mismo y, de cuando en cuando –con lealtad a la verdad o no, esto da igual–, insiste en el carácter verídico de todo lo narrado: “es realmente autobiográfico, todo lo que hay en el libro es verdad” (en una entrevista publicada); “He preferido mantener su verdadero nombre. Lo dije antes: no quiero ficciones” (p. 129); o “Nada de patetismo, así es la realidad, y así se expresan algunas personas” (p. 153).

¿A qué tanta insistencia, a qué la repetida afirmación de que lo que se narra sucedió en algún momento si, como todos sabemos desde Jauss, Iser y demás teóricos de la recepción, todo lo escrito, por mucho que se ajuste a la realidad, deja de ser estrictamente referencial desde el momento en que el lector lo percibe como literatura y lo integra en su mundo propio? ¿Acaso, alguno se preguntará, pretende Rodríguez restar literariedad a su obra y obligar al lector a colocarla en la estantería junto a la guía de viajes, el reportaje periodístico, la crítica de arte o el ensayo botánico? Muy al contrario, a lo que aspira, y al parecer ningún crítico lo ha señalado, es a defender con brillantez su propio concepto de lo literario en particular, y de lo artístico en general. También ha declarado el extremeño su voluntad de exponer al público los entresijos de la escritura, pues “no sólo el producto final, empaquetado y exhibido en los mostradores, es arte, sino también el proceso por el que ha pasado el creador” (en otra entrevista), pero esta motivación está, a mi juicio, subordinada al deseo de establecer su ideario propio acerca de las posibilidades y del ámbito de acción de literatura y arte en la sociedad contemporánea.

De ahí el abundante recurso a la fotografía y, sobre todo, a una reflexión experta e integradora sobre la obra de los grandes fotógrafos del siglo XX. En contraste con los capítulos (designados en el libro con un término más vital: momentos) de corte puramente narrativo, algunos de ellos constituyen limpios ensayos sobre la fotografía y su relación con otras artes plásticas y con las letras. Pero la voz del narrador no pretende separar su experiencia como crítico de sus demás experiencias: el crítico es el novelista, y es el hijo de unos campesinos extremeños, y el amante melancólico, y el viajero. Por eso escogió la fotografía: porque siente “como si la suma de instantes del pasado fuera resultado de la acción de alguien que ha colocado de nuevo el mismo carrete en la cámara: imágenes superpuestas” (p. 73). Y, sobre todo, la selección de la fotografía como arte por excelencia y de los fotógrafos que en particular interesan al crítico, así como la interpretación social de su arte, no dejan lugar a dudas: Gary Simmons y su denuncia del racismo; la combinación de Alta y Baja Cultura en Daniel Guzmán; el human touch del Picture Post; Krzysztof Gieraltowski (hay un error en la p. 57: “Kzrystof”) y la “tensión dramática del retrato” –concepto de Reinhold Mibelbeck que podría aplicársele perfectamente a Unas vacaciones... –; Jacob Riis y su fotografía de denuncia social (“miras esa foto y piensas en tus parientes pobres, en tu familia, en tus antepasados”, p. 78); Victor Burgin y su opinión de que la pintura “es técnica e históricamente redundante”, frente a la fotografía, que ofrece la posibilidad de desvelar “las contradicciones de nuestra sociedad de clases” (p. 94); Gillian Wearing y sus retratos mestizos de imagen y texto que muestran, como narraciones, el antes y el después de la fotografía –la continuidad de la existencia del que posa.

En la misma línea de fidelidad a la realidad se encuentra la integración en el cuerpo de la novela de materiales encontrados: dos supuestos manojos de fotografías y cuadernos privados cuyas historias –un amor romántico y la experiencia hurdana de un deportado del franquismo– resume el narrador. A la escritura popular, por oposición a la escritura literaria, se le supone hoy un interés documental que historiadores y antropólogos explotan en sus trabajos de investigación. Cartas, diarios, memorias de la gente del pueblo –de quienes no son profesionales de la escritura– contienen un valor de verdad superior al que se le reconoce a la literatura. De ahí su utilización en los momentos sexto y octavo de la novela de Rodríguez, que, como ya hemos visto, reniega de la ficción explícitamente en más de una ocasión. La fotografía y la escritura privadas, olvidadas y encontradas fuera de contexto por alguien ajeno, parece decirnos el autor, contienen la veracidad y el compromiso con la realidad que nos debe interesar contengan la plástica y la literatura. Por otro lado, el noveno momento utiliza un álbum de fotos privadas como guión narrativo: una vez más, imágenes superpuestas que evocan los episodios del relato. En la mayor parte del libro, el narrador no narra, sino que traslada imágenes al lector –imágenes del pasado propio, imágenes del pasado de personas desconocidas, imágenes artísticas, imágenes de la memoria– y puntualiza: “leo:”, o “escribo:”, o “leo (es copia, y borrosa):” (p. 111, por ejemplo) antes de cada párrafo, desmontando así las convenciones del relato y aportando la descontextuación buscada, la contradicción que ha de darse entre el horizonte de expectativas del lector y la renuncia expresa a la ficción por parte del autor. La devoción confesa de éste por la confusión de géneros y por cierto neorrealismo (Vila-Matas, Pratolini) abundan en esta concepción del arte. La aplicación de los presupuestos de la fotografía contemporánea a la literatura (“[Barthes], creía yo, al hablar de la fotografía hablaría también de la narración –de la escritura narrativa–. De cierto tipo de narración, al menos“, p. 99) da como resultado un mayor anclaje de ésta en la realidad social, en la “miseria de los demás” que el artista, según Julián Rodríguez, tiene la obligación de poner en el plato del lector. Semejante coherencia en la teoría y en la praxis, transmitida en una prosa pulquérrima, obtiene como fruto una hermosa e inquietante obra de arte. Turia.

1 comentario:

  1. la realidad. que aburrida. entonces para que existe el arte? para qué un artista que no tiene un mundo? que su mundo es el mundo de los demás?. entonces quiere decir que los artistas son esos y no estos. JJ

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