[Mª Ángeles Pérez López, La ausente, Cáceres: Diputación/ Institución Cultural “El Brocense”, 2004.]
A su brillante labor docente e investigadora en la Universidad de Salamanca (ha trabajado sobre Vicente Huidobro, Nicanor Parra y Josefina Plá, entre otros muchos autores hispanoamericanos), Mª Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967) añade una trayectoria poética impecable; de entre sus libros, La sola materia (Alicante, 1998) y Carnalidad del frío (Sevilla, 2000) recibieron respectivamente los premios Tardor y Ciudad de Badajoz. Hoy publica un poemario de similar magnífica intensidad.
Desde su título y desde su primer verso (“Me declaro la ausente”), el libro se inscribe en aquello que Julio Ortega definió como discurso de la carencia, en este caso por medio de un frecuente y atinado recurso a la paradoja y el oxímoron. La ausente es un luminoso planto por la identidad percibida como pérdida, por la contradicción del ser, y un canto a la voluntad de vivir pese a todo. En sus páginas, la voz poética desgrana las múltiples facetas del desarraigo y, en primer lugar, la frágil condición del que es y no se pertenece (“Me declaro la ajena,/ la que ... busca ser visible-no visible”, I), del que es consciente de la naturaleza doliente del ser humano (“peleando por mi trozo de dolor”, I). Lo ineludible de la mortalidad se expresa, por ejemplo, mediante una bellísima amplificación de la imagen de la sombra, que enlaza paradójicamente los extremos: “esa zona de umbría y de frontera/ con que el sol nos recuerda el parentesco/ insoportable, estrecho de la muerte” (II). Otro motivo de desposesión aparece en La ausente: la identidad o solidaridad con el agredido, con el que “conoce su extinción” (III): “Llueve también sobre mi corazón dormido” (VI).
Un factor adicional de desgarro lo supone el “hombre que hemos sido en el pasado”: la casi imposibilidad de reconocernos –a nosotros mismos y a los demás–, tras el paso del tiempo, en ese “conocido/ borroso y desprendido entre la niebla” (V); la dificultad de establecer una continuidad identitaria no conflictiva. Sin embargo, el tiempo y su fluir son al mismo tiempo fuente de energía vital y poética. En el hermoso poema VII, como si entre sus versos decimocuarto y decimoquinto se hubiese dispuesto un espejo (una vez más la simetría del dolor y la esperanza), se revelan inseparables los aspectos contradictorios de la memoria –tanto la colectiva como la personal–: la “belleza extraña y condenada”; las “alimenticias formas de ternura/ o de espanto feroz en el desastre/ porque el odio alimenta cada día/ igual que la ternura”; “la miga levantándose en el horno/ del parentesco vivo y necesario”, frente a “y envenena/ el pan con que la boca se sostiene”; “un oscuro baúl impredecible/ que arrastro de este lado para el otro” intensificado en “No hay forma de olvidar ese baúl/... / ... un inmenso fardo que nos urge/ doblemente como un cadáver sucio”: la tristeza y la necesidad irremediables de cargar con nuestro bagaje. Frente a la memoria, que “es espesa e indolente”, la desmemoria tampoco supone liberación: “pureza del olvido y su veneno/ como una fruta amarga y excedida” (VIII).
Es importantísima en el libro –central, incluso– la reflexión metapoética, que no se puede separar de la existencial: la incapacidad de vivir sin dolor se refleja, no se sabe bien si a modo de causa o como consecuencia, en la incapacidad del lenguaje para contener la realidad. Así queda claro en el poema X: “Hasta el poema llegan, como islotes/ de óxido y de plancton celular,/ los restos silenciosos del naufragio/ en que quedan los barcos y los hombres/ tras el amor intenso”. El poema es sólo “rumor”, una “abisal distancia deslenguada” lo separa de la realidad amorosa, y “las veintisiete letras rezumadas/ por la líquida masa del amor/ después se vuelven piedra quebradiza” y, sin embargo y necesariamente, “su agalla enrojecida en el vivir”. El poema es “el vértigo”, “la elipsis”, “una ausencia roja y calcinada” e, incluso, a veces se describe en términos de enfermedad (“quiste”, “ganglioma”); “arranca una luz rota de sí mismo/ y comparece absurdo” y, no obstante, “imprescindible” (XI).
El poema XII explica una vez más ese carácter inefable de la realidad, que es independiente de su consideración simbólica por el hombre, de la palabra que la designa y de quien pronuncia ésta: “Ella [la luna] está afuera...,/ se pertenece a sí, nada le incumbe/ la vibración carnal de los fonemas”; “ella es ajena a su propio relumbre,/ al canto y floración de las mareas,/ al nombre como un gesto del amor/ con su escarcha de luz y su derrota”. En XIII, la boca es metonimia del lenguaje, que “nos posee/ y sangra su placenta malherida/ por el empeño en ser no imperceptible,/ no torpe, no entregado a los silencios,/ no estupefacto siempre en cada letra”. La ausencia de verbos principales en este texto contribuye a denotar la impotencia de los “sonidos/ que no saben decirle no a la muerte”, la obligada pasividad de una “boca como vientre penetrado”; en definitiva, el divorcio entre realidad y lenguaje, percibido como drama.
La ausente insiste en un sentimiento de inefabilidad y de culpa asociada a esta incapacidad del poema para decir, culpa que nos hace sospechar que la voz del poeta asume un compromiso ético que, sin embargo, se manifiesta constantemente incapaz de cumplir. En XIV aparece la culpa “si fallamos/ en la conjugación de cada verbo” y se atribuye al lenguaje poético una filiación irracional e incontrolable: se trata de “un golpe de calor en los pulmones/ y de ahí a la lengua que se incendia/ en el nombre elegido torpemente”. Vocablos del campo de la geología (“placa tectónica”) o la biología (“hematíes”) insisten en esa violencia natural y enérgica del poema, que no se supedita a la voluntad de quien escribe.
Pero desarraigo, desconcierto, desposesión de sí mismo, conciencia del dolor e inanidad de la palabra no tienen el desaliento como consecuencia definitiva e irreparable. Tomás Sánchez Santiago escribió a propósito de un anterior libro de Pérez López que en su discurso “amar y nombrar entran en una intersección que sólo puede desembocar en una fértil añadidura que convoca a seguir creyendo en la vida y en la palabra con una limpia unanimidad”. La voz lírica, siempre instalada en la ironía, habla de “este tiempo en el que estoy/ o soy escasamente, pero soy,/ si puedo no decir, y sin embargo/ no tengo otra condena que querer/ la vida con sus uñas, sus perjuicios,/ sus faltas y su risa” (XIV). Viene el dolor de la identificación con el doliente, pero “después el día trae el deseo/ y vienen la alegría y el antojo,/ las hojas diminutas de coraje/ y su apetencia herbívora y feliz/ para rumiar el tiempo y digerirlo” (III). A través de la mirada del niño, el poema IV encarece “la mínima certeza cotidiana/ del mundo en su completa plenitud/ porque una hilacha misma del vivir/ guarda también la flor y su alborozo,/ su ruina y su minucia esplendorosa.”
La voluntad de sobrevivir aparece en relación también con la mencionada imposibilidad de reconocer la identidad propia tras el paso del tiempo, una identidad que se resuelve en un vallejiano y alborozado epifonema: “un modo de encontrarnos sin caer,/ un ¡qué más da! y su abrazo sostenido/ por la copa febril de la alegría” (V). La contradicción se hace obvia en la paradoja del “día que juzga y nos ampara” a un tiempo (VI). Y reclama la solidaridad, exige “de algún modo compañía,/ un canto en que se enreden otras voces/ haciendo más liviano el universo” (IX). En este contrapeso esperanzado juega un papel principal la metáfora del agua, siempre presente en la poesía de Pérez López en sus diversas manifestaciones. El “corazón del agua” (IV) esconde misterios vitales, “amor y mar comparten varias letras/ y la raíz mojada por la sal” (X); pero, además, en un libro con altas dosis de metapoesía, hay una declaración explícita en torno a la metáfora del agua: “si digo agua, viene a mares,/ trae su grito feliz hasta la puerta” (XVI).
El libro se cierra con conciencia de dolor, de una mortalidad siempre matizada por la voluntad del canto: “el hombre se sostiene en su pulmón,/ su corazón de sístole y diástole,/ su canto en la palabra y en la sombra” (XVII). Como en libros anteriores, encontramos en éste un intento de concertar el desconcierto y mitigar la ira que el dolor genera, o de someterlos a límites tolerables; pero este objetivo, parece decirnos la voz lírica, se ha de quedar siempre en la fase de la tentativa. La vida y la escritura, si despejamos la paradoja, consisten esencialmente en seguir intentando.
Creemos apreciar una fuerte influencia del Vallejo de los años treinta en La ausente –y ya se dio algún ejemplo antes–: en cierto uso distanciador del lenguaje procedente de las ciencias naturales; en los conceptos evolucionistas aplicados a la identidad (“para llevar el peso de la sangre/ hasta la conquistada vertical”) y las alusiones a la animalidad del hombre; en los despieces minuciosos del cuerpo en sus diversos miembros e incluso accesorios, dotados por metonimia de entidad y función propia (“el hueso y su cartílago amoroso,/ la oreja, el peine manso y acabado,/ el sexo y su ventura, los pulmones/ comunes en sus zonas cavernosas,/ el mismo corazón y su perenne/ afán de traslación sobre la tierra”); en la presencia de ciertos campos léxicos (como el relacionado con el vocablo “hueso”); o en el mismo tono de, entre otros, el poema V, del que proceden las citas de este párrafo y que tanto recuerda al de Poemas humanos o al de España, aparta de mí este cáliz.
Como en otros libros de Pérez López, predominan en éste una primera persona explícita y un tono general entre sentencioso y confesional, que en la poesía de esta autora asume formas características. En algunos puntos (y esto también es muy vallejiano, aunque Pérez López no persiga los extremos del peruano) se prefieren las soluciones léxicas más sugerentes a las más precisas, como cuando se habla de la “contaduría vertebral” (IX), o de una “fruta excedida” (VIII), o de “letras rezumadas” (X). Dentro de un uso particular de la morfosintaxis (son frecuentes, por ejemplo, la aposición explicativa, la inversión de las cláusulas de las condicionales o el “también” con función ilativa) se destaca, sobre todo, el abundante recurso a la repetición total o parcial del verso inicial a mitad del poema: a veces para reorientar el discurso, otras para aportarle un matiz y, otras muchas, a fin de aliviar la carga subordinativa de los primeros períodos sintácticos y semánticos y hacer viable la unidad o la continuidad del texto. Hablamos, en conclusión, de un discurso maduro, muy consciente de sus contenidos, de sus recursos y de sus aspiraciones. La ausente será sin duda uno de los hitos principales en la carrera literaria de su autora. Galerna. Cuadernos del Matemático.
Gracias por esta muy bonita reseña,muy sensible, que da ganas de hundirnos en este poemario.
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