domingo, 7 de mayo de 2006

Prodigios de la memoria

Hace unos meses Isabel regresó a mi vida. En segundo de EGB, en aquel colegio que el nomadeo de nuestras familias nos había deparado, se sentaba a mi lado porque nuestros dos apellidos eran contiguos en la lista. Una vez, la muy cotorra no paraba de hablar y el padre Matías, un fraile de barba poblada y tufillo sospechoso bajo el hábito, me riñó. ¡Con lo bien que yo me portaba...! Isabel, que en todo este tiempo se ha licenciado en Historia, buscaba en Google algo relacionado con el arte y encontró mi bitácora. Reconoció mi nombre y mi apellido. En estos treinta y pico años que hemos estado sin vernos, ha publicado varias novelas y ha formado una familia; pero no se ha olvidado ni del tufillo del padre Matías ni del apellido de aquel niño tímido que la acompañaba en clase y una vez recibió una regañina por su culpa. Con siete años, Isabel se tiñó de moreno porque a su compañero de pupitre no sólo le encantaban los animales y quería ser naturalista como Rodríguez de la Fuente, sino que además le gustaban las chicas morenas como la Cantudo. Ahí es nada.

La sorpresa de recuperar inesperadamente aquellas fibras del pasado, apenas entretejidas, me hizo dudar de la inocencia de Internet. Superada la sospecha de una broma, intuía vagamente que aquel reencuentro suponía un enriquecimiento súbito, recobrar alguna dimensión perdida desde 1974, un latido que nos faltaba. Sólo ahora, meditado el asunto y disfrutados sus matices, alcanzo la importancia del caso y me siento genuinamente feliz de beneficiarme de la buena memoria de Isabel. Compartimos cosas que nadie más comparte; algunas permanecen y permanecerán en el olvido y otras –dada mi mala memoria– van saliendo poco a poco de los recodos del córtex cerebral de Isabel. Son detalles, escuetos jirones de vida que, no obstante, tienen la calidad hospitalaria y muelle de lo primigenio, de lo no manchado. Última Hora.

2 comentarios:

  1. Juan tiene algo de hechicero. Me hipnotizó cuando teníamos siete años y todavía sigo hipnotizada.
    Cuando teníamos siete años -yo era muy lista, modestia aparte-, fui capaz de distinguirlo fácilmente entre cuarenta duendes imperfectos que rezaban a coro el padrenuestro a la antigua usanza -con dánosle hoy- y se enfundaban pantalones de campana combinados con jerseys de cuello pico -último grito moda Cuéntame-. Identifiqué entre ellos a un duendecillo mágico capaz de regalar generosidad en una edad en la que lo legítimo –o lo teórico- es ser egoísta.
    No me gusta nada retrotraerme a mi clase de segundo de EGB porque yo sufría fobia escolar –entonces se llamaba retraimiento- y lo pasé francamente mal, pero voy a hacer una excepción para recordar un episodio para mí muy significativo.
    El padre Matías nos estaba preguntando el Catecismo. El hombre se empeñaba en que conociéramos las respuestas literalmente y se ponía hecho un basilisco si no lo conseguíamos. Yo detestaba las clases de religión porque significaban una fuente de estrés constante –entonces se llamaba nerviosismo-. Las preguntas del Catecismo seguían siempre un orden, de manera que todos sabíamos cual nos correspondería contestar, sólo teníamos que asociar nuestra disposición en la fila con el número de la pregunta. Horrorizada, entendí que me tocaba la peor, la más larga, y había que recitarla de memoria. Juan estaba situado justo detrás de mí, qué suerte, a él le tocaba la cortita, la fácil. Momentos antes de que se produjera el temido desenlace, Juan aprovechó un lápsus del cura –entonces llamado Padre- y se colocó en mi posición. Fui testigo de cómo montaba en cólera contra Juan, lo mandó al rincón y acto seguido me preguntó a mí la siguiente. La desarrollé con puntos y comas –comas no había, había un punto, puesto que se trataba de la pregunta cortita, sólo cinco o seis palabras-.
    Juan sólo tenía siete años, pero ya debía ser consciente de que no es elegante pasar factura por un favor: jamás me recordó el gesto generoso que había tenido conmigo y que le había valido una bronca por parte del temible –entonces se llamaba respetado- padre Matías.
    Pero yo nunca me he olvidado.
    Cuando se tiene siete años no resulta sencillo manejar las emociones, uno no sabe bien cómo se actúa cuando se siente agradecido y profundamente fascinado por alguien. A mí sólo se me ocurrió preguntarle cómo le gustaban las niñas, si rubias o morenas. Me dijo que la Cantudo le parecía muy guapa, que le gustaban así, como ella, morenas. Yo era casi rubia –como eran entonces todas las niñas pequeñas, obra y gracia de la camomila infantil- así que me apresuré a embadurnarme con un colorante negro los pelos, ignorando los gritos de mi madre, y me planté con esas fachas delante de Juan. No se dio cuenta del cambio de look, una pena, porque yo sólo sabía agradecérselo de esa forma, así que nunca llegaría a conocer mi reconocimiento.
    Muchos años después disponemos de una varita mágica –le llaman las nuevas tecnologías de la información- que me ha proporcionado un medio prodigioso gracias al cual uno puede atravesar felizmente espacios y tiempos y recuperar el tiempo perdido. Ahora sé que hay otros modos de dar las gracias, así que me planto, virtualmente, delante de Juan, como entonces -pero ahora con un tono más natural en el pelo- y le dejo mi mensaje.
    Muchísimas gracias por tu generosidad. Aunque sólo tengas siete años, eres un tío grande, Juanito.

    -Isabel-

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  2. No recuerdo esto que cuenta Isabel, y teniendo en cuenta que es novelista cabe la posibilidad de que todo lo haya inventado... Estoy seguro de que no hay que atribuir los hechos a mi generosidad. No tengo conciencia de haber sido un niño generoso, sino más bien terriblemente determinado por el miedo a las normas y a la autoridad que me inculcaba mi madre. Isabel, desengáñate: seguro que lo que yo quería era lucirme con la respuesta larga... Ah, y a ver qué se te ocurre ahora que ya no me gusta la Cantudo, sino Jennifer López.
    Besitos.

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