[Avelino Hernández, Mientras cenan con nosotros los amigos, Canet de Mar: Candaya, 2005.]
En un coloquio sobre literatura escuché, ya hace años, una de las más grandes majaderías que recuerdo aplicada a los escritores. Un bienintencionado postulaba que quien es capaz de escribir versos hermosos por fuerza ha de ser una bellísima persona, suma humana de bondad y desinterés. Basta con conocer por encima algunas biografías para saber que no sólo esto no es cierto, sino que, antes bien, muchos escritores fueron y son víctimas irredentas de su crueldad, su egolatría, su inmadurez, su venalidad, sus celos, su mezquindad y su vanagloria. Por no hablar de complejos y perversiones.
No conocí a Avelino Hernández. Sin embargo, dos buenos amigos míos lo fueron también de él y, como todo el que lo conoció, cantan sus alabanzas. Uno de ellos me hace notar cómo, habiendo vivido tan poco tiempo entre los mallorquines, llegó a alcanzar con éstos la familiaridad y el afecto que a los insulares a veces cuesta tanto otorgar. Muy pocos años –antes de que una enfermedad tan injusta como todas hiciese presa en su cuerpo– y, sin embargo, los homenajes le llueven en ésta que fue la última de sus muchas tierras. Parece que Avelino haya sido ese escritor de talante excepcional que justifica la creencia de bienintencionados como aquél que recordaba antes.
Y sí: sólo alguien de una categoría humana excepcional podría rezumarla como él lo hace en Mientras cenan con nosotros los amigos, su novela póstuma; o lo que quiera que sea, que tan venturosamente renueva nuestra fe en la lectura. En sus páginas encuentra uno la justa medida de casi todo: el amor por los objetos que nos rodean (no idolatría, no avaricia, sino regusto por los recuerdos a ellos asociados), la amistad, los amores rotos sin tragedia, los correspondidos sin aspavientos, la soledad fructífera y la compañía bien aprovechada, un modelo ético de vida, un dolor por la muerte matizado cálidamente en sus difíciles aristas...
Los próximos a Avelino vislumbrarán tras los personajes que pueblan su libro personas reales, amigos que fueron del escritor y que, sin duda, habrían preferido no protagonizar un libro de póstumas fraternidades, tan hermoso y triste a la vez. También reconocerán en algún capítulo a cierto poeta célebre que, con su ambición, contradice torpemente las premisas de la amistad. Los no iniciados, en cambio, tendrán el privilegio de asistir vírgenes a narraciones ejemplares, a diálogos tan densos de pensamiento como aquéllos del Siglo de Oro y, sin embargo, tan cercanos que constituyen un manual actualizado de sano estoicismo. Última Hora.
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